
¡Apresten sus cinco sentidos! Estamos invitados a un acontecimiento memorable.
La travesía de Hernán Cortés y sus acompañantes, desde la recién fundada Villa Rica de la Veracruz, hasta la ciudad de Tenochtitlan, fue seguramente una proeza. Proeza en la que el miedo y la admiración tuvieron presencia continua, no en uno, sino en ambos bandos. Imaginen, para los recién desembarcados, mirar ese imponente paisaje de vivos colores, los nevados volcanes como fondo, la vegetación por momentos alucinante, tan diferente. Casi al llegar, contemplan de lejos los lagos, islotes, sus construcciones espléndidas, canales y canoas surcando las aguas cristalinas, el sedante rumor de los remos, esa gente tan distinta, esas costumbres extrañas para el otro. Y esos otros, igual se asustaron con los recién llegados, hombres a caballo con mosquetes humeantes, armaduras relumbrando al sol, que en un descuido los quemaban, magullaban, o por lo menos, los hacían sudar a mares, y ellos, en el fingimiento, como si nada pasara; azuzando a los mastines de fauces feroces y babeantes, arrimados a la ambición y al tener, para no demostrar el terror.
Moctezuma, apesadumbrado por signos y predicciones, los recibe con magnificencia, dignidad, grandes honores, en una calzada amplia, rodeada de agua. Ninguno tiene idea de cómo tratar al otro, entenderse es complicado. Marina interpreta a su modo, como se le ocurre, tratando tal vez de mostrar una calma que está muy lejos de sentir. Son aposentados en magníficas casas, con todas las comodidades y los lujos que el Tlatoani tiene y ofrecen a los desconocidos; multitud de mujeres y hombres están a su servicio, pero la tensión se siente a flor de piel. Aunque casi de inmediato, Moctezuma y los demás señores son tratados en calidad de prisioneros, se disimula.
La comida es indispensable. El aroma de los guisos, salsas, aderezos, entra sin permiso por cualquier nariz. La cadencia de manos palmoteando las tortillas, promete acompañar manjares de carnes, pescados, aves, verduras, frutas, yerbas, hasta insectos. Cada pieza dispuesta, es de un gusto exquisito, nunca antes visto: jarras de oro, jícaras ornamentadas con cucharillas también de oro, o de plata, de maderas preciosas, carey, o palillos especiales para remover. La loza, cuencos, bandejas, lebrillos, jarros, eran de fina hechura, decorados con primor, había tejidos de suave algodón, para limpiarse las manos o la boca. Las esteras junto a las mesas, están dispuestas para la comodidad y el deleite de los abundantes platillos, pequeños braseros bajo algunos alimentos evitan que se enfríen y desmerezca su ricura. Marina o Malintzin, explica a Hernán lo mejor que puede. Tal vez, las expresiones, las miradas, los coqueteos femeninos, son en algo semejantes a lo conocido, ellas son vivaces, curiosas, les intrigan los barbudos; para ellos, las mujeres son una acechanza.
Se ofrecen variedad de bebidas, pero hay jarras con distintos sabores de la exquisita ATLAQUETZALLI o AGUA PRECIOSA preparada con cacao. Los españoles nunca la han probado, los tlaxcaltecas la mencionan, pero carecen de ella, eso es parte de su enemistad. En Tenochtitlan, cuenta años más tarde Bernardino de Sahagún en el Códice Florentino, se adereza con maíz, con chile, con miel, con sabor y adorno de flores, como la orejuela seca que le da un fuerte sabor a pimienta, con vainilla de Papantla, con el achiote, el aromático acuyo de sabor dulce y picante, o el pinole, ese polvo de maíz tostado, sirven para espesarlo. Lo más llamativo es el copete espumoso, sobresale juguetón y tornasolado, pinta bigotes, provoca risas, buen humor; es casi un arte lograrlo, vaciando el líquido de una vasija a otra hasta que tome forma, cuerpo, y color si el atlaquetzalli está en su punto. Se bebe fría, espesa, espumosa. Algo relajados, satisfechos, con el miedo presente aunque apaciguado, fuman cañutos de tabaco, o pipas de aromosa resina de liquidámbar. Quizás, fue un momento parecido, cuando los conquistadores llegados de ultramar saborearon por primera vez el agua preciosa de cacao, e imperceptiblemente, fueron conquistados por Mesoamérica y sus habitantes.
Al beber chocolate se venera la vida, es un alimento que purifica el espíritu. Se dice que Quetzalcóatl les dio los granos de cacao a los Olmecas, la hamaca de las civilizaciones mesoamericanas allá por el 1200 antes de Cristo. Cuenta esta leyenda, que Quetzacóatl se los robo a las deidades, justo en el Paraíso. Él mismo plantó un arbolito en Tula, y de inmediato, le pidió a Tláloc el regalo de la lluvia para que creciera. Acto seguido fue a ver a Xochiquetzali, que como era la diosa del amor y la belleza, le obsequió flores al pequeño árbol, para que de ellas brotaran los frutos.
Este árbol se llama cacaotero, crece en el Sureste. Los olmecas en La Venta, Tabasco, lo llamaron kakawa. Empezaron a cultivarlo minuciosamente, lo hicieron con muchísimo cuidado y respeto, observaron por muy largo tiempo, su crecimiento y desarrollo, lo estudiaron, investigaron, supieron de sus necesidades para florecer y dar sus mejores frutos, hasta lograr domesticarlo; esto incluyó cambios en su entorno natural, pues al cultivo del cacaotero, descubrieron los olmecas, le hace falta su árbol madre, y una gran dedicación durante su crecimiento.
El cacaotero no es muy alto, crece en los bosques húmedos del trópico. El fruto nace pegado al árbol, especie de mazorca cubierta por una cáscara gruesa, estriada, que se corta cuando está madura. Las semillas, cubiertas de mucílago blancuzco, al quitarles la cáscara, se extienden sobre hojas de plátano, éste es el proceso de fermentación, que dura entre tres y siete días, como la semilla desprende calor, y la pulpa que la envuelve se deshace, toma un color que va del violeta al café clarito, su sabor es amargo, pero todavía le hace falta secarse al sol entre siete o diez días más, momento en que se concentra su aroma, y se pone de color oscuro. Imaginen cuanto amor, tiempo, paciencia y sabiduría tuvieron los antiguos olmecas, para descubrir este maravilloso proceso natural, que nunca jamás pensamos, ni se nos ocurre, cuando se nos deshace en la lengua un delicioso chocolate, ¡placer inigualable!
El cacaotero, requiere de un laborioso proceso, que debe hacerse estando muy pendientes, observando, para que después de cinco o seis años empiece a dar sus frutos. Lo primero es sembrarlo en el sitio adecuado y atenderlo, Pasado el tiempo necesario, cosechar el fruto, poner a secar las almendras, o sea el cacao que tiene dentro; ya secas, tostarlas, disfrutando el deleite cuando desprenden su mágico aroma. Al molerlo varias veces en el metate, donde se mezcla de acuerdo al gusto de cada quien, se vale pellizcar para probarlo. El chocolate es desde aquellos lejanos tiempos mesoamericanos, un verdadero regalo para el ánimo, y una gloria para los sentidos.
Al cacaotero, le hace falta sombra en tiempo de calor y solecito en invierno, así que los olmecas, se dieron cuenta de la necesidad de que lo cuidara un árbol madre, para ayudarlo a crecer y desarrollarse en plenitud; estos árboles madre, son árboles muy altos, como el zompancle o colorín, de madera esponjosa y liviana, cuyas flores, espaditas rojas, se comen con ajo y huevo revuelto; también da unos frijolitos rojos o patolli, que se usan para juegos. El cocohite o cacahuanance, es un árbol gigantesco, de hojas muy chiquitas, que alimentan al ganado, pero mata a los roedores; con su durísima madera de color amarillento que cambia a negro, su corteza, y las semillas, se fabrica veneno, por eso en Veracruz al árbol le dicen, matarratón. El cojinicuil, -árbol de pies torcidos-, da unas vainas verdes con manchas negruscas, son duras y largas, al abrirlas se chupa la pulpa que es dulzona, las semillas sancochadas con sal son como verdura; el árbol es muy frondoso, por ello se utiliza para proteger a los cacaoteros, actualmente, también lo siembran junto a las matas de café.
Los olmecas, para entender el proceso natural, hicieron numerosos experimentos, mezclas, y legaron, mucho tiempo después, este valiosísimo conocimiento a los mayas, que poblaban lo que hoy conocemos como Campeche, Chiapas, Guatemala, allá por los años 150 a 400 de nuestra era. Ellos, le pusieron el nombre de kakaw, y con el kakaw inventan en Mesoamérica, la bebida que los aztecas llamaron: ATLAQUETZALLI o AGUA PRECIOSA. Quizás se conoció también como CHOCOL, que significa caliente y A, agua, en maya, o puede ser posible, que derive del XOCOC, agrio y ATL, agua, de los aztecas.
En la época Prehispánica, los pochtecas, comerciantes del altiplano, dieron a conocer el kakaw para preparar el cacaóatl en los diversos mercados. En su Códice, tenían un punto cardinal dedicado al cacao, y lo asociaban al corazón. Al salir de Tenochtitlan llevaban a vender pelo de conejo, armaduras de algodón, cuencos de oro, que utilizaban las mujeres tejedoras, para colocar el huso. Unos de los mercados más importantes eran Potonchan y Xicalango. Volvían a Tenochtitlan, con el preciado kakawa, pieles de jaguar, tigrillo, o puma, valiosas plumas de quetzal, de tucán, de guacamaya y otras especies de aves, transportadas en bambús o carrizos ahuecados. Las almendras de cacao tenían valor de cambio, se podían utilizar como moneda. Hubo personas que sabían contarlas con rapidez asombrosa. Una manta de algodón costaba entre 65 y 80 almendras, mientras que un esclavo, en muy buenas condiciones valía hasta 4000.
Moctezuma Ilhuicamina, que gobernó de 1440 a 1469, embelleció la ciudad de Tenochtitlan, la dotó de agua potable, e intentó traer cacaoteros y árboles madre con raíz, para aclimatarlos en los extraordinarios jardines botánicos de Oaxtepec, donde se cultivaban con sumo cuidado, se estudiaban las características y propiedades de todas las plantas y animales traídos de distintos rincones del territorio conocido; investigaban y experimentaban sus propiedades en favor de la salud, con objeto de clasificarlas, propagarlas, y utilizarlas para uso de los habitantes. Es importante señalar que según el Codice Florentino, las Ahuiani o alegradoras, eran las mujeres que preparaban y vendían en los mercados el atlaquetzalli, la endulzaban con miel de abejas silvestres. En el México Prehispánico, la naturaleza jamás fue explotada, se le tenía un profundo respeto y se cuidaba con reflexión y exactitud.
Se dice que en 1528, Hernán Cortés llevó a España el atlaquetzalli; y cómo prepararlo, allá lo tomaron con leche, les encantó, y muy lentamente se fue conociendo en el resto de Europa y del mundo. Las fechas, nos indican los brincos que fue dando el kakawa, desde su origen en La Venta, Tabasco, con los olmecas que lo domesticaron.
En la Nueva España, como se llamó nuestro territorio entre los siglos, XV y XIX, se mantuvo la costumbre de tomarlo, aunque algunos eclesiásticos llegaron a considerarlo un alimento que exaltaba las pasiones, el placer voluptuoso, otros decían que era bueno incluso para los inútiles, y otros más, casi le encuentran parentesco con el demonio tentador. Muchas señoras, probablemente algunos señores, innovaban las recetas para prepararlo. Se cuenta, que cuando los sermones eran casi eternos, las damas, saboreaban su chocolatito con panecillos en plena iglesia. Sabemos que algunas monjas, con cocina propia en su celda, guardaban tabletas de chocolate en una petaquilla de cuero, no podían faltar, pues era lo único que tomaban durante el ayuno. Aunque hubo notorias controversias sobre el rico chocolate y sus usos varios, se vendía en los tianguis, las plazas y cualquier lugar concurrido.
En su libro: “DE LOS PROBLEMAS Y SECRETOS MARAVILLOSOS DE LAS INDIAS “, que el doctor y médico Juan de Cárdenas, publicó en la Ciudad de México en 1591, dedica un capítulo al cacao, que lo mismo causa “paroxismos, desmayos, ansias y melancolías,” que “sano y loable mantenimiento.” Opina, que crudo origina males, dolor de cabeza que: “sube con gran presteza al cerebro” pero tostado, preparado como chocolate, agregándole especias preciosas, es muy provechoso, “refuerza y conforta la virtud vital, ayudando a engendrar espíritus de vida”. Recomienda ponerle los granillos negros de las vainillas olorosas, el cardamomo, o el achiote, que ayudan a “desopilar,” es decir, a curar a quien lo tome.
En 1664 el Virrey Marqués de Mancera, y su consorte la Virreina Leonor Carreto, tuvieron una espléndida corte, donde figuró Sor Juana Inés de la Cruz. Al buen virrey le encantaba el chocolate; desde su origen se servía en elegantes jícaras, y era dificultoso sostenerlas, así que según dicen, ideó las mancerinas, unos platos de madera de cedro, con un rodete al centro, donde sentaban la jícara, sujeta, para no derramarlo, moda que se fue estilizando. Mancera murió en Madrid a los 107 años, en su opinión, debía su excelente salud, a la costumbre de tomar chocolate.
En México, de ninguna manera, se perdió el uso de beberlo, pese a prohibiciones religiosas o médicas. El enriquecedor mestizaje, agregó con la imaginación de unos y otros, nuevas maneras de disfrutar la comida y la bebida, el chocolate no ha dejado de formar parte esencial en cualquier ocasión, y en múltiples platillos, dulces o salados. Carl von Linne, un naturalista, botánico, zoólogo, y médico de Suecia, en el Siglo XVIII, clasificó a los seres vivos, y al cacao lo llamó: Theobroma Cacao, alimento de dioses.
El molinillo, parece ser que al principio lo hacían en Tabasco, Chiapas y algunos lugares de Centroamérica, de una planta que recibe ese nombre, una parte del tallo, y los manojos de ramitas recortadas en el extremo opuesto, formaban la espuma; dichos molinillos se perfeccionaron con el tiempo, son los de una pieza de madera, un palillo cilíndrico, con la base labrada en aspas o dientes. El nombre, tal vez derive del náhuatl, moliniani, que significa: desleir, menearse o bullirse. También se fabricaron jarras de madera especiales, llamadas chocolateras.
Maria tero lero lero Chocolatito en el aguacero…
Con aguacero, sin aguacero, con frío, sin frío, con calor, sin calor, un pocillo de chocolate, copeteado con suave espuma de molinillo, es un deleite inigualable. Desde prepararlo hasta saborearlo, conforta y da alegría.
María Teresa Bermúdez – 2025
San José Tzal – Yucatán – México