“Las minas son como las mujeres, se acaba la juventud y se acaba el amor…” me aseguró un viejo minero, vendedor de tacos en Concepción del Oro, ese pueblo, cercano a Saltillo por carretera. Sitio seco, a 2070 metros de altura, que cabecea entre la permanencia y el olvido, construcciones, armazones destartaladas en desuso, evocan el desamparo de siglos. Llegué a Concepción del Oro, para tomar el camión de pasajeros que sube hasta el Real de Minas de San Gregorio del Mazapil. Dije sube, porque Mazapil está trescientos y pico de metros, más arriba de Concepción.
La operadora de la central de teléfonos, me aseguró que doña Manuelita Alemán rentaba cuartos en su casa del Real de Minas, a dónde me dirigía. Entre fina llovizna y resolana, abordé el destartalado transporte, en espera de la llegada del chofer. Al rato apareció, melena restirada, aromosa; no aparentaba más de 18 años, y respondía al nombre de Jesús Guadalupe Ramos Cepeda. Despacito, aproximándose el atardecer, elegí asiento de ventanilla. Más al rato, un hombre, cargando sus herramientas en un costal, y aparte, una mujer con un niño, le pagaron al muchacho y emprendimos la travesía. Yo, a lo desconocido. Arrancó el camión, conforme subía la cuesta, enmudecí ante la grandiosidad del paisaje. Era una angosta brecha de tierra suelta, que al paso del camión levantaba nubes de polvareda amarillenta. El muchacho utilizó únicamente primera y segunda. A la izquierda, el talud del imponente cerro, donde sabe Dios cuándo, habían cortado a tajo el camino, a la derecha profundos precipicios.
Cuentan, que así se construyeron los caminos de la plata, siguiendo las faldas de las montañas y serranías. Los cargadores o tamemes en esos tiempos, pertenecían a los grupos chichimecas; cuando las carretas cruzaban por zonas sagradas, de gran respeto para sus pueblos, emboscaban las conductas. Las autoridades quisieron evitarlo construyendo los caminos de herradura, transitados por los tamemes, por las pesadas carretas que jalaban parsimoniosos bueyes, cargadas hasta el tope, de los codiciados metales extraídos de las minas, y trabajados en las Haciendas de Beneficio.
Las carretas, en tiempo de lluvias utilizaban ruedas con picos, para no quedar atascadas en aquel lodazal. Al pasar los años, se organizó el transporte, hubo como en España: Capitanes de guerra que custodiaban la seguridad, torres de presidios, como Ojuelos y Portezuelos en el camino a Zacatecas, construidas durante el Siglo XVI. Hubo también la Casa Fuerte o Venta, que albergaba a veces hasta trescientos cristianos, entre viajantes, y los arrieros que guiaban las conductas. Recorrían, en esos años, aproximadamente 5 leguas por día, equivalentes a 30 kilómetros de hoy.
Aún en el pasado siglo XX, las curvas eran tan cerradas, que el experimentado muchacho, adelantaba en primera, metía reversa y volvía a poner primera, para no desbarrancarse. A unos cuantos kilómetros de forzosa y muy empinada pendiente, Concepción del Oro se convirtió en unos cuantos puntitos luminosos, mientras las crestas de la Sierra del Mazapil, vertiente de la Sierra Madre Oriental, adquirían dimensiones gigantescas. Locura de sombras que poco a poco se diluían en la espesura de la noche, hasta que un cielo ennegrecido, dejó brotar, muy poco a poquito, destellos refulgentes. ¿Reflejo de las vetas de metal que guarda la tierra en sus entrañas?
Difuminado entre la oscuridad, un dintel plateresco, sin puerta, se apoya en muros derruidos de los que brotan magueyes, parecía un portal al infinito. Es el paraje, de las minas de Aranzazú. Tanto habíamos subido, que daba la sensación de poder tocar las estrellas. En Salaverna, zona con reminiscencias de brujas, demonios, hechizos, bajaron el hombre y sus herramientas ¿Sería un minero? Me enteré luego, que ese sitio se comunica, por un túnel de diez kilómetros, con la Mina de Tayahua.
Cruzamos otro tramo largo, largo, de oscuridad profunda, antes de distinguir sombras, quizás construcciones de cal y canto. La calle principal, medio empedrada, desierta, se estiraba en esa soledad, interrumpida por uno que otro foco desvelado, y el ruido de parejas de burrillos, atados por las patas delanteras, mordisqueando las escasas yerbas que brotan entre las piedras. El abrupto enfrenón indicó la llegada a mi destino. Di las gracias, no sin antes enterarme, que el mencionado transporte, hace una corrida a Concepción por la mañana, y volvía cada tarde, para seguir hasta la Hacienda de San Juan Bautista de Cedros.
En el deshabitado Real de Minas, doña Manuela Alemán, una mujer menudita, que en el hablar me recordó a mí abuela, y don Pablo Elías, flaco, enteco y muy moreno, me dieron posada, Era un cuarto amplio con una cama, una silla, y varios percheros que tenían un espejo pequeño y paisajes del Tirol. Ellos ocupaban otra parte de esa bella casona, inmensa, derruida por el pasar de tantos otoños, vieja señora desgastada, que seguía en pie, viendo pasar un siglo tras otro.
Las reuniones se daban en la cálida estrechez de la cocina, alumbrada por un foco mosqueado, muy atento a la sabrosa plática, mientras Manuelita, en la cazuela, sobre un comal donde se cocían las tortillas, preparaba para los hambrientos unos deliciosos cabuches, esas bolitas amarillas fruto de la biznaga, que revueltos con cebolla, chile y huevos, abrían el apetito nomás olerlos.
La mesa se sostenía contra la pared, bajo el foco del ventanuco. Además de los dueños, Taurino Vicuña un viejo barretero, simpático, con fama de haber sido muy audaz, saciaba su hambre y su necesidad de compañía; dedicado por años a extraer los filones de oro y plata para las casas de moneda, todavía usaba cotorrina, huaraches de petatillo con varias suelas, condición de mucha categoría, y el indispensable palío de manta trigueña, donde en sus buenos tiempos guardaba los pesos fuertes. El maestro del Jardín de Niños, Ciro Lumbreras, vecino de Concepción del Oro, debido a su raquítico sueldo, se veía obligado a vivir toda la semana en Mazapil; el viaje semanal era de oquis, gracias a la generosidad de Jesús Guadalupe el joven chofer. Aparte de la enseñanza a los párvulos, Ciro Lumbreras mantenía en perfecto orden su escuela, la única construcción moderna del vetusto Real de Minas.
No faltaba en la velada, el atreguado, a quien alguna Vendebesos, tal vez semejante a la del famoso Corrido, dejó en muy malas trazas. Ese José Cuartango vivía en un rincón de la iglesia, reclamándole del diario al Padre Jesús, su negra suerte, que se trabucaba, al comer en balde los guisos de Manuelita, esa Manuelita, que cuando oía algún avión cruzar el firmamento, se terciaba el rebozo y salía a gritar: …animales arrumbaleros, váyanse de aquí… A mí por ser fuereña, el costo del hospedaje, y las tres comidas, ascendía a 10 pesos diarios. ¡Claro! Esto era a fines del pasado siglo XX.
Mazapil significa venado pequeño. La fundación del Real de Minas data de 1568, pertenece al Estado de Zacatecas, rumbo al límite con el Estado de Coahuila. Viajé, para investigar datos en el Archivo Municipal, sobre Juan Lucas de Lassaga, así con doble ese está escrito el apellido, en el patio del Palacio de Minería. Juan Lucas de Lassaga y Gascuè, nacido un 18 de octubre de 1732, en el pueblo de Oroquieta, Navarra. Juan Lucas, era un adolescente, cuando mudó domicilio, país, continente, y fortuna, para establecerse en esa zona de Zacatecos, Huachichiles y muchos otros grupos humanos.
Juan de Urroz y Garzarón, pariente lejano del padre de Juan Lucas, tenía por estos lares su residencia y dominios. Era alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, vecino distinguido, dueño de minas, haciendas y tiendas. Juan de Urroz no fincó su suerte en la explotación minera, tan estrechamente vinculada con la veleidosa fortuna; él, buscaba una permanencia menos incierta, así que además de relacionarse con personajes de alto copete, se dedicó a rastrear vetas, explorar galerías, e invirtió en la extracción de metales. A su vez compró tierras, pues los empresarios mineros dependían directamente de las haciendas de beneficio para subsistir.
El Archivo Municipal de Mazapil, Zacatecas, cuando yo llegué a trabajar en la investigación del tema, durante la primavera del 1996, estaba instalado en la antigua casa de don Francisco de Urdiñola, fundador del Marquesado de Aguayo, y legendario sargento mayor de Hernán Cortés. Semejaba en esos días, un almacén de forrajes, pues había pacas de paja por todos lados, utilizadas, me contaron, para alguna exposición reciente. En el piso alto estaba el acervo, protegido por el clima, extremadamente seco, que impedía un mayor deterioro, de la infinidad de maravillas, guardadas, que no conservadas, en cajas de cartón.
Las cajas tenían cierto orden, algunas, con fechas escritas que podían, o no, coincidir con el contenido. No había sillas, ni una mesa, es decir, que no existía un sitio para colocar los documentos, leerlos, transcribirlos, como se piensa debe haber en cualquier archivo. Las habitaciones daban a un pasillo estrecho, rodeado, lo mismo que la escalera, de un barandal de hierro. Yo me sentaba, durante las horas que tenía permitido trabajar, en el escalón de alguna de las habitaciones, donde no calara tanto el sol, o el aire gélido, y no se volaran los papeles. A veces, era incómodo sentirme sola y mi alma en aquel caserón tan desamparado, cuyos gruesos muros, albergan infinidad de historias fascinantes, y permanecen mudos. Según los entendidos, me contaron de los túneles comunicantes con la iglesia del Padre Jesús, y con otras casas. Manera de resguardarse, por las asonadas y ataques, de los antiguos pobladores.
El Real de Minas de San Gregorio del Mazapil, adquirió fisonomía propia gracias a la riqueza del subsuelo. Para aprender el oficio, empezaban a trabajar en las minas desde chiquillos, entraban de achichinques, su tamaño e intrepidez, les permitía meterse hasta lo más hondo, y el agua, que manaba de los veneros subterráneos, la cargaban hasta vaciarla en las piletas. Su experiencia y crecimiento, los ascendía a feriador, que sabía preparar el barro, para meter los explosivos en los agujeros; también cambiaba los fierros muertos, aprendía a sacarles filo, cuidaba las pertenencias de los operarios, y hasta la hacía de recadero. Todo ese tiempo eran aprendices, y ya luego que sabían más cosas de la mina, pasaban a zorra de barretero. El barretero trabajaba con barra, cuña, y pico; el zorra, era su ayudante.
El lugar de unos cuantos zaranguañeros y buscones, tal cual dicen los documentos, se fue convirtiendo en un espacio de disímbolo paisanaje, que de repente adquiría un alto poder adquisitivo. La mayoría tenían fama de generosos, con una enorme capacidad para el despilfarro, así que en un abrir y cerrar de ojos, perdían hasta la camisa, y quedaban en la chilla. El fin de semana vestían lujosas galas, para luego entrar a las minas, donde trozos de sus ricos paños, chupas o jubones, los usaban en retacar los barrenos, detener la hemorragia de una herida, o lo que hiciera falta. Al salir, todavía con restos de esas galas, simplemente las vendían o empeñaban, de acuerdo a como les sonreía la fortuna.
Con el escandaloso alborotagueyes, que les cobraba por acompañarlos haciendo mitote por todo el Real, perdían en una noche de parranda, el esfuerzo de varias jornadas. Interesados en hallar fortuna, tal vez, no eran prototipos de honorabilidad. Era un sitio lejano, aislado, un importante cruce de caminos; la inseguridad, los peligros, además de la fama de sus yacimientos, hicieron del Real de Mazapil asilo de una población heterogénea.
Consideraban las autoridades de aquellos lejanos siglos, que a ello se debían, las continuas transgresiones y actos delictivos. La bigamia, las blasfemias, los embustes, las riñas, la superchería eran habituales. En 1716 una Real Cédula intentó frenar el lujo y la ostentación de sus habitantes. Los días de tianguis, al intercambiar productos, cada quien presumía sus logros, atuendos, pertenencias; el lugar era un entrevero de habitantes de la zona y forasteros, que integraban un abigarrado mosaico multicolor: llegaban Tepehuanos que se distinguían por vestir calzón largo, camisa de manta, sombrero de palma, y pañuelo anudado al cuello, los Huachichiles tenían fama de ser muy bravos, mientras que los Tarahumares, se reconocían por sus esbeltas mujeres de largas faldas y polícromos collares, mientras los Huicholes, por los hermosos bordados en sus trajes de manta, sus sombreros adornados de flores, y la música de sus violines. Había, aventureros de distintas nacionalidades, con atavíos estrafalarios, que buscaban enriquecerse en un tris.
Las españolas, con sus criadas, generalmente mulatas, iban todas emperifolladas, para ocuparse de mercar, regatear infinidad de productos, mientras enhebraban la plática o coqueteaban con los vecinos; los sabrosos chismes se escabullían de oreja a oreja. De los maltraídos del África, algunos se vendían cómo esclavos, en el mercado de esa floreciente encrucijada; para mediados del mismo siglo XVIII, un carnero en canal costaba 2 pesos, Joseph del Santo Cautivo, un mulato peliliso de 13 años, lo vendió, María Morales, la viuda de Zubillaga, dama que mantenía en el Real el inhumano tráfico, en cien pesos de oro común.
Por esas fechas, en la Inquisición o Santa Hermandad, representada por el alguacil don Juan de Urroz, eran continuas las denuncias sobre mujeres, casi siempre indias, acusadas de brujas. De acuerdo a los informes, tenían la capacidad de convertirse en cacalotes cuyo nombre viene del azteca: cacalotl, conocidos también como cuervos: Corvus corax. Estas damas, al igual que los cuervos, volaban libremente, ellas, con sólo decir: de viga en viga, sin Dios ni Santa María. Los del Santo Tribunal, les pidieron explicar cómo era aquello, debían aclarar cuanto supieran, de brujerías, conjuros, y maleficios. Varias, les palabrearon sus destrezas, haciéndolos pensar, discutir, garabatear, infinidad de papeles, y abrir tamaña boca con gesto de incredulidad.
Ellas les contaron, que luego de bailar en algún paraje, se embadurnaban de una untura prieta en los hombros, después, recitaban el conjuro, y ya podían asurcar felices los vientos. Sus cuerpos, íntegros, los dejaban en el arroyo seco, como drumiendo. De regreso, una les soplaba la cabeza, perdían las plumas, y en forma de cristianas, se colgaban su rosario y volvían al Real. Confesaron que algotras, si eran malvadas, pues se chupaban nenes. Las declarantes confesaron, que ellas lo hacían nomas por tener gusto y algo de parrandeo. Gruesos legajos, dan constancia de los interminables procesos que se llevaron a cabo, para intentar cierto control. Dichos procesos, en realidad, a veces se perpetuaban por la inercia y la lejanía.
Sin encontrar manera, desesperados, quizás hasta con cierto temorcillo, encerraron a todititas las mujeres del Mazapil y sus alrededores en los pulgueros, el horroroso sitio que servía de cárcel. A los pocos días, los hombres se alebrestaron, pues el Real era un desastre, no tenían comida, ni ropa limpia, los escuincles lloraban. Ellas, atufadas, cerraban la boca y hasta unas cuantas se enfermaron por los calorones, y la suciedad. Los hombres, sin dar pie con bola, no cumplían con sus tareas en las minas, ni en la fundición, ni en ninguna parte. Se pusieron tan cascarrabias, los susodichos, que estuvieron a un pelito de hacer un arrojo para sacarlas del castigo, y que ellas volvieran a sus quehaceres. Total, ante tal desbarajuste, los del Santo Tribunal, las dejaron libres, y sanseacabó. Ninguna firmó, porque ninguna sabía firmar, se asienta en el documento.
Aunque el asunto se debatía en un espacio local de infundios, hablillas, susurros, ni los Tribunales, ni las autoridades eclesiásticas, podían hacer gran cosa. Sin embargo, mandaron sacerdotes especializados en exorcismos. Nunca se aclaró totalmente el asunto. Llega hasta nuestros días, la fama de los parajes embrujados: Las Cobrizas, Santa Olalla y Salaverna. Algunos, arrasados recientemente por la incontenible ambición minera, cada vez más destructiva, pues están acabando, no sólo con esos parajes, sino con el planeta entero, pues su contaminante pretensión, se expande por todo el mundo.
Los mineros, cada mañana, después de cantar devotamente el Alabado, entraban a desempeñar una labor, por demás penosa, en los túneles, tiros, galerías, socavones, peligrosos escalereados, que horadaban en las mismitas entrañas de la tierra, donde el riesgo era una constante, y la vida podía perderse en un soplo, ya fuera por los derrumbes, las inundaciones, el gas grisú, un incendio o algún altercado. Al volver sanos y salvos a la superficie, cantaban de nuevo el Alabado. La vida había que celebrarla, y con un salario obtenido a un costo tan alto, liberaban la tremenda tensión que los mantenía alerta durante la jornada, y se dedicaban a gastar con escándalo, mostrando el mismo ánimo y fogosidad, que en la oscuridad, de las entrañas de la madre tierra.
En octubre de 1733, Juan Lucas de Lassaga tenía justo un año de nacido y justo en ese 1733, Juan de Urroz edificaba sin saberlo la herencia del niño, pues adquirió la Hacienda de San Juan Bautista de Cedros y la Hacienda de Caopas, con todos sus agregados. En torno a las minas se creaba un mundo independiente, con características propias. La gente del laboreo necesitaba comida, habitación y servicios, que poco a poco se organizaban dentro del Real. Sin embargo, el núcleo para abastecerse, dónde además se procesaban los metales era la Hacienda de Beneficio, espacio en el que se conjugaba la agricultura, la ganadería, la minería y el comercio.
Juan de Urroz organizó este conjunto de actividades, para que su funcionamiento le permitiera ser autosuficiente, tener capital y participar en decisiones importantes para el buen gobierno; fue uno de los fundadores del Real Colegio de San Ignacio o Vizcaínas en la Ciudad de México. El cargo de alguacil del Santo Tribunal de la Inquisición, fue el punto sobre la i, de sus afanes y desvelos. El Tribunal, era el espacio donde se conocían y ventilaban, vida y milagros de los habitantes del Real. Supuestamente, bajo el más riguroso secreto, secreto que se utilizaba, para manipular a la población, o en provecho propio. La vara de alguacil, y el cargo en el renombrado Tribunal, servían de arma o protección, según lo requirieran las circunstancias.
Juan de Urroz y Garzarón, hombre de carácter individualista, forjó un microcosmos autónomo, justo a la medida de sus deseos. Como español, necesitaba pertenecer a los grupos de poder para colmar sus aspiraciones, no sólo por su origen y bienes acumulados, sino para tener voz y voto, ser parte de la autoridad, faceta que le confirió el cargo de alguacil mayor, pues además de rico e influyente, trabajaba en defensa de la Iglesia y de la religión.
A falta de descendientes, con la idea fija de evitar …a su fin y muerte… la pérdida de sus muchos esfuerzos, pidió a la parentela de Oroquieta, el envío de alguno de sus sobrinos. A cambio, don Juan se comprometía a proporcionar al elegido: casa, vestido, sustento y educación; le transmitiría sus conocimientos y fortuna al nombrarlo heredero universal y único, de sus cuantiosos bienes.
A la par, en el altiplano, se fundaban colegios franciscanos, Jerónimo de Balbás, elaborando con paciencia, la minuciosa talla del Altar de los Reyes, en Catedral, y Pedro Arrieta, en edificar el edificio que albergaría el Tribunal de la Santa Inquisición. El Puerto de Acapulco, afianzó sus fortificaciones, pues los ingleses merodeaban las costas con ahínco, para apoderarse de la legendaria Nao de China. En Córdoba, Veracruz, se sublevaron los negros y para acabalar, las epidemias de viruelas y matlazáhuatl causaron el deceso, aproximado, de doscientas mil personas. Sólo quedaba implorar el auxilio divino. En 1736, la Virgen de Guadalupe, fue proclamada Patrona de México.
Al mediar el Siglo XVIII, un Juan Lucas de Lassaga, adolescente, emprendió camino con la bendición paterna, una muda de ropa, hilvanada con los sollozos de su madre, pocos reales de vellón en el bolsillo y un sin fin de sentimientos contradictorios: temor, un futuro promisorio, mucha angustia, deseos de aventura, sentimientos que calló, ante la decisión del padre y el dolor de la madre. Tal vez, jamás volvería a verlos, ni tampoco a sus hermanos, parientes, amigos. Lo desconocido amedrenta.
A Juan Lucas, le tomó aproximadamente un año completo, la travesía a su nuevo destino. Desde su pueblo de Oroquieta, allá en Navarra, hasta Cádiz la blanca, fueron casi tres meses de inciertos derroteros. En el Puerto de Cádiz, tuvo que esperar paciente y apesadumbrado, hasta conseguir permiso de embarcarse a la Nueva España. Entre los gaditanos y la gente de mar, se escuchaban espeluznantes relatos acerca del tenebroso Atlántico, las furiosas tormentas que no todos sobrevivían, los mareos, el escorbuto, los abordajes de piratas, la amenaza de la broma como llamaba la marinería a los invisibles gusanos, que silenciosamente carcomen la madera de los inmensos galeones, hasta hundirlos antes de darse cuenta los navegantes.
A bordo, tras penalidades sin cuento, entre vómitos, pestes, pestilencias, aterradoras enfermedades, peleas, muertes, los entreactos de las islas que tocaba el galeón, acercaban poco a poco a Juan Lucas, al mundo tan diferente que lo aguardaba. Casi traspuesta la tenebrosa frontera líquida, aferrados los pies al balanceo de la cubierta, su primera visión de la Nueva España fue el majestuoso Pico de Orizaba, el Citlaltépetl, acompañado de una brillante estrella al amanecer y cubierto de nieve. Acto seguido, Veracruz, el Puerto-puerta, con bamba y rebambaramba, sitio de entrada o salida entre Europa y la Nueva España, la incomparable Perla de la Corona.
A partir de ese momento, la variedad y contraste de los paisajes, la vegetación, la gente, el habla, la comida, el voluble clima de un sitio a otro no tan lejano, el azul intenso del cielo, o las noches estrelladas a campo raso, debieron sorprenderlo, así como las lluvias torrenciales que remojaban el alma y volvían intransitables los caminos. La belleza y novedad del entorno, no excluía la posibilidad de toparse con naturales, o malhechores, dispuestos a arrebatarle pertenencias, cabalgaduras, y hasta la vida.
Desde Veracruz, el paisaje le mostró exuberancias desconocidas. En Puebla, la Capilla del Rosario: octava maravilla del nuevo mundo, lo dejó sin habla. Había sido estrenada por los dominicos el 16 de abril de 1690, para conmemorar la fundación de la ciudad de Puebla el 16 de abril de 1531. En el trayecto, la magnificencia del entorno, los volcanes y serranías, la vista de los lagos, en torno a la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México, sería impactante para el joven Juan Lucas. Tal vez, se hospedó con personajes conocidos de su tío don Juan de Urroz. Quizá gente encumbrada, aunque Juan Lucas, no dejaría de recorrer la cosmopolita capital del virreinato, y palpar la fuerza de las culturas antiguas, que pervivían en el idioma, las costumbres, el diario vivir, y le daban un sello diferente.
Quedaría fascinado el muchacho, al darse una vuelta por la variopinta ciudad, en la que los temazcales, esa tradición prehispánica de baños de vapor, costumbre tendiente a la lascivia de los bárbaros, y a la voluptuosidad del trópico, era ya un uso frecuentado por casi todos los habitantes, lo mismo clérigos que políticos, pues quienes no acudían a los de paga, tenían uno propio en casa.
Lo mismo que temazcales había tabernas o pulquerías; proliferaban casi a la par que iglesias y conventos. En las tabernas aparte de bebida, comida, música, no faltaba el baile: jarabes, fandanguitos, sensuales tonadas, letras prohibidas por la Inquisición, aderezaban el sabor de las deliciosas tortillas o tamales. Al mediodía, los conocidos envueltos: un trozo de carne, enrollado por una tortilla enchilada ¡que sabía a gloria!, y formaban parte del habitual jolgorio. Se escuchaban guitarras, arpegios del arpa, cantos, desgarradores gritos. Eran sitios de fragancias contrastadas, lo mismo orines que pulque; se encontraban prostíbulos, lugares de juego y apuestas. Espacios frecuentados por gente de la ciudad, de los alrededores, entreverados con filipinos, españoles, africanos, asiáticos y cuanto hay, clientela muy numerosa, arraigada en un entorno lacustre que no se desprendía de su pasado agrícola, desperdigada en barrios y suburbios.
Juan Lucas prosiguió camino hacia las regiones menos pobladas del Alto Norte. Le impresionaría el paso por Querétaro, pero aún más llegar a Zacatecas, preñada de calles, callejas apretujadas entre cerros, mirar el encaje de sus canteras labradas, escuchar las fabulosas cantidades de plata, extraídas desde 1548, serían para el mozalbete motivos de sueños y desvelos. Aún le faltaba, llegar al Real de Minas de San Gregorio del Mazapil.
Enclavado en el centro de un valle, tuvo que atravesar imponentes zonas rocosas de formas fantásticas, desde un inmenso risco que semeja la figura de un saurio, se podían contemplar cerros ondulantes, de caprichosos pliegues o con gruesos costurones, lo mismo que imponentes picachos. Supo que los cerros soportan la calvicie secular, condenados por la tala que hacía funcionar los hornos de minas y haciendas. Había macizos de árboles y de repente aparecían rocas multicolores, que al reverberar bajo la intensa luz, dejaban percibir destellos indescriptibles.
Entre cedros, encinos, piñoneros, aromas de tomillo, de orégano en la sierra, alcanzó el punto más elevado. Cuando el sol abrasaba las rocas, parecía que éstas respondieran coquetas, lanzando fulgores de su esencia, reflejos transparentes de mica, azules de turquesa, brillantes de oro y plata, o parduzcos de cantera y arena. El camino suavemente empezaba a bajar hacia el poniente, señalado al fondo por el majestuoso Pico de Teira. A mitad del tramo, se distinguía San Gregorio del Mazapil y un trecho antes de llegar al Pico, justo donde la sierra derrama sus arroyos, pues dicen que por dentro corre agua, allí se situaba la Hacienda de San Juan Bautista de Cedros, su nuevo hogar.
Se reconocía desde lejos, por los densos humos de los hornos de fundición, delatores de los muchos carboneros ocupados en su labor. Tras un trayecto menos largo, acortado quizás por la visión de una realidad que se volvía tangible, Juan Lucas se apersonó en Mazapil. La presencia imponente, de don Juan de Urroz y Garzarón, con su vara de alguacil, ostentosa vestimenta, más el conjunto de principales que lo recibieron con gran ceremonia, debe haber sido una sorpresa que le transmitió apacible seguridad, a la vez que nuevos retos. Lo primero fue visitar la bella parroquia de San Gregorio, tallada en cantera blanca, dedicada a San Gregorio el Magno, aquel papa que legisló los cantos eclesiásticos. Se dijo un solemne Te Deum, en agradecimiento a la llegada del heredero.
La capilla de Nuestro Padre Jesús con la impresionante imagen, doliente y resignada del Nazareno, le causaría desasosiego al mozalbete. Decían que nadie supo cómo ni cuándo, apareció un cajón tirado a medio camino, entre Mazapil y San Juan Bautista de Cedros. Como no hubo poder humano que pudiera moverlo, optaron por abrirlo: ¡Nuestro Padre Jesús! Fue la exclamación de los atónitos presentes. En capilla propia, la imagen se quedó para proporcionar amparo y consuelo a los vecinos del próspero Real, entre ellos a Juan de Urroz y Garzarón, cuyas donaciones cooperaron a la belleza y lucimiento de la parroquia.
A los pocos días, emprendieron camino a San Juan Bautista de Cedros, hacienda rodeada de una gruesa y sólida tapia de 4 varas de alto, hecha de piedra y adobe, para protegerse de los grupos nómadas que aún defendían sus ancestrales territorios. En la casa principal, Juan de Urroz vivía con gran comodidad y elegancia: techos de viguería, pisos enladrillados, y ventanas con pesados cortinajes, todo consta con detalle en su Testamento.
Cuesta trabajo, ubicar e imaginar, en las ruinas y muros a medio caer, esos nueve cuadros grandes de ángeles, más otras pinturas y esculturas, que adornaban la sala principal de la Hacienda, como indica el deteriorado documento. En las alcobas tenían caminos de puma, para no pisar lo frío del suelo, abrigadoras colchas de San Miguel Acatzingo, cubrían las camas, aparte de artículos suntuarios de ultramar, como sábanas de bramante florete, toallas de Francia, y por supuesto, telas para confeccionar prendas de vestir: camocanes, para las capas en días fríos, o noches comprometidas, suaves holandas, para la ropa interior, y las camisas, o también, las finas medias de Sevilla.
En el comedor, el servicio de mesa se cubría con manteles y servilletas de alemanisco europeo, vajillas de porcelana china, llegadas hasta el Real, desde Acapulco, dónde las había desembarcado la legendaria Nao de China. Ornamentaban las habitaciones dos grandes biombos, uno maqueado, con remates de oro, y otro, de pintura mexicana.
Aparte de sus aposentos personales en la planta alta: …todo ello fabricado de nuevo y de moda… había en la planta baja 13 piezas útiles…seis de ellas para hospedar a cualquier persona de clase y una librería en el cuarto del despacho…
La librería, sitio destinado a preservar los preciados volúmenes adquiridos durante años, por Juan de Urroz, fue donde Juan Lucas aprendió, con su ayuda, y la de otros expertos conocedores, amplia información de la zona, sus recursos, los secretos de la tierra, enfocados a extraer los metales preciosos que abundaban en la región. Los estantes y vitrinas, compartían espacio con otros volúmenes dedicados a la policía y buen gobierno, a la filosofía, la religión o especializados en asuntos del Santo Tribunal, al que su dueño pertenecía y prestaba servicios.
Frente a la casa, plaza de por medio, estaba la iglesia de la hacienda, una pequeña fortaleza de cantera blanca labrada. En los años noventa del siglo XX se podría decir que era una congregación de unos cuantos, tal vez, descendientes de los antiguos operarios, que vivían entre las ruinosas paredes de lo que fue antaño, la Hacienda de San Juan Bautista de Cedros, ahora, con telesecundaria, y pequeño restorán en color rosa mexicano y azul.
En la iglesia de la hacienda, sobrevivían a la incuria y el abandono, algunas pinturas esparcidas por las paredes, antiguas, bastante deterioradas. En el altar principal, una imagen de la Virgen de Guadalupe al centro, otra de San Juan Bautista, a un lado está San Joaquín y una Virgen con niño, en el lado opuesto Santa Ana y un San Antonio. Los altares dorados, cargan el descuido de siglos, conservando, como pueden, su valiosa factura y larga data. Entre los valiosos óleos, uno de buen tamaño, representa a San Alexandro de Arsenga, y tiene escrito un verso en su honor:
San Alexandro glorioso, Filósofo celebrado, Carbonero y consagrado, por Gregorio el Milagroso. Fue Obispo y martirizado.
Carboneros no busquéis, Porque nunca lo hallareis, Más apropiado Patrón, Que a un quemador de carbón, Y a quien quemado tenéis.
San Alexandro Obispo de Arsenga, maestro, fue quemado en la hoguera. Se celebra su festividad cada 11 de agosto. El cuadro tiene escrito: Didactus a cuentas. F. año 1723. Junto a San Alexandro hay otro cuadro muy grande con marco barroco, donde se pasean azoradas, con largas melenas que les cubre el torso, y abundantes lágrimas, las Benditas Ánimas del Purgatorio, obviamente, muestran rictus de dolor y arrepentimiento, entre las ardientes llamas que las acechan. Más abajo, en la misma pared, una Virgen con niño, un San José y otra santa con hábito color café que podría ser Santa Clara de Asís o quizás Santa Teresa de Ávila, no me fue posible distinguir ningún atributo especial, en ninguno de los dos cuadros.
En otro altar, al que le falta el lienzo de la parte central, las laterales del tríptico representan escenas con frailes dominicos, los Dómini cane, como se les llamaba en su época. Se conserva un baldaquín grande de plata para las procesiones de Jueves Santo y Corpus. En el testamento de Juan de Urroz y Garzarón, se mencionan valiosas custodias, cálices, atriles, candeleros y otros artefactos de plata labrada, aparte de elaboradas vestimentas para las imágenes, que seguramente tenían su camarín, donde se guardaban vestidos, joyas, adornos. Enumera lujosísimos ornamentos para el uso de los oficiantes, que por desgracia, se desperdigaron a través de tantos siglos.
Algunas prendas, únicas y extraordinarias, pude admirar en la parroquia del Real del Mazapil, gracias a la amabilidad de un sacerdote muy jovencito, pues al titular que ya llevaba tiempo, nunca lo vi, y no me permitió, ni siquiera, consultar los archivos parroquiales, a pesar de las cartas de recomendación que presenté. Gajes del oficio.
Vuelvo a la indumentaria talar, conservada en la parroquia de Mazapil. Era un enorme espacio cerrado con modernas puertas corredizas, de madera. Lleno de impresionantes ornamentos en perfecto orden: casullas amplísimas, de la misma hechura que los vestidos de las vírgenes de aquellos años, confeccionadas con ricas telas, en hermosos colores, bordadas en oro y plata, lamento no haberlas contado, pero eran muchas. No obstante, permitían imaginar el esplendor, desplegado durante las fiestas de guardar.
Las vetas daban riqueza y prestigio. San Juan Bautista de Cedros tenía las instalaciones para fundición de metales: tanques para almacenar el agua, casas para los empleados, sirvientes y operarios como: herrero, carpintero, sastre, zapatero, carnicero, jabonero, entre otros, lo mismo que casas para las cuadrillas de trabajadores, bodegas, establos, graneros y cavas. Un pequeño mundo con todo lo indispensable, rodeado de huertas y jardines.
Entre ruinas se reconoce la Casa del Baño; formando un semicírculo, hay escalones de cada lado, que enmarcan una especie de túnel de mampostería ubicado al centro, de donde brota el líquido para llenar una enorme sala-pileta. Los niños, que viven en lo que fue el casco de la hacienda, dicen que ahí espanta el chal del agua. La Casa del Baño seguramente estuvo rodeada de vegetación, igual que la casa principal y las de los operarios. Comerciaban con metales, vino, aguardiente, granos, semillas, ganado mayor y menor, burros y todos los derivados indispensables para las múltiples faenas; además abastecían de carne el Real y las zonas aledañas, la venta de velas de sebo, para espantar la oscuridad, elaboradas con el sobrante de las matanzas, entre otros muchos productos.
Las casas, tenían a su alrededor y para su uso jardines, viñas y huertas…de ensalada y frutas…, aclara el documento. La huerta más cercana a la casa principal contaba con un tanque para almacenar el agua de riego. En un terreno contiguo, conocido como la viña de Tescatitán, tenían catorce ojos de agua. De su cuidado se encargaba el mayordomo de la viña, que compartía el terreno con el maestro gamucero, dos sirvientes y ocho operarios que habitaban construcciones de menor tamaño. Las instalaciones donde fundían metales se movían con agua al chiflón, cuya fuerza se utilizaba para su funcionamiento, con el consiguiente ahorro de mulas y peones.
En el Real de San Gregorio del Mazapil, Urroz tenía otra casa con…dos salas, tres recamaras, dos cuartos muy decentes para huéspedes… La bodega de metales con su respectiva tienda y trastienda, tenía acceso por la plaza principal. Había también un rastro con dos oficinas, la habitación del carnicero, corral para carneros, cuarto para despachar a la clientela, caballeriza, cochera; un amplio espacio, donde los expertos y valerosos arrieros, descargaban las recuas de mulas, con novedades de los más distantes rincones del mundo, causando furor y hasta pleitos entre la población.
Las mujeres esperaban ansiosas que los empleados abrieran las cajas, de donde brotaban como espuma, maravillosos encajes, telas de sutil transparencia como el caniquí que viajaba desde la lejana India, las holandas o la finísima batista de Cambray, para confeccionar delicada ropa interior y camisas; preciosos brocados, tafetanes y otras ricas telas de lujo. Para los días en que arreciaba el frío, se vendían los velludos y los camocanes, que Juan Joseph Marcelino, el maestro sastre, convertía en bellas y abrigadoras capas.
El deleite alcanzaba el clímax cuando se desempaquetaban joyas y adornos; las ajorcas y las arracadas se las disputaban las mulatas, las mujeres de los mineros preferían los aretes de fino metal, collares de perlas, cintillos de seda y pedrería, broches y joyeles engarzados con piedras preciosas, y fantasiosos anillos.
Junto con el cacao Caracas, utilizado para la merienda, se podía adquirir pulque, aguardiente y tabaco, tan útiles para alivianar las penas; coloridas bateas de Michoacán, que competían en el mercado con brillantes lacas de China, variedad de mantas de la Puebla, valiosos marfiles tallados, cristalería, porcelanas, tapetes y sinfín de otros muchos productos y artículos. Esta propiedad en Mazapil, quedó escriturada a nombre de Juan de Urroz, el 13 de febrero de 1749.
La Hacienda de San Lorenzo, cercana al pueblo de Santa María de las Parras, también le pertenecía a don Juan de Urroz. La capilla y sus adornos fueron valuados en 4,846 pesos con 6 reales. Respecto a la casa, descrita como muy espaciosa, se mencionan…veintiocho oficinas… que se refieren probablemente a las bóvedas y sótanos, donde se elaboraba y conservaba el vino y el aguardiente. Las tierras estaban plantadas con parrones para renovar las viñas, que también intentó proteger Juan de Urroz, con una cerca. Tenía ganado lanar, que muy seguido se empiojaba, y los problemas abundaron en esa zona a causa de los continuos ataques de grupos originarios, que obligaba a los habitantes de San Lorenzo, a tener a mano: escopetas, adargas, espadines, con sus vainas y biricúes, y a usar de continuo las cueras con sus tahalíes; vivían ¡al arma!
En diciembre de 1752, Juan de Urroz y Garzarón formó parte de la comitiva integrada por representantes del gobierno del Real de San Gregorio del Mazapil. Teniendo en cuenta la situación geográfica poco accesible del lugar, viajaron a Guadalajara para elaborar nuevas ordenanzas, tan necesarias para el buen gobierno y organización del pósito y la alhóndiga. Dichas ordenanzas cooperarían también a mejorar las condiciones de vida de los habitantes, a disminuir tensiones y estallidos de violencia, que derivaban en escándalos, producto de la embriaguez, o del consumo de estupefacientes.
A su regreso decidieron reconstruir las antiguas Casas Reales, frente a la plaza, y utilizarlas para almacenes, en beneficio de un mejor abasto para la población, dando prioridad a los pobres y los inválidos, pues el laborío de las minas fomentaba dichos problemas. En un espacio sin tiempo, una fracción de segundo bastaba para perder la vida, o lo que quizás era peor, dejarlos baldados. Si ejercían el oficio regularmente, la frialdad, lo húmedo de galerías y socavones, en contraste con el intenso calor, el humo denso de los hornos de fundición, poco a poco les dilataba las coyunturas hasta dejarlos sin movimiento. La dolorosa artritis, conocida entonces como engraso, los convertía en deshechos humanos, que dependían de su propia astucia, o de la caridad del hacendado para sobrevivir.
Juan Lucas de Lassaga asimilaba conocimientos, experiencias y se formaba un criterio propio. Las capacidades innegables de Juan de Urroz, su personalidad, extrema cortesía y afabilidad fueron modelo y guía para el muchacho. Con la certeza de que pasaría a sus manos este inmenso legado, aprendió sobre administración de haciendas y minas, comercio, trato con la gente, más la importancia de formar parte de la autoridad y saber utilizar vínculos. A la par que practicaba los múltiples aspectos de estos asuntos, Urroz le proporcionó una sólida cultura. Por su parte, Juan Lucas demostró verdadero interés por las innovaciones de la ciencia y la técnica, inclinación por las cuestiones políticas, y buscó incluir mejoras y modificaciones en la minería.
El 19 de abril de 1753 Juan de Urroz y Garzarón hizo su testamento. Tras el preámbulo común, la primera disposición fue que su cuerpo, amortajado y con el hábito de San Francisco, lo sepultaran en la parroquia de San Gregorio del Mazapil, justamente en la capilla de Jesús Nazareno, debajo de la lámpara votiva, para que su memoria no pasara a formar parte del olvido. …En atención a no tener herederos forzosos ascendientes ni descendientes y al amor y a la fidelidad con que el dicho don Juan Lucas de Lassaga mi sobrino me está asistiendo y del que dejó a sus padres que me lo enviaron para mi alivio le erijo y nombro por mi único heredero. Estipuló en el documento.
Por esas mismas fechas, ventiló ante el Tribunal Civil, un pleito por diferencias con Joseph de la Bárcena: administrador, mayordomo y minero mayor de la Hacienda de Nuestra Señora de Bonanza, colindante con sus propiedades, y perteneciente al Marquesado de San Miguel de Aguayo.
Durante el verano, Urroz emprendió viaje a la Hacienda de San Lorenzo, en Parras, para supervisar trabajos pendientes en las viñas y en la casa grande. Regresó a San Juan Bautista de Cedros, que fue seguramente el sitio que eligió para vivir y también para morir. Un hombre perfeccionista, que había planeado su vida paso a paso planeó de la misma manera su muerte, puesto que ya tenía un heredero a su modo y hechura, que garantizara el futuro de sus cuantiosos bienes.
El 8 de septiembre de 1753 Juan de Urroz y Garzarón culminó sus afanes. Con Juan Lucas cerca, murió en la tranquilidad y esperanza de haber formado un sucesor que proseguiría su obra. El luto en el Real y sus alrededores fue público. Las campanas acongojaron al vecindario con su lúgubre tañer, que anunciaba el traslado del cadáver, desde la Hacienda de San Juan Bautista de Cedros, hasta la parroquia de San Gregorio del Real del Mazapil, donde Nuestro Padre Jesús lo esperaba.
Transcurridos los nueve días de rogativas por el difunto, Juan Lucas, que todavía era menor de edad, inició los trámites para hacer valer el testamento, y asumir a los 20 años, el arduo compromiso y los beneficios, que como heredero universal le correspondían. En el mismo legajo del testamento, se conservan las cartas y trámites efectuados ante el gobernador y capitán general del Reino de la Nueva Galicia, Joseph de Basarte, que lo habilitarían para el manejo judicial y extrajudicial de los bienes heredados. Juan Lucas permaneció en Mazapil y otorgó poder para proseguir los trámites a Matías López Prieto, prebendado de la Catedral de Guadalajara.
Como personaje prominente, Juan Lucas empezó a figurar en la Capital del Reino de la Nueva España, cuando las Reales Cédulas de marzo de 1761 informaron la resolución de Carlos III; dicho monarca desde su residencia del Buen Retiro, confirió a Juan Lucas de Lassaga, el cargo de juez contador de menores y albaceazgos, para la Ciudad de México y 5 leguas a la redonda.
Dos años más tarde, cuando la Nueva España estuvo seriamente amenazada por invasiones inglesas, tanto en Filipinas como en la Habana, la corona tuvo que erogar muchísimo dinero. En la Plaza de Veracruz, y en el Castillo de San Juan de Ulúa, ingenieros y oficiales reforzaron las obras de fortificación del puerto, las autoridades compraron armas y pertrechos para la defensa, y Juan Lucas de Lassaga, aportó una considerable cantidad de pesos fuertes, además de costear la formación de un Regimiento de Dragones. Probablemente en estos años llegó a la Nueva España Diego de Lassaga, hermano de Juan Lucas, militar y funcionario del gobierno virreinal. Todo ello, con seguridad, influyo en el ánimo del rey. En diciembre de 1763, el Virrey Marqués de Cruillas, otorgó a Juan Lucas, que tenía 30 años, el nombramiento de regidor perpetuo.
Juan Lucas de Lassaga casó el 4 de octubre de 1762, con María Antonia de Iturbide y Rivera, heredera por la línea paterna, de una dote que ascendía a 71,037 pesos 7 reales y ¼ de grano, que el segundo marido de la madre, tutor y curador ad bona de la persona y bienes de María Antonia, administraba por ser ella menor de edad. A pesar de que Juan Lucas era propietario de inmensos bienes, los protocolos del Notario Diego Jacinto de León, dan cuenta detallada del complicado proceso mediante el cual, retrasaron la entrega de la dote hasta 1767.
La descendencia de María Antonia y Juan Lucas, se hizo esperar más tiempo que la dote. Tuvieron dos hijos varones: Antonio María Rafael Fermín Ignacio Francisco de Paula, nacido el 12 de enero de 1775 y el segundo, 2 años más tarde, Fernando Juan Antonio Rafael Luis Manuel Fermín, ambos bautizados y registrados en el Libro de Bautizmos (sic) de Españoles, del Archivo Parroquial del Sagrario Metropolitano de México.
Paralelamente, Juan Lucas de Lassaga siguió entretejiendo una red de vínculos que además de facilitarle los negocios aumentaban su prestigio. Desempeñaba su cargo de Regidor y Juez, pero la minería era su fuerte. El 19 de agosto de 1775, ante el notario Mariano Buenaventura de Arroyo, a Juan Lucas de Lassaga y Joaquín Velázquez Cárdenas y León se les nombró:
…Diputados Generales de toda la minería de este Reyno, son los que legítimamente hacen la voz de ella y la representan para promover quanto (sic) conduzca a la utilidad y probecho (sic) de ella, como hasta ahora tienen promovidos y suscitados varios asuntos cuia (sic) consecusión esperan…
Una Real Orden indica que ambos debían dedicarse a la elaboración de las Nuevas Ordenanzas Generales, para el gobierno económico de la minería, en la Nueva España, en sustitución de las que funcionaban desde el siglo XVI. Aparte de estas ordenanzas, habían pedido al rey la Fundación de un Tribunal de Minería y un Colegio Metálico, que proporcionara formación adecuada a los jóvenes interesados en el ramo. Con este propósito, era necesario reunir a los diputados de los Reales de Minas de: Zacatecas, Guanajuato, Taxco, Bolaños y Sultepec. Juan Lucas de Lassaga y Joaquín Velázquez Cárdenas y León, administrador y director general del Tribunal de la Minería respectivamente, tenían poderes para promover todos los asuntos relacionados, como consta en el protocolo del notario Mariano Buenaventura de Arroyo, fechado el 19 de agosto de 1775.
Estos años fueron de hambre, muchas enfermedades, y muchas defunciones, en la Nueva España. A los calores que provocaban erisipelas, sarampión, viruelas o calenturas, les seguían los aguaceros; las abruptas mudanzas del clima daban catarros, fiebres malignas, tabardillos, pero lo común eran las disenterías y las seguidillas. Que si las humedades, que si los calorones, que si los huracanes o los fríos, todo afectaba a la población, pero, cuando además, se venían arrastrando pérdidas de cosechas y hambre, la población estaba desnutrida, vivían entre la mugre, amontonados, había desechos por todos lados, inmundicias sin cuento, y el desaseo personal generalizado.
Todo ello daba carta blanca a los piojos. Estos insectos se reproducían a su gusto, y los humanos, al rascarse, solitos se inoculaban la enfermedad provocando los contagios de tifo. Por otro lado, las tropas, al recorrer continuamente el territorio, trasladaban bichos de un sitio a otro, y entonces, aparecía la temida peste convirtiéndose en epidemia, que ponía a todos a rezar, arrepintiéndose de sus culposos pecados, para poder alcanzar la vida eterna, de preferencia, sin pasar por el purgatorio, que según contaban, ¡no era precisamente un jardín de las delicias!
Quizás el abandono del campo era parte del origen, pero se decía: mueran indios que hartos nacen. Allí, ni el Ayuntamiento ni el Protomedicato se ocupaban, denotando una realidad, consecuencia de nuestra cultura dual, derivada de conquistadores y conquistados, que aún pervive. Los hospitales, tenían prohibido aceptar enfermos contagiosos, sin embargo, la sentencia del obedézcase pero no se cumpla era frecuente.
Para el 1786, el hambre había empujado a la gente del campo a buscar sustento en las poblaciones, aparecieron entonces los vagos, los malentretenidos, los mendigos; sin oficio ni beneficio, se dedicaban generalmente al robo, por lo que aumentó la delincuencia. Los gobernantes imbuidos de ideas ilustradas, decidieron ponerlos a trabajar, como el virrey don Bernardo de Gálvez. Llegado del Norte, apenas el año anterior, organizó cuadrillas para empedrar calles y calzadas, poner alumbrado público, continuar la construcción de las inconclusas torres de Catedral, remozar el castillo de Chapultepec y mejorar su bosque, posteriormente un hermoso parque que aún en el Siglo XXI, aquejado por la última pandemia, es disfrute y orgullo de los capitalinos. Lo malo fue que a don Bernardo, se le ocurrió construir una casa de campo, sobre los vestigios Aztecas, lo cual le originó serias dificultades. El buen Virrey murió allí cerquita, de un mal de familia, en el palacio del Arzobispado, domiciliado en el pueblo de Tacubaya, a dónde se mudó en 1908 el Observatorio, que estuvo primero en la azotea del Palacio Nacional; la hoy transitada Avenida Observatorio, de allí tomó su nombre.
Debemos mencionar que en los cementerios de las iglesias, dentro del recinto, lo mismo que en los atrios, vendían espacios para que el cadáver estuviera, justo al lado del Altísimo, proximidad inútil, pero que al clero proporcionaba pingües ganancias. A los vivos, que acudían a la iglesia, fétidos olores, tal vez, hasta infecciones de cuerpos descompuestos, cuando los exhumaban para tener más lugares disponibles. Las misas, rogativas y procesiones no perdían su continuidad, aunque los restos putrefactos quedaran expuestos, volviéndose un círculo vicioso, el temor a la enfermedad, y a la muerte. Esta acendrada religiosidad, regía la vida novohispana. Ante tantas desgracias, pues aparte del hambre, la enfermedad, las epidemias, hubo fuertes sismos, inundaciones, plagas. Y todo ello, lo consideraban castigo divino. Las almas piadosas, presas del terror, acudían a las iglesias para implorar el perdón y la salud.
Juan Lucas de Lassaga se contagió de tifo. María Antonia y sus dos hijos pequeños lo acompañaron. Conforme al pensamiento barroco, durante la agonía, en una alcoba entre cirios y penumbras, el moribundo era sujeto de un primer juicio. Familia y allegados, contemplaban la lucha entre el bien y el mal, entre Dios y el diablo, disputándose su alma, en lo que el divino Arcángel San Miguel, pesaba en la balanza sus buenas acciones, y el sacerdote confesor, padre espiritual, o canónigo penitenciario, con crucifijo en mano, le aplicaba al moribundo indulgencias, reliquias, imágenes milagrosas, agua bendita, para asegurarle su inminente entrada a la gloria del Señor.
No hubo auxilio espiritual, ni receta del Protomedicato o remedio de los yerberos que sanara a Juan Lucas. Al sentir que la parca hacía acto de presencia, se prendieron más velas. Supuestamente ahuyentaban las inquietudes o tentaciones del agonizante, que quizás, ni cuenta se daba, o a lo mejor, tanto parpadeo y rezos en susurros, peor le harían temblar del susto en dicho trance. Finalmente, murió en su casa del Callejón de Betlemitas, contiguo al lugar donde se iba a construir el fastuoso Colegio Metálico al que le había dedicado tantos desvelos, estudios y dineros. Al exhalar su último suspiro, el lúgubre tañer de las campanas anunció su deceso, a la par que su nacimiento a la vida eterna, tan desconocida como amenazante.
De inmediato, se preparaba y vestía el cuerpo, para el último adiós que le darían los dolientes. Ya con el atuendo mortuorio, lo metían en un ataúd de madera, en memoria de Cristo; guirnaldas y flores le rodeaban, sin faltar entre sus yertas manos la bula de la Santa Cruzada, compra que garantizaba su entrada, sin escalas, al reino de los cielos. Los vivos, afligidos o no, se dedicaban al duelo, al entierro, y las exequias, aderezados por opíparas comidas, pues como reza el refrán: El muerto al pozo y el vivo al gozo.
La mañana del 9 de febrero de 1786, en la Muy Noble y Leal Ciudad de México, una solemne procesión enlutada, acompañó a Juan Lucas de Lassaga y Gascué, desde su domicilio, hasta la Iglesia de San Francisco. Durante el trayecto, algunos prelados recitaban oraciones, y entre rezo y rezo repetían:
Ve en paz que ya te seguiremos.
Los restos mortales de Juan Lucas de Lassaga, se depositaron en la capilla de Aranzazú, una de las cinco capillas que pertenecían al convento Franciscano, demolida tiempo después. El féretro se rodeó de incensarios, el humo, simbolizaba las oraciones que subían al cielo. Rociaron abundante agua bendita, para que cayeran los muros del purgatorio. Al terminar la misa y los responsos, se procedió al entierro, entre más cerca de Dios, la Virgen, y los numerosos santos, que estaban en la iglesia correspondiente, mejor y más rápido llegaría el alma a la vida eterna. La muerte, ese insondable misterio, la única certeza que tenemos, nunca ha sido fácil de aceptar para el humano. ¿Será por tantos miedos acumulados? ¿Aligerará el trascendente paso, morir en la cama de un hospital, rodeado de asepsia y aparatos?
Joaquín Velázquez Cárdenas de León, murió en el mes de marzo, poco después que Lassaga. El inmenso trabajo desempeñado por ambos mineros: investigaciones, proyectos compartidos, inventos, aportaciones, avances con la corona, para lograr el mejoramiento, reglamentación, y enseñanza de la minería mexicana, quedaron en suspenso, paralizados por la gravedad de las circunstancias que atravesaba el país. Ni Lassaga y Gascué, ni Velázquez Cárdenas de León, pudieron ver el fruto de sus esfuerzos, mucho menos el proceso y la conclusión de su obra.
Revisé nuevamente los documentos del Archivo Municipal de Mazapil, de la década de 1780 y reseñan: escases de maíz, la petición del Rey para fomentar la agricultura, ordena el envío de harinas a la Habana, hablan de las hostilidades de cuadrillas de trashumantes, y las autoridades piden el envío de algún destacamento, la denuncia de un fulano que utilizaba varios nombres, de un extranjero sin pasaporte, del alcalde acusando a Manuel de Amaya, por manejar una mesa pública de trucos, sin licencia y sin considerar la infeliz constitución de este vecindario, Amaya vendía a hijos de familia, remedios para excitar al juego y licores. Hay numerosos testamentos, compras, ventas. En octubre de 1786, José de Larráinzar, administrador y apoderado de Juan Lucas de Lassaga, señala el considerable quebranto por la rigurosa seca pasada, que no le permite seguir abasteciendo la carne en el Real, por el mismo precio. Nada indica que la epidemia hubiera hecho estragos en esa zona.
Fausto de Elhuyar, un prestigiado mineralogista de Logroño, que había estudiado en Madrid, en Francia, y en Alemania, fue designado el año de 1788, Director General de la Minería en la Nueva España, y director del Colegio Metálico que estaba por fundarse.
Juan Lucas de Lassaga y Gascué ocupó hasta su muerte el cargo de Presidente y Administrador General del Real Tribunal de la Minería de la Nueva España. Regidor Perpetuo. Juez Contador de Menores y Albaceazgos. Caballero de la Orden de Carlos III y Consiliario de la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos.
Es enorme la riqueza y variedad, de los grupos documentales, y fuentes de primera mano, que permitirán la reconstrucción de la vida de un hombre, y su época. Hace falta continuar una minuciosa investigación, más amplia, en los archivos de Mazapil, tanto en el Municipal como el Parroquial, de difícil acceso; afortunadamente están los microfilms del Centro de Historia Familiar de la Iglesia Mormona. Sería indispensable la búsqueda de documentos existentes en los archivos de Guadalajara, Zacatecas y la Ciudad de México, que permitirán conocer con mayor detalle las actividades del personaje, cuando se trasladó a la capital de la Nueva España. Su vida es una riquísima veta por explorar, para la Historia de la Minería en México.
Martha Villanueva Lasaga, durante el 1996, me encomendó la investigación. Le interesaba saber si ella descendía directamente de los Lassaga de Oroquieta. En un intento por encontrar la relación que me pedía, fue que la emprendí al alto Norte. En uno de los viajes, me acompañó Hans-Paul Brauns, fotógrafo, para tener una memoria gráfica de los sitios recorridos. Pablo y Manuelita nos hospedaron. En lo que yo seguía la búsqueda de documentos, Hans-Paul recorría el Real, con una cauda de chiquillos interesados en salir en la foto, enseñarle cosas, ¡era una atractiva novedad! Y al rato, ya tenía comal y metate con medio mundo. Visitamos San Juan Bautista de Cedros, el naufragio de las antiguas edificaciones, los alrededores, probamos en una destilería el famoso sotol, luego de observar el proceso, y enterarnos, que la vara dónde florece, se corta y sirve como tapón a las botellas.
Lentamente, nos acostumbramos a salir del fascinante siglo XVIII y sus remotas bonanzas. En Concepción del Oro, platicamos con el minero vendedor de tacos, al final dijo con tristeza: ¡El mundo está too ladeao! No lo dudo, las voraces empresas modernas, nacionales e internacionales, sin tomar en cuenta los devastadores efectos para el planeta, siguen explotando, sin freno ni conciencia, esa vasta zona, foco de ambición sin escrúpulos.
María Teresa Bermúdez. Invierno de 2022
SIGLAS Y REFERENCIAS
AGN Archivo General de la Naciòn, México.
AGNCM Archivo General de Notarìas,Ciudad de México AMMZ Archivo Municipal. Mazapil, Zacatecas.
APSMM Archivo Parroquial. Sagrario Metropolitano de México.
CHFIM Centros de Historia Familiar de la Iglesia Mormona.