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Relatos

En todos lados se aprende

By 21 abril, 2022mayo 1st, 2022No Comments

Para Ian Brauns Cerdá

Es fácil de sofocar
el vicio recién nacido,
mas después que haya crecido
no se puede remediar.

Don Severo y el Colegio Instructivo
Apretando los dientes quería aguantarme. Me brotaban de a poquito las lágrimas. Las orejas de burro eran muy pesadas, esas orejotas enormes de trapo gris, que don Severo me puso por no responder la lección. Pasé la mañana entera parado junto a la ventana, todititos se dieron cuenta, que no supe la gramática. Muy lejos andaba yo en mi pensamiento jugando con Timoteo y Pinole allá en El Guamúchil, sentía el olor a campo y otra vez se me soltaban las lágrimas. Un campanazo me volvió al salón de clases. Tuve que sorberme el moqueo.
Formamos el medio círculo para la lectura. Tragaba castigo y rabia. Le tenía harto miedo a la palmeta de don Severo, el señor preceptor. No quería, por nada del mundo, que me detuviera al final de clase, de pensarlo se me aflojaban otra vez las lágrimas. Me dediqué a imitar, lo mejor que pude, el sonsonete de las sílabas que repetían a coro. A practicar la aritmética y sus cuatro reglas, de la que tampoco sabía, ni entendía un comino. Para terminar, recitamos de memoria, yo, sin comprender ni fù ni mù, el Catecismo del Padre Ripalda. El toque de salida fue un alivio. A las carreras y de pasadita, cada quién tomaba su sombrero. El mío me lo ponía en lugar de las grises y pesadas orejas. ¡Pobres burros! Tan trabajadores como son… ¡Me fastidiaba que les hicieran mala fama!
Don Severo parecía Dios Padre, encaramado en su tribuna, lanzaba castigos a guerristas y desaplicados, repartía palmetazos a los más rebeldes, fulminaba con la mirada a los distraídos. Las orejas de burro, aparejadas al ridículo, traían otras consecuencias…
-Juan Malagón. ¡En casi un mes de asistencia a esta escuela, no ha mejorado ni un ápice su pésimo aprendizaje! ¡Mañana, a la salida, espero sin falta a los padres de usted!
Los botines, de tan pesados me arrastraban los pies, caminaba muy despacito, de gallo gallina. Los ojos enrojecidos me ardían. Desconsolado, muy triste, me senté en el escalón de una puerta. Un hombre, con su mandil de artesano, daba forma a una hermosa cara. Al verme sonrió:
-Eh, amigo ¿Curioseando?
-No, señor…
-Pasa hombre, ¡yo no me como a los niños!
-Mira, hago figuras de madera. ¿Te gusta?
-Sí, señor. Está muy bonita.
-No tengas miedo. Eres nuevo por el rumbo ¿verdad? ¿donde vives?
-Aquí cerquita, en la calle de Zuleta. Al fondo de la sastrería.
-¿De la sastrería de Juan Malagón?
-Sí señor, es mi tío.
-Vaya, vaya, supe que tu familia se había mudado a la capital.
-Sí, señor…
-Me llamo Margarito Pozo. ¿Y tú?
-Juan Malagón, para servir a Dios y a usté don Margarito.
-Mira esta cabeza, Juanito, será una virgen para el oratorio de una señora muy devota. Me explicó, mientras seguía tallando la madera con sus herramientas.
-Sí, señor, está muy bonita…
-¿Te parece, Juan? A mí también me gusta cómo va tomando forma. Lo malo es que la luz se va muy rápido por la tarde.
-Vete a casa, Juanito, ya oscurece. ¡Pero vuelve cuando quieras!
-Sí don Margarito, ¡buenas noches!

***********

Pasé cual chiflido frente a la sastrería del tío Juan. Las piernas las sentía como hilachos. Sudaba frío al abrir la puerta, y peor, cuando vi a mi madre que me aguardaba.
-¿Porque llega usted tan tarde, muchachito?
-Dijo don Severo, que vayan a verlo mañana a la salida.
Sin darle tiempo a responderme, tome las cubetas y me fui al patio. Muy triste, las llené de agua limpia en la pila. Me acomedía para no sentirme tan mal. Miraba las estrellas bailotear sobre el agua cuando escuche pasos. Era mi padre. Sucio, cansado y oliendo a pólvora. Era cohetero, trabajaba duro y su oficio tenía muchos peligros. Me volvió el sudor frio.
¡Còmo echaba de menos El Guamùchil ! Era el rancho, cerca de Mezquitic. Ahí nací y crecí hasta esta edad. Ya tenía los doce cumplidos. Era el año de 1872.

El Guamùchil, los Huicholes y Pinole
Lo fresco de la nochecita, un viento ligero, me volaron hasta los bosques de robles y encinos, que aromaban el aire. Cerrando los ojos veía las montañas altísimas, los hondos barrancos, con sus arroyos cristalinos, que corretean y murmuran allá en el mero fondo. Me acordaba de los pastizales, tan altos que nos servían para jugar al escondite; el único que podía encontrarnos era Pinole, y si nos hallaba era fiesta, de tantos gritos, ladridos y carcajadas.
Timoteo y yo crecimos juntos. Jugamos desde niñitos, uchi tegûi, como decía su taec en su lengua huichol. El taec de Timoteo era un mariacán, un sacerdote de su pueblo. Hablaba con sus dioses y su gente, le tenían respeto pues los guiaba en sus vidas, sus peregrinajes. Junto con otros señores como él; conocía los secretos de las estrellas, las yerbas, las flores, las raíces. Cuando a mi abuelo lo mordió una víbora, lueguito mandaron a buscar al taec de Timoteo.
Yo estaba muy asustado.
-¡Timoteo! ¿Tú crees que tu taec lo pueda curar?
– No tengas pendiente, Juanito. Nacahué ya le dio los remedios para que lo sane.
-¿Y quién es Nacahuè Timoteo?
-¡Acuérdate! cuando el taec nos contó de Nacahué, la diosa madre de todas las plantas. La que vive escondida adentro de la tierra, ¡esa! acuérdate, la abuelita que manda a los topos, las tuzas y las ardillas, con las hierbas que sanan, cuando Kutzule la culebra roja muerde.

 

*********

Desde que Timoteo y yo aprendimos a caminar, no nos alcanzaba el día para pasarla en el campo. Pinole era nuestro cuidador y acompañante. Le pusimos ese nombre, porque cuando nació, eso parecía, un montoncito de pinole, casi blanco, pero no tanto. En un parpadeo pegábamos la carrera, entre El Guamúchil y el pueblo donde vivían los huicholes. Sus casas eran de un solo cuarto, sin ventanas. Las paredes, de piedra y lodo y el techo de zacate trenzado.
En huichol a la mamá se le dice tatei. La tatei de Timoteo tenía muchas ocupaciones. A veces estaba en la cocina, que era otro cuarto aparte, allí preparaba las comidas, nos tenía agua fresca; en una piedra especial molía los remedios y los guardaba para cuando hicieran falta, a los de su casa, o a otros de por allí cerca. Afuera, se sentaba a tejer o a bordar la ropa que usaba la familia. Además de cuidar a sus niños, y a otras personas que llegaban con dolencias, también se encargaba de la casa, la cocina, lavar la ropa, debía arreglar el Calihuey, donde están sus dioses y sus santos.
Lo que más me gustaba, cuando tenía permiso de quedarme algunos días en casa de Timoteo, era dormir mirando la luna y las estrellas. Todos los muchachos aprendíamos del taec, cuáles hay que conocer y seguir para no perdernos, si caminábamos de noche. Mientras nos platicaba, ensartábamos con aguja fina, chaquiras de distintos colores; otras veces, en una tela que nos había preparado la tatei; íbamos bordando los astros del cielo, las plantas de la tierra, tal y como nosotros veíamos los cerros, los árboles, los animalitos, o lo que más nos gustara. Otras veces, tallábamos unos palos delgaditos que servían para hacer flechas; se remojan en una raíz que se llama caechi y las vuelve muy venenosas, esas son para cazar. El taec nos contaba historias de Metzere, la luna y de Tayao, su esposo, que es el sol.
En veces, emprendíamos camino con el taec a las cuevas sagradas, el sitio donde habían nacido o vivían sus dioses. Miedo nos daba la oscuridad, nos espantaban los murciélagos al volar, el frío, y los chillidos de los que colgaban del techo. El taec con sus canciones deshacía el temor. Nos fijábamos en no resbalar por las piedras, hasta llegar al fondo, tan suave y oscurísimo. Había un lago terso, brillante, muy quieto, muy calladito. En las paredes, nichos ahuecados para las ofrendas. El taec mariacán le rezaba a Chacán, el dios huichol de los ríos. Con su permiso, sacaba agua, para repartir el sagrado líquido en los villorrios. En el camino de regreso, el taec cantaba y tocaba su violín, nosotros, además de cantar, juntábamos flores, ramitas de roble, orquídeas, plumas y cuanto hay, para adornar nuestros sombreros y llevar un ramo para adornar el Calihuey. Mi mayor orgullo era el sombrero de palma sotol, que el taec y la tatei me habían tejido a mi medida.

 

**********

¡Qué difícil era regresar a El Guamúchil cuando me mandaban llamar! Mucho peor, si había llegado el maestro ambulante, dedicado a repartir entre los alumnos, sendos coscorrones, orejas enrojecidas, cachetes amoratados, y manos adoloridas por la palmeta. Peroraba hasta dormirnos agrios sermones. Decía que nomás andamos de oquis, sin oficio ni beneficio. Nos repetía una y otra vez, que de grandes íbamos a ser peor que los burros, igualitos a los indios, como los huicholes, o tantos otros. Según él eran salvajes, mugrosos, ignorantes. Yo pienso que no los conocía, pero los despreciaba, hablaba muy mal de ellos y se burlaba. Sin paciencia, yo me ponía a rascar la tierra con mi huarache, en lo que la perorata llegaba a su fin y término.

***********

Era cosa de un mes, a veces hasta más largo, lo que tardaba en volver al rancho don Sacramento Malagón, que así se nombra mi abuelo. Tarde se me hacía por correr a abrazarlo. Teníamos tierras y él además sus recuas de mulas, con las que se iba a comerciar hasta por allá lejísimos, en las costas de Nayarit, pues llegaba hasta la orillita de la mar. Nos contaba que la mar parecía no tener fin, era azul, verde, rosa, anaranjado, cambiaba sus tonos según la hora del día y la alumbrara el sol, o la luna.
Nos gustaba saber, cuántas estrellas fugaces había contado en una noche, si algún animal feroz, un puma, pelando los dientes y a gruñidos había merodeado sus lumbradas, y cómo lo habían espantado. Timoteo y yo queríamos saber de los venados cola blanca, que andan en manadas y cuentan que se mandan señales, y también, si se había cruzado con algún bandolero. La última vez, nos contó el pormenor del Palo de Juana, un arbolón grandotote y hueco, donde esa Juana, solitita la mujer, se defendió valientemente del ataque de los facinerosos, y hasta los hizo salir corriendo.
Esas tierras de Nayarit, por donde comerciaba el abuelo don Sacramento tenían sus apuros, pues el Tigre de Alica a toditos los traía con el Credo en la boca, pidiendo que no se les apareciera con ese gentío que lo acompañaba. El muy maleante estableció su madriguera en plena Sierra Madre, por el Paso de las Golondrinas, allá en el Estado de Jalisco. A según, que andaban con él hartos gringos, y cuentan, que se les echaba de ver que venían del otro lado, no nomás por el color de la piel o del pelo, también, porque se metían en los pies, unos como tubos de lana, para que los calcorros o zapatos, no les lastimaran; a según, se llaman calcetines. ¡Nomás afigúrense! Bien nos explicó don Sacramento, que con pies lastimados, ni quien camine, ni quien se afiance en los estribos.
Nosotros, aprendíamos gustosos, aquellos versitos dedicados al tal Manuel Lozada que tantos años asoló estas regiones y cantaban los arrieros:

Y aunque se escapó a la sierra
Muy pronto fue capturado,
Y dicen que allá en Tepic
Lozada fue fusilado.

Aquí dan fin las mañanas
De un hombre que fue malvado,
Nos libramos de esta fiera;
Que Dios lo haya perdonado.

Para estos viajes, don Sacramento Malagón, iba acompañado de Nivardo de la Torre, su mayordomo, y de los arrieros, cada cual cumplía su cometido. El atajador llevaba a la recua en camino, sin que ningún animal se le desperdigara, al atardecer les buscaba donde guarecerse, prendía la lumbrada, cocía las gordas y algo más para saciar el hambre. El sabanero les daba su pienso a las mulas. Barriga llena corazón contento.
En el jato ya preparado con la carga, las cobijas listas para acompañar el sueño, jugaban a los naipes, se contaban sus cuitas acompañadas del rasgueo de la guitarra, hasta que los bostezos les ganaban la partida. En cada travesía llevaban ocho mulas brutas, es decir sin domar, y aparte otras ocho muy mansitas, que sabían obedecer, y cargaban el bastimento con el que se alimentaban cosa de un mes, mientras iban por los caminos de herradura.
Allá en Nayarit vendían las mulas brutas, y con las ganancias mercaban piloncillo, arroz, cacahuates, cocos de agua y cocos de aceite, frutas prensadas como los plátanos chancla, y frutas secas, que no se daban en Mezquitic. También iba de rancho en rancho cobrando el diezmo que se paga a la Iglesia. Regresaba con las árganas llenas de monedas, que contaditas, le entregaba al señor cura en la parroquia.
Cuando yo estaba en el rancho, ese mi abuelo, don Sacramento me enseñó las cosas del campo: a preparar las monturas, a ensillar los caballos, a darles de comer; a cepillarlos mientras les platicaba, para que me conocieran y el pelo les brillara. Aprendí a montar en silla y a pelo. Aprendí remedios para curarlos si lo necesitaban.
Con Timoteo éramos los ayudantes, cuando las yeguas se ponían a parir sus crías. Era muy emocionante, a veces, nos tocaba jalarles las patitas cuando empezaban a nacer, despacito, despacito. Nos esperábamos, y cuando la yegua pujaba otra vez, dábamos otro tirón quedito y aparecía la cabeza, que al verla hasta nos hacía llorar del puro gusto. Al poco de haber nacido, en pleno pastizal, ya se paraban solitos, los potrillos y las potranquitas. Entonces, la yegua madre empezaba su trabajo limpieza. Cariñosa, con la cría junto la lamía una y otra vez con su lengua muy rasposa, hasta dejar al recién nacido rete guapo. Nos explicó don Sacramento, que esas lamidas sirven para que les circule la sangre y crezcan sanas.

**********

En El Guamúchil me gusta recorrer el campo al galope, oyendo silbar el viento. Había mucho trabajo para mi padre; le ayudaba al abuelo con todas las faenas, pero a él le gustaba más su oficio de cohetero. Aprendió de joven con don Zeferino Jiménez, dueño de una cohetería de fama, cerca del Paseo Nuevo, en la capital. Se distinguió por las chulísimas figuras que hacía para los castillos, por los alegres colores y las muchas combinaciones. Cuando en las fiestas tronaban sus cohetes, y el cielo se llenaba de lucecitas, la gente aplaudía y chiflaba del puro mitote.
Se decidió la mudanza, para que mi padre aprendiera nuevos modos en la cohetería y que nosotros tuviéramos escuela. Mi madre, mis hermanas y yo, empaquetamos nuestros trebejos. Yo tuve que
dejar a Timoteo y a Pinole. Fue muy triste, aunque el abuelo y la parentela nos ayudaron, hubo hartos llantos de despedida. Mi padre ya nos esperaba en la ciudad. Y como el tío Juan vivía en una vecindad, en la calle de Zuleta, por allá fuimos a dar, y nos acomodamos en tres cuartos del rincón.

La vida en la capital.

Al día siguiente de haber cargado las grises orejas de burro, en la escuela, don Severo dijo a mis padres:
-Tengo el sentimiento de anunciarles el pésimo aprendizaje de su hijo Juan. No sirven castigos, ni regaños. He agotado los medios para corregirle. Necesito del auxilio de ustedes para obtener mejores resultados.
-Señor Maestro, estamos preocupados por Juanito, queremos oír su consejo. Allá en El Guamúchil no teníamos escuela. Si acaso dos veces por año llegaba en maestro ambulante, les enseñaba a los chiquillos un poco de lectura, algo de catecismo, a veces uno que otro
pasaje de la Historia Sagrada. Juan asistía sin ganas a las lecciones. A él le gustan las faenas del campo, sentirse y andar libre. Tiene amigos huicholes que le enseñaron palabras en su lengua, aprendió con ellos labores de estambre y de yute, aprendió a dormir en el campo, a conocer las estrellas para orientarse. Su abuelo le enseñó a encargarse del ganado, los cura y sabe montar. Lo poco que lee lo aprendió con nosotros. Algunas noches, a la luz de la vela, su madre y yo le dábamos repaso.
-Juanito tiene buen carácter. Una mudanza tan repentina debe afectarle. Se le dificulta estar quieto en clase. Son largas horas de inmovilidad. Para él, ¡un tormento!… Quizás sería aconsejable llevarle temprano a la Alameda. El ejercicio en el aire puro, el juego, le harán llegar más sosiego. Así, poco a poco, se irá acostumbrando a estar atento en clase. Le explicaré con más calma y le daré pequeñas recompensas, ustedes pueden hacer lo mismo. Pienso que así lograremos que aproveche y se le quite la apuración al muchacho.

**********

Sentado en el patio titiritaba del susto. El corazón parecía retumbarme adentro. Al verlos salir contentos, ¡no podía creerlo!
-¡Vente Juanito! Vamos por tus hermanas. Iremos a dar una vuelta y a tomar una nieve.
El destartalado edificio me guiñó un ojo. El letrero de Colegio Instructivo, chueco y despintado, me pareció una sonrisa.

**********

El sol, modorro entre sus cobertores de nubes blanquísimas, muy poco a poquito estiraba cálidos rayos, para que la mañana estuviera tibia. Las campanas anunciaban la misa de seis.
-¡Ándale Juan! Apenas llegamos.
El patio de la vecindad nos vio salir calladitos. Los serenos con sus perros se estiraban al terminar su trabajo, y empezaba el traqueteo de las Diligencias. De Coliseo, dimos vuelta para la iglesia de San Francisco, todo estaba oscuro y las bancas muy frías. Cerré los ojos, mientras mi mamá me encomendaba a toda la corte celestial, para que yo adelantara en la escuela. Al salir, el sueño se me fue de golpe. Un cielo azul enmarcado por el portón, un aire perfumado y el olor a pan, me dibujaron una sonrisa.
Allí cerca, don Zenón ordeñaba su vaca. Chole, la hija mayor llenaba los vasos de espumosa leche, y Chaya, los entregaba con un bizcocho calientito a los chiquillos escandalosos. Con dificultad formábamos la fila. ¡Era un desayuno que sabía a gloria! Punto y seguido corríamos a la Alameda. Había señoras sentadas en las bancas, otras se paseaban por las veredas, y los señores caracoleaban sus caballos. Entre los muchachos, unos corrían, otros hacían bandos: abajeños y arribeños, o jugaban al tesoro escondido entre los árboles. Las niñas, cantaban La Pájara Pinta o vestían a sus muñecas; no faltaban los pleiteros, ni los remojados en las fuentes, ni los regaños y raspones. Tantito antes de las ocho, nos enjuagábamos cara y manos en el agüita limpia y corríamos hasta el Colegio Instructivo.
Las calles se llenaban de marchantes cantando alegres pregones:
-¡Mercarán pollus!
-¡Pescaaaado blanco!
-¡Re-quesón y melado buenoooo!
¡El melado de la caña de azúcar es una delicia! En las esquinas se vendían atoles compuestos, como el de anís, el champurrado, o el chileatole. Los friolentos, se tomaban su copa de aguardiente y té de hojas de naranjo, o agüita teñida con café y piquete; de pilón a cada cual le daban un sabroso pan blanco, que los dejaba listos para empezar el día.
Para entonces, mi mejor amigo era Jesús María, vivíamos de puerta enfrente, en la vecindad. El Chema, como todos le llamaban, era listillo para el estudio y me fue ayudando cuanto podía. A cambio yo le enseñé a tejer canastos. Mis padres me apoyaban en la escritura, hasta les perdí el miedo a las pesadas orejas de burro. Los sábados, don Severo ya no me lo parecía tanto, me entregaba con una amplia sonrisa el billete de satisfacción, y de premio, una banderita de papel picado. ¡Yo, salía orgulloso!
Antes de llegar a mi casa, le enseñaba a don Margarito Pozo lo bien que me había ido esa semana. Nos tomamos confianza. Empecé, por ayudarle a revolver los colores como me indicaba, y al rato ya sabía, cuál iba con cuál. Era feliz cuando aprendía las mezclas y daban tonos deslumbrantes, que don Margarito iba poniendo en sus hermosas esculturas de madera.

**********

Sin darnos cuenta ya estábamos en junio y los alborotos del Día de San Juan. De cuelga, me dieron una espada de palo y un tambor
de hojalata. Chema y yo jugábamos a ser soldados de artillería. El mero día muy tempranito, caminamos todos hasta el Paseo Nuevo, dónde nos subimos al ómnibus de caballos que seguía la ruta por la Calzada del Emperador, hasta llegar a Chapultepec. Los enormes ahuehuetes parecían saludar moviendo sus colgajos de heno. Las albercas, rodeadas de jardines y veredas, estaban repletas de gente. Entre baños y combates, nos hartamos de peras, capulines y las viandas que prepararon las mamás.
¡En esta ciudad, seguido pasaban cosas de asombro! Un buen día, en el Zócalo y en la Alameda hubo gran revuelo. Vinieron a rentar unos aparatos: ¡eran como un caballo de fierro! En lugar de cabeza tenía una agarradera de cada lado, un asiento, y el sentado iba mirando al frente, y tres ruedas, una adelante y dos atrás, en vez de patas. En la rueda de adelante tenía un pedal para cada pie. ¡El sentado, pedaleaba y dirigía, para irse a dar la vuelta! A esos aparatos los llaman velocípedos.
Se alquilaban a dos reales la hora. Era muy emocionante, ibas más veloz que al montar los caballos flacos que rentaban en Buenavista, las arpas andantes, que les decía la gente. A golpe de pedal, Chema y yo aventajábamos a los chiquillos presumidos, y hasta los chivos jalando sus carritos nos miraban con ojos asustados.

*********

Una mañana el tío Juan llegó muy azorado. El montón de gente de la vecindad se juntó en el patio.
-¡Anoche murió don Benito Juárez!
Todos se persignaron, los hombres se quitaron el sombrero.
-Dicen que fue cómo a las once y media. Prosiguió el tío.
-¡Qué barbaridad! Su familia estará deshecha. ¡Dios lo tenga en su gloria!
-Dicen que murió de una neurosis del gran simpático.
-¡Ay, mi alma! De lo que haya sido, ya fue. Pobre don Benito. Tanto como sufrió. Ya de últimas, hasta sin doña Margarita. ¡Tan buena que era!
-Al rato don Sebastián Lerdo de Tejada, quedará de presidente interino.
-Vaya usté a ver cómo nos va con Don Sebastián. Entre convites y locamotora…
-¡Lo-co-mo-to-ra, mujer, si serás ignorante! Bien dice el periódico La Orquesta:

¡Ay pueblo! ¡cómo te engañas!
no pierden a la Nación,
gobiernos ni oposición
sino tus antiguas mañas.

El duelo fue grande. A los niños nos pusieron una tirita negra en el sombrero. Por esos días, se agotaron los centavos. Nadie tenía moneda chica y hartos andaban malhumorientos. Mi padre decía que en otros lados había refriegas, pleiteros, rapiña, y los macutenos se afilaban las uñas, adueñándose de los caminos. En Colima se llenaron de susto, cuando el volcán escupió lluvia de arena. Y hasta en el Zócalo se armó revuelo, porque se andaba incendiando el Palacio.

*********

Don Sacramento Malagón

 

La infancia pasa el joven guiado por el anciano,
en su robusto brazo apoya este su mano.
De aquí nace el derecho y los deberes de ambos,
ligado el ciudadano con tan estrechos lazos,
debe respetar siempre a los niños y ancianos.

Una tarde calurosa jugábamos al trompo. De pronto en el zaguán hubo ruidos, alboroto. Oímos acercarse las herraduras de unos caballos, y luego, fuertes pisadas de botas con espuelas. Un agudo chiflido me taladró las orejas. ¡El abuelo don Sacramento! De tanto abrazo le tiré el sombrero. Mi mamá y las niñas lloraban del gusto.
-¡Faltaba más, que no viniera a saber cómo se encuentran! Aquí al Nivardo, ya lo acababa la curiosidad por ver dónde viven. ¡Ayúdenlo a bajar lo que les trajimos de El Guamúchil. Hay pencas de miel, tamales de maíz tostado, y para los chiquillos, ¡plátanos chancla de Tepic, que mucho han de extrañar!
Esa noche nos recogimos ya muy tarde. ¡Ni podía dormir del gusto! Al fin, soñé con Timoteo y Pinole. Temprano salí al patio, ¡ya me andaba por enseñarle a Chema, la pulsera de chaquiras que me había mandado mi amigo huichol!

*********

El domingo, muy emperifollados, salimos de paseo. La misa en Catedral, el órgano y los cánticos nos gustaron a todos, más a Nivardo, emocionado por cosas que nunca había visto ni oído. Pasamos por unos almacenes muy grandes, donde rifaban una casita de muñecas. Como no se la sacaron, Isabelita y Lola lloraban a moco parejo, así que el abuelo les compró una para verlas contentas.
Comimos cuanto se nos antojó en los Portales, en los puestos qué por cualquier lado, ofrecían ricuras.
Don Sacramento quería conocer las cosas nuevas que había en la capital. Como era una hermosa noche de luna llena, mi padre se apalabró con Melquiades, un cochero de sitio que nos conocía, para llevarnos a dar un paseo. Me senté junto a él en la carretela, iba muy orondo en el pescante. Enfilamos para San Cosme y los rayos de la luna parecían blanquear los palacios, las calles y cuánto hay.
Ya en San Cosme, nos bajamos en el Tívoli, un jardín grandísimo lleno de árboles también grandísimos, kioscos, fuentes, juegos. Yo abría la boca mirando unas casas de madera empericadas entre los árboles más gigantescos. Dijo mi padre que se llaman Robinsones o gabinetes aéreos, eran para celebrar fiestas y reuniones privadas, pues nadie más que los invitados, estaban allá arriba. La comida y todo lo enviaban desde abajo con unas poleas.
En un kiosco rodeado de vegetación tomamos refrescos de horchata. Había bonitas figuras de piedra en los caminos, fuentes con chorritos, y muchas flores que perfumaban la noche. Pasado un buen rato, se acabó el hechizo, cuando Melquiades nos avisó que era tiempo de volver. Al trote regresamos al Zócalo, Melquiades me dio permiso de llevar las riendas y me sentía orgullosísimo. En el Paseo de las Cadenas, enfrentito de la Catedral, entre el animado jolgorio compramos gorditas de cuajada, y en otro puesto, turrones de almendra y atole, así ya llegamos merendados y a dormir. El reloj de la catedral marcó las nueve, el toque militar de la retreta, anunciaba la vuelta de la tropa, y con música se retiraron al cuartel, y nosotros a la vecindad.

Exámenes, premios y cumplir la promesa.
Noviembre llegó volando. Traía de la mano los exámenes. Mis padres habían hecho dos promesas: una a la Virgen de Guadalupe, de rezarle un rosario con vela en mano. Otra a mí, un día de campo en Santa Anita.

¿Disfrutar queremos momentos hermosos?
Pereza dejemos;
Trabajo gozosos
Trabajo busquemos.

Aprobé en lectura; en escritura terminé los dos primeros cuadernos del Copiador Popular, limpios y bien hechos. Don Severo, los colocó en la exposición de fin de curso.
La noche anterior a la distribución de premios, casi me acabé un jabón de almendras, a punta de tanto restregarme con el estropajo. Estaba cansado pero muy contento y no pude dormir. Todavía oscuro empecé a vestirme: calzón limpio, camisa almidonada, pantalón planchado, medias, zapatos lustrosos. Todo fueron prisas y nervios esa mañana. El desayuno apenas lo probamos.

**********

El Colegio Instructivo estaba flamante. Las paredes recién encaladas, las decoraron con ramas de pino que aromaban el recinto. La plataforma de los invitados de honor, cubierta con una alfombra prestada; como prestadas eran las sillas de alto respaldo, para los ilustres huéspedes. El piso regado de flores marcaba el camino de los principales. Don Severo no cabía en el cuello de su camisa. Cuando el coro cantó, hubo aplausos y latían los corazones. El Comisionado de Instrucción Pública pronunció un largo discurso. Antonio Peña, el alumno más aventajado, compuso y recitó:

¡Feliz, feliz el niño
que por incierta senda
donde su planta débil
apoya con temor,
encuentra el dulce amparo
y el bienhechor abrigo
y la ternura santa
del paternal amor!

Algunas mamás sacaron sus pañuelos, los señores se aclararon la garganta. A nosotros nos entregaron diplomas, medallas y libros. ¡Al fin habían pasado los apuros! ¡Tarde se me hacía para el día de campo! Lo primero fue ir a la Iglesia de San Francisco con toda la familia, a rezar el rosario prometido en el altar de la Virgen de Guadalupe.

********

Día de campo en Santa Anita
¡Al fin llegó el domingo! Cargados de canastas atravesamos el Zócalo. Pasando el cementerio de San Pablo cruzamos el puente, y en el embarcadero del Canal de la Viga, nos esperaba una trajinera especial que había alquilado mí padre. A las diez estaba completa la comitiva. Éramos más de treinta, sin contar a los músicos y a los remeros. La trajinera, tenía un toldo de ramas y flores para protegernos del sol, el piso estaba cubierto de petates y todavía quedaba lugar para los bailadores. Muchedumbre de canoas cruzaban el canal, los marchantes vendían verduras y flores frescas.
Mi padre dio la voz de ¡Vaaamonos! Y en ese momento resonaron los bandolones y las flautas animando al baile. Un jarabe seguía al otro: El Palomo, La Cucaracha, La Tuza… cuando cuenta nos dimos, ya estábamos en Santa Anita.
Caminamos a la casa de mis padrinos, adornada con ramas, flores, faroles. Enormes fresnos nos regalaban sombra y frescura. En el jardín se quedaron los músicos, allí se podía seguir el baile. En el huerto, los compadres pusieron petates para sentarnos a almorzar. En una mesa, las cazuelas rebosaban delicias. Había arroz, chiles rellenos cubiertos de salsa de nuez de castilla y rojas granadas dándoles color, un cazuelón de mole con ajonjolí, otro con enchiladas, rajas y queso, frijoles gordos, adornados con rebanadas de aguacate, porción de cilantro picadito, rábanos, aceitunas; mas tortillas recién hechas y pedacitos de chicharrón. Para que nada se fuera a atorar, pulque curado de piña y almendras, aunque a los niños, nos sirvieron agua de limón con chía. De pilón llegó el café de olla, los cigarritos, y el piquete para los mayores, mientras nosotros comíamos dulce de leche en jarritos, que sacábamos con un ejote fresco, charamuscas y palanquetas.
Tras semejante comilona, paseamos por las chinampas, esos jardines flotantes tupidos de frutas, verduras y verdor. Las chinampas están separadas por canales, donde navegan las canoas cargadas con esos productos de la tierra. Me dijo mi padre que así fue la ciudad hace muchísimos años. ¡Me costaba entenderlo! Seguro, por eso quedaban puentes en algunas calles, lo malo es que abajo no corría agua, se amontonaban basuras y pestes.
Caía la tarde. De despedida se prendieron los farolitos y mis padrinos nos regalaron coronas de amapolas. Chema y yo nos sentamos al borde de la trajinera; con los pies en el agua salpicábamos a quien podíamos.

*********

-¡Juan! ¿vienes conmigo?
-¿A dónde abuelo?
-Regreso mañana a El Guamúchil, será bueno que no te olvides del rancho. Les prometí a Timoteo y al Pinole que te verían pronto. ¡Ya tus padres te dieron permiso!
Sentí que un nudo me apretaba la garganta. Abracé a don Sacramento y corrí a un rincón donde nadie me viera llorar del gusto.
Apenas amanecía cuando cruzamos la ciudad adormilada. Unas orejas, que no eran de trapo, asomaron tras una barda. Luego unos grandes ojos negros y un hocico. Era un burro gris cargado de carbón. Tan trabajadores como son… ¡Me fastidiaba que les hicieran mala fama!
¡Sin olvidar la lección del pasado, tenemos mucho que aprender!
Así fuimos, así somos.

María Teresa Bermúdez
Invierno del 2021.