Mindango, como su apodo, se hacía el despreocupado. Era camandulero no nada más en aquello de fingir devoción, sino que aparte estaba enterado de cuanto chisme divulgaban las malas lenguas sobre los hermanos de la Orden. Sus años de vivir entre rezos y maitines le habían hecho un maestro del fingimiento: sufría arrobos, le venían desmayos, sabía poner los ojos en blanco, quedarse sin respirar tanto rato que hasta parecía difunto, y cuando el prior le administraba los santos óleos, el muy socarrón empezaba a retorcerse hasta quedar igual que una charamusca de Guanajuato. Unas buenas rociadas de agua bendita le volvían el color y los frailes, pasado el soponcio, lo dejaban dormir y reponerse de las visiones celestiales que había tenido, no sin antes advertirle que las debía recordar a pie juntillas, y narrarlas a la comunidad en la hora de reunión.
Cierto día, Mindango enfureció contra el hermano Timoteo, que lo tachó de musulmán; poco faltó para que el profeso exhalara su último aliento con el pescuezo retorcido. Por este motivo, el Padre Pedro, el superior del convento, le habló con firmeza. Luego de calmarlo, hacerle ver la fealdad del capital pecado de la ira que acababa de cometer, y sacarle un forzado arrepentimiento, decidió contarle a Mindango el porqué había crecido entre los monjes. Tal vez conociendo su historia, recuperara la tranquilidad de su alma. Más o menos hace quince años, empezó a narrar el Padre Pedro, en una de las largas caminatas por la isla de Mindanao, escuchó de pronto ruidos extrañísimos entre el follaje. Conforme se fue acercando, descubrió una embarcación abandonada, a la orilla de un lago plagado de víboras y demás sabandijas. Se dio cuenta, con terror, que escuchaba el llanto desaforado de un recién nacido. Fray Pedro, consideró que la Divina Providencia le enviaba a la indefensa criatura, para convertirlo en un siervo de Dios, y allí mismo lo bautizó Eusebio por el santo del día.
Le siguió contando, mientras Mindango abría tamaños ojos y ni respiraba al oír el relato, que al llegar a la aldea de la misión, con el milagroso hallazgo del pequeño en sus brazos, un gran alboroto le hizo apresurarse. De un bergantín aparecido de improviso habían bajado varios hombres de mala catadura. En tanto conseguían agua para proseguir viaje, una pareja que iba en la embarcación se lanzó al mar, alcanzó la playa y se internó en la selva. De inmediato, los bucaneros holandeses se dieron a perseguirlos. En Mindanao y Jolo estaba permitido cazar aborígenes por ser indómitos, sus captores tenían derecho a venderlos sometidos a la esclavitud.
La pareja que intentara la huida, eran los padres de Mindango; prefirieron abandonarlo a su suerte, antes de condenar su vida a las penalidades que a ellos les aguardaban. Luego de apresarlos con lujo de violencia, los treparon nuevamente al bergantín cargados de cadenas. Por aquellos días, averiguó también el Padre Pedro, que el cargamento humano iría directamente a trabajar en alguno de los Reales de Minas de la Nueva España, sin tomar en cuenta la prohibición contra la esclavitud emitida por la corona. Luego de secarse el abundante sudor que le costara la confesión, abrazó a Mindango para desatorarle las lágrimas. Prometiò hacer cuanto estuviera de su mano, para ayudarlo a cruzar el vasto Océano en busca de sus progenitores.
El pequeño, vivió bajo los cuidados de los hermanos de la Orden de San Agustín, aprendió muy pronto a tomarles la medida y congraciarse con ellos, a usar el kampilón para abrirse paso entre las intrincadas malezas de la selva y defenderse de alimañas. Tuvo que acostumbrarse a estar muy quieto, muy calladito, durante las oraciones; supo de penitencias, ayunos, vigilias, a las que aprendió a sacarles el bulto, y a veces hasta obtener provecho.
Cuando a Fray Pedro lo mandaron al monasterio de la isla de Luzòn, muy cerca de Manila, se lo llevó consigo. En opinión de la Comunidad, en coro, el cambio sería benéfico para el párvulo; demasiada vagancia podría torcerle el alma y en el nuevo convento había una escuela de primeras letras que lo haría hombre de provecho. Los hermanos no perdían la esperanza de que algún día engrosara las filas de la Orden; el muchacho, en cambio, hallaba cualquier pretexto válido para escabullirse a la candidatura, y los santos varones nunca lograron imponerle el hábito de novicio. Apo, el volcán vecino, le proporcionó nombre de familia relacionado con su terruño, pero Eusebio Apo crecía y se sentía disgustoso con ambas elecciones.
Mindango, era el apelativo que a él le concordaba mucho mejor que Eusebio. Le decían Mindango por astuto, se lo ganó a base de esfuerzo e inteligencia. Con objeto de no deslucir ni negar su origen, se acomodó el Mindanao, nombre de la isla donde lo había encontrado Fray Pedro. Por su color y su flacura recordaba a los rollos de canela que se extraían del aromoso árbol de Ceilán; los ojos almendrados confirmaban su ascendencia asiática, y los monjes, para quienes era causa de regocijo cuanta travesura viniera del pilluelo, acabaron por aceptarle el capricho de mudarse el tratamiento.
A Mindango le gustaba vivir libre, andar de metiche y chimiscolero. En la empresa misionera, una vez cumplidas sus obligaciones, le sobraba el tiempo para hacer su gusto y voluntad. Al fin isleño, el mar era su casa y ni oleajes ni tormentas lo amedrentaban. Nadaba imitando a los peces, y distinguía con exactitud las diversas clases de embarcaciones que costeaban el archipiélago. Desde que se enteró de la existencia de sus padres, su idea fija era surcar mares lejanos y desconocidos para ir en su búsqueda.
En el claustro, a primera hora, le tocaba auxiliar al hermano Joseph del sancocho, encargado de la cocina, ocupación mucho más agradable que el aprendizaje de las primeras letras y números, que ya dominaba, pues emparejado con pellizcos, coscorrones, tirones de orejas, no le hacìa ninguna gracia. Lo flaco le servía a Mindango para disimular un desbocado apetito, que el juicio calificado de los frailes consideró pecaminoso, pues en un abrir y cerrar de ojos, se despachaba una escudilla rebosante de arroz, caldo, y exquisitos trozos de pescado fresco, pollo o carne.
Se pintaba solo para mostrarse cortés y solícito. Era un maestro del disimulo, a veces hasta daba la sensación de tener el don de volverse invisible. Donde quiera estiraba las orejas, para estar ampliamente informado de cuanto se hablaba a su alrededor. Su interés primordial consistía en salir del convento sin problemas, cuando le viniera en gana. Conocer y ser conocido en el mercado y en el puerto, así tal vez lograra abordar alguna nao; esperar los trámites prometidos por Fray Pedro le parecía interminable tormento. Por ello, decidió convertirse en galopín, perro faldero, y quizás hasta confidente de fray Joseph del sancocho. Estaba dispuesto a cualquier cosa, por lograr sus deseos de viajar hasta donde pensaba que encontraría a sus padres.
Con este propósito, en un santiamén descubrió Mindango los secretos del hermano cocinero. Joseph del sancocho era capaz de contarle los pelos al diablo. Aseguraba a todo aquel que quisiera oírle, que carecía de apetito, que sus raciones diarias eran mínimas y su obesidad hereditaria. El de Mindanao supo de una oquedad, en la pared de la cocina que daba al norte, donde el buen Joseph escondía los manjares más suculentos, obtenidos en el mercado a cambio de información. Supo de los palenques perdidos en intrincadas callejuelas, que asiduamente frecuentaba el humilde hermano, para apostar fabulosas sumas de dinero a los gallos. Fray Joseph era gran amigo de sor Blanca Pia de los Remedios, cuya vocación era consolar a los frailes aquejados de remilgos. Entre el bullicio del mercado Mindango conoció a poderosos comerciantes llegados hasta Manila, aprendió a comprar cera en Cebú que se embarcaba en las inmensas barrigas de la opulenta Nao de China, para conocer a fondo el galeón que efectuaba una vez al año, la fabulosa Carrera de las Indias a la legendaria Nueva España, sitio a donde él esperaba llegar.
Mindango no cabía en sí del contento, cuando Joseph del sancocho le permitía acuclillarse junto a él y sin chistar ni parpadear, escuchaba los desmesurados relatos de sus extravagantes conocencias. El Largo Swally, un viejo corsario inglés, llevaba colgando del cuello un fierro informe. Mientras escupía entre dos dientes solitarios el tabaco mascado, contaba del insólito relámpago, que una mañana a pleno mar abierto, fulminó a los cuatro hombres que descansaban sobre cubierta, perpetuando su asombro en los rostros carbonizados. El resto de la tripulación había sufrido quemaduras y magullones en todo el cuerpo, varios quedaron ciegos o escupían sangre, pero a él y otros cuantos marinos, algún extraño fenómeno, sencillamente los estiró de tal manera, que poco les faltó para quedar totalmente descoyuntados. En recuerdo de aquel fatídico rayo, Swally sacó del mástil mayor uno de los clavos que había derretido el calor de la descarga y lo traía de testigo y amuleto.
Mindango atesoraba las experiencias ajenas. Toda su atención era para las aventuras de los navegantes, avezados lobos de mar; pues a él podría pasarle lo mismo y estos conocimientos, le servirían para llegar a salvo al reencuentro con sus progenitores. Mindango, no obstante, perdía el hilo de cualquier relato en cuanto aparecía en el Pariàn o por las calles, Madame Hiroko, la dueña de la casaquinta más lujosa del puerto. La grácil y atractiva dama japonesa, era una experta conocedora del contrabando que llegaba a las Filipinas desde China, Tailandia, Birmania, la India, y demás sitios del sudeste asiático. Madame Hiroko había sido una afamada geisha, cuyo protector la perdió en una apuesta, viéndose obligada a partir de Kioto con su nuevo dueño, un franchute de retorcidos bigotes establecido en Manila, pues en dicho puerto florecía la exportación de moros. Don Gontran, el flamante propietario de Hiroko era el intermediario entre los españoles, y los negreros holandeses que cargaban sus barcos con la gimiente humanidad.
Joseph del sancocho, fanfarrón y pendenciero, encontró en la frailería la manera adecuada de bogar sin peligro en distintas aguas. Aunque carecía de vocación, nunca le interesó colgar el hábito, especie de escudo protector en situaciones de apuro. A Mindango se le redondeaban los ojos conforme descubría las destrezas naturales del hermano cocinero. Pasaron muchos meses, antes de que le descubriera las escapadas nocturnas. Al darse cuenta, lo siguió sin ser visto, pero no pudo entrar a la lujosa casaquinta, que lucía como un brillante enclavado a la orilla del mar.
*Mindango y camandulero significan lo mismo que astuto.
María Teresa Bermúdez