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Personajes

Ignacio Trigueros Olea

By 5 abril, 2021mayo 9th, 2021No Comments

Los cocuyos resplandecían, Ignacio, removiendo la arena con sus manos, la dejaba escapar. Se le escapaban también las lágrimas, saladas como la mar, que escurrían lentamente por su carita. Pensaba una y otra vez en las palabras de su padre. Por su bien, se iría a vivir con personas ajenas a su familia, en un sitio distante y desconocido.


En esos años se acostumbraba acomodar a la prole, en casa de alguna familia decente, de preferencia con recursos. Si el crío tenía buena estrella, entraba a formar parte de la servidumbre, conviviendo con sus protectores. De acuerdo al trato, tendría techo y comida. Era un intercambio de servicios; la gente que podía hacerlo, adquiría personal de confianza. Los pequeños, casi siempre a partir de los seis añitos, se ganaban un sitio, además de cristiano ejemplo y una buena crianza. Dependían de la bondad y generosidad de los patrones. Muy temprano, en cuanto el sol se asomara, Ignacio debía estar dispuesto para emprender su nueva vida. Lejos, muy lejos de sus padres, de sus hermanos, de ese jarocho puerto donde nació en la primavera de 1805.

Veracruz, el primer puerto/puerta de la Nueva España, en donde bajan anclas los galeones y demás naves, tras surcar el Océano Atlántico en riesgosas travesías, echó raíces en un sitio inhóspito. Lugar húmedo, caluroso, pródigo en pantanos, infestado por perjudiciales mosquitos, cuyo inconfundible zumbido anunciaba morbo y escalofríos. Puerto atolondrado por continuos nortes, chocolateros unos, rugientes y de hueso colorado otros. Carecía de resguardo natural, así que las tormentas tenían paso franco cada vez que se les antojaba, igual que los piratas, si se les ocurría atemorizar a los pobladores con sus desmanes.

Con restos de galeones desguazados, levantaron las primeras edificaciones. Por eso fue llamada “ciudad de tablas”. Poco a poco la
actividad comercial se reflejó en el aumento de habitantes. Juan José Trigueros, gaditano de origen, carpintero de oficio, halló en Veracruz trabajo y mujer. María Antigua Olea, a los veinticinco años fue la madre de Ignacio, el cuarto hijo de la pareja. Un manojo de criaturas en situación precaria. Amenazas de paludismo, peste, cólera y sinfín de enfermedades de mayo a septiembre. De septiembre a marzo, vientos boreales, humedad, calor excesivo y muerte.

En el Puerto de Veracruz algunos días faltaba el agua, en ocasiones a causa de las lluvias persistentes o las tempestades, no llegaban los víveres que les surtían por mar, desde Tlacotalpan y Alvarado. Para dar de qué hablar, el desbarajuste en la Madre Patria, invadida por Napoleón, y sin rey legítimo, ponía en entredicho a la Nueva España y las demás colonias, ocasionando problemas que afectaban el vivir sin sobresalto. Confusión, zozobra, invadían al puerto desde el viejo continente, mientras que rumores de Independencia llegados de tierra adentro, presagiaban guerra y malos tiempos.
A buen seguro la despedida tempranera fue muy triste, dolorosa en especial para Ignacio. Solito en su desamparo, se embarcó el pequeño rumbo al Puerto de Alvarado. La inmensidad azul que lo acunaba, la vista de la playa, las islas que empequeñecían, el imponente Pico de Orizaba, vestido de blanco en compañía de su solitaria y brillante estrella, distrajeron sus aflicciones. En el trayecto los tonos rosas fueron cambiando. El sol pintó de azules y verdes el paisaje. Nubes de algodón jugueteaban en el firmamento, tachado a ratos por el vuelo y la algarabía de las garzas.

Bordeando médanos tupidos de verdor, cuando Ignacio se dio cuenta, entre dos puntas de tierra hicieron su entrada en la albufera, rodeada por las llanuras de Sotavento. Sus ojos se abrían al parejo de su curiosidad. Alvarado, como Veracruz, era multicolor y bullanguero, contrastaba con la tranquilidad del inmenso río Papaloapan, que al instante
mitigó su angustia. Las orillas estaban cubiertas de enormes cocodrilos dormilones, que si no abrían los párpados podían confundirse con enormes troncos rugosos. Yacían soñolientos, mientras las hermosas “papálotl”, que le dieron su nombre al río, por las miríadas que por allí había, se posaban confiadas, en los lomos de los enormes saurios.
El silbato del vapor, anunciando su arribo, hizo que el corazón le diera un vuelco. El amor de María Antigua y Juan Manuel, desde muy dentro lo confortaban. Con el miedo a cuestas, intentó Ignacio disimular su tristeza. Luis Estanislao Hargous, comerciante neoyorkino de gran capacidad financiera, afincado por jugosos asuntos en el sonoro Alvarado, lo aguardaba en el muelle. Elegante, muy educado, recibió al pequeño con cortesía. Tendría el señor Hargous, pocos años menos que el padre de Ignacio. La seguridad y el temple del niño le hicieron gracia.

En Alvarado, en casa de los Hargous vivió Ignacio, a veces confuso, tal vez aprensivo, las notables diferencias entre una familia criolla de escasos haberes, con un padre que ganaba poco, una madre llena de hijos por atender, hijos que compartían el cariño, gozando la libertad y las travesuras en compañía. Fuerte contraste con la familia adoptiva que le daba hospedaje. Debía adaptarse a personas extrañas, extranjeras, áspera diferencia para un niño que en mucho echaba de menos los lazos de afecto y parentesco. A Ignacio, recién llegado, el idioma le resultó incomprensible, las costumbres ni se diga, la religión no era la católica. Arduo y desconcertante aprendizaje: obedecer, servir, comportarse sin
chistar según la disciplina impuesta. Aguantador, no decía palabra, aunque muy seguido se le atragantaran los pucheros.

Inteligente, empeñoso, aplicado, al correr del tiempo Ignacio Trigueros fue ganando el aprecio de Luis Estanislao Hargous, quien al descubrir sus habilidades, lo introdujo en la lectura, la escritura, luego en los números, en la aritmética y las matemáticas; el muchachito pronto supo hacer cuentas al revés y al derecho. Asimilaba la disciplina, los métodos, habituándose a un razonamiento analítico y ordenado. Más tarde, recibió lecciones de teneduría de libros, materia de gran utilidad en las transacciones comerciales a las que Hargous y sus hermanos se dedicaban. Ignacio pudo ampliar su saber y sus capacidades, redondeándolos con el aprendizaje a fondo de la lengua inglesa, idioma de la familia adoptiva.

Probablemente desde los seis años, al pequeño las circunstancias lo orillaron a ser amable, muy correcto; tuvo que aprender a controlar sus estados de ánimo, de acuerdo a sus necesidades, sobre todo tener sensibilidad e irse a ojeo para evitar conflictos. En cuanto a sus vivencias, Ignacio se volvió astuto, observador, preciso; la simpatía porteña supo aplicarla al vuelo, dicharachero y hablador, guardaba la compostura en el momento adecuado, quería ser muy formal, muy respetuoso. Al envaronar, no negó la cruz de su parroquia, sin embargo, había adoptado el modelo de “gentleman” ejemplificado en Luis Estanislao Hargous. Las elegantes levitas de buen paño cortadas a su medida, no impidieron que Ignacio se identificara con los muchachitos descalzos, vendedores de “chucumite con hueva”. Pulía su imagen, el arte del buen decir, se esmeraba en ser correcto, educado en extremo. Convencido de la eficacia de los buenos modales, de su recién descubierta capacidad de ganar dinero, decidió combinarlos con su atractivo y determinación.


El día menos pensado, Ignacio volvió a sentir la calidez de su terruño, sitio de trueque, comercio, intercambio de cuantiosos intereses, lo mismo porteños que ultramarinos.


En tierra como la mar
Y la mar como este cielo
El pescador de fortuna
Echa las redes muy lejos
Y pescar en la noche oscura
Cardúmenes de luceros
¡Es suerte del pescador
Que corre todos los riesgos!

Guillermo Cházaro Lagos.


Moreno de ojos negros, cabello crespo igualmente oscuro, en contraste a la blanquísima dentadura, pulcro, elegante, y con el corazón acelerado, se presentó Ignacio en el Palacio de Gobierno. Culminaban sus afanes. Al cumplir los veinticinco años recibiría el nombramiento de Regidor. Aquel año de 1830, el país, ahora República Mexicana en pleno reacomodo, brindaba condiciones para la buena ventura. Tras largos años al servicio de los Hargous, regresaba confiado en sus conocimientos del comercio, las finanzas y la política; en su habilidad de combinar estas facetas. Joven, carismático, excelente conversador, diestro en la diplomacia, Ignacio Trigueros junto con Cayetano Mirón, fueron designados para efectuar la glosa y examen del papeleo contable, rezagado a rebosar, en el Ilustre Ayuntamiento de la Heroica Ciudad de Veracruz. Ignacio Trigueros quería ser un hombre respetable y con prestigio.

A la vez que ocuparse de sus actividades políticas y comerciales, se ejercitó en cautivar a Petra Barrero Canto, agraciada jarocha casi veinteañera que estuvo a su lado los veintidós siguientes; la dote que ella aportara al casarse, en 1832, fue el fundamento del patrimonio familiar. Petra, era un arrimo confiable para Ignacio en su profesión. Sin amilanarse ante los bruscos cambios en la política, la economía, las veleidades de la opinión pública, o mudanzas varias, Petra se dedicó a procurar el equilibrio en su pequeño mundo, hacer más amable la realidad cotidiana. Atender a Ignacio y los hijos, mantener la casa bien puesta, auxiliar a los necesitados, fueron tal vez algunos de los quehaceres de Petra, para protegerse de un mundo que desde su nacimiento, por ser india e hija natural, le representó una amenaza.

En el desempeño de un cargo político, Ignacio tuvo contacto con todo tipo de personas. El trato, la negociación, el regateo, entreveraban una red de intereses, favores recíprocos, vínculos, que a corto o largo plazo producían beneficios, o en ocasiones, quebraderos de cabeza. Como Regidor, empieza a delinearse su perfil político: tacto y diplomacia, organización y método, una aptitud innata para los números y el manejo de fondos. Veracruz, con el sinnúmero de inconvenientes que lo afectaban, era el centro del comercio; puerto, escala, gozne entre el Continente europeo y la recién establecida República.

En sus años de Regidor, tuvo por encargo diversas comisiones, sobre todo revisar la exactitud de las cuentas del Ayuntamiento, actividad que desempeñó cabalmente en Veracruz, sirviéndole de exhaustivo aprendizaje. Trabajó en el ramo de mejoras materiales, remozando la capilla del Santo Cristo y el descuidado cementerio, que con los nortes permitía macabras danzas de los esqueletos mal enterrados. La viruela, el tifo, la fiebre amarilla o vómito prieto, ponían en peligro la salud de los habitantes, así que se empedraron las calles para evitar encharcamientos nocivos, muladares, focos de infección.

Al mercado, tras mucho batallar le dio un espacio digno; el trazo de la plaza lo ejecutó el general e ingeniero Ignacio Mora y Villamil, mientras que los planos se los encomendó al arquitecto Luis Zaparí, que lo construyó en estilo Toscano, utilizando piedra múcura, coral, ladrillo y bollo; tenía dos plantas, y una fuente de mármol blanco en el patio central.
También se ocupó del saneamiento en el rastro, vigilaba la distribución de agua potable, el alumbrado público, fue auxiliar en la seguridad del puerto, en el buen funcionamiento de la Escuela de Primeras Letras y hasta en el decoro de los espectáculos; en todo tuvo que ver Ignacio Trigueros.

Sonetos y letrillas reflejaban la preocupación de aquellos años por las epidemias:


…el que colérico no quiera morir
En todo arreglado debe de vivir:
De Venus se aparte a Baco abandone
Fresca limonada a las once tome…


Con su actuación como fundamento, pueden rastrearse dos corrientes de su ideología: la tradición católica heredada, y la influencia indudable de los hermanos Hargous, practicantes de un “liberalismo a la inglesa”, que implicaba invertir dinero con riesgo, aprendido seguramente, por el trato personal y comercial continuo que tuvo desde niño con la familia neoyorkina. Ya adulto, procuró Ignacio mantenerse en un segundo plano, sin llamar demasiado la atención. Equilibraba hábilmente las circunstancias y obtenía beneficios; su familia era parte de los vínculos que reforzaban sus obras y trabajos. En reciprocidad, Hargous y Hermanos de Nueva York contaron en México con un elemento clave. Hacían préstamos en pesos fuertes a casas mercantiles, pagos de libranzas, compra-venta de buques y de bienes muebles e inmuebles; fueron socios en la construcción de lanchas cañoneras y de una goleta. Hubo muchos contratos firmados por Luis Estanislao Hargous, Vicecónsul de los Estados Unidos de Norte América, para los puertos de Veracruz y Alvarado.


Petra se ocupó de dar a luz y educar a los hijos, mientras Ignacio se dedicaba a sus negocios. En octubre de 1841, entre lluvia y curiosos, Antonio López de Santa Anna hizo acto de presencia con sus tropas en la Ciudad de México. La Guerra de Texas, la invasión francesa de 1838, acrecentaron la fuerza del ejército; la confusión, que igualmente aumentaba, diluyó los errores de don Antonio, permitiendo que hiciera uso de las facultades extraordinarias, quizás eran necesarias para imponer la paz y regenerar al país. No obstante, sólo un reducido número obtenía beneficios. Los comerciantes del puerto de Veracruz, experimentados y con el apoyo presidencial, ofrecían propuestas alternativas que permitirían subsanar poco a poco el cúmulo de problemas que enfrentaba el Estado.


El gobierno de Santa Anna, propuso un pacto político, para impedir tanto la ruina de los particulares, como el atraso de la producción nacional. Ignacio Trigueros fue nombrado Ministro de Hacienda el 21 de noviembre del 1841, momento en que el conflicto de la moneda de cobre adquiría graves proporciones. Desde la época virreinal, la moneda de cobre se acuñaba sin un plan ordenado ni homogéneo, lo cual afectaba todos los ámbitos, incluyendo el estatal. Las estanqueras de la fábrica de tabaco, tijeras en mano, exigieron a las autoridades doble pago, si lo aceptaban en cobre. Sólo así lograron su sueldo en plata contante y sonante.


El descontento general expresaba la queja de casi un siglo, sin embargo, ante la dificultad de reconocer su origen, resultaba más sencillo achacar el desastre al gobierno. La crisis no tenía fin, circunstancia que utilizaba el Supremo para fortalecer el control y consolidar la unión entre políticos, comerciantes y ejército, aún a costa de su propio descrédito, involucrado y comprometido como se encontraba, en el complejo engranaje de los intereses creados. Las cecas del país emitían monedas sin ningún control; las arrendadas a extranjeros gozaban de impunidad diplomática, y los monederos falsos eran a veces empresarios o militares influyentes.


Es muy importante mencionar, que la plata necesaria para subsanar los graves problemas que aquejaban a México, salía del país sin que se pudiera detener o impedir el contrabando, ventajoso a propios y más a extraños. Otro aspecto fundamental lo representaba el tabaco. El tabaco en humo era una distracción que hacía más soportables las penalidades cotidianas, sin embargo, las pugnas entre los grupos involucrados en este comercio, dieron por resultado la organización de una activa red de contrabandistas, en la que participaban Astucia el jefe y sus charros legendarios: “Los hermanos de la hoja”. Lo mismo que la moneda de cobre o el tabaco, los estancos de pólvora, el correo, el papel sellado, los naipes y la lotería habían perdido su buena fama.


Ignacio Trigueros se dedicó a dictar reglamentos y disposiciones para todos estos ramos de la administración, con objeto de resarcirla, e incrementar los ingresos a las arcas del erario, que se encontraban vacías, pero el gasto público iba en aumento. Simplemente, entre octubre de 1841 y febrero de 1842, se crearon ocho cuerpos militares, con la erogación que ello implicaba. Por otro lado, prevalecía además del regionalismo, la falta de coordinación administrativa.

Respecto a los impuestos, el ministro Trigueros sugirió medidas de control al sistema de cobranza de los caudales públicos, con nuevas formas de funcionamiento para las aduanas, dificultoso asunto tomando en cuenta el poder de los cónsules extranjeros; intentó recaudar la contribución de tres al millar sobre fincas rústicas y urbanas, o los impuestos reconocidos a los edificios de comunidades religiosas, escuelas, beneficencia, sin embargo, los interesados presentaron innumerables resquicios legales para finalmente eludir el pago.


Estipuló por ley una contribución mensual sobre profesiones y ejercicios lucrativos, cuyo cobro se haría en trimestres adelantados; parteras y maestras ingresaban en el número de contribuyentes, adquiriendo así un reconocimiento gubernamental. Mediante el derecho de capitación estableció que “todo varón entre los 16 y los 60 años”, pagaría un real cada mes. Quiso crear una infraestructura que facilitara los trámites, diseñando modelos del padrón de establecimientos industriales, y recibos del pago de capitación, además de
elaborar reglas para aplicar de manera efectiva sus disposiciones.


En los engorrosos tratos, convenios y negociaciones relacionadas con especuladores, empresarios, deuda pública, o el contrabando de oro y plata a gran escala, los intereses creados de los grupos participantes, fueron de gran peso en la toma de decisiones políticas. Este complicado y fascinante tema, en el que las vicisitudes de la Hacienda Pública se entreveran con las formas y maneras de la época, en mi opinión, sería necesario ampliarlo y complementarlo, investigando en los archivos de los demás países involucrados.


En 1843 al volver Santa Anna a la Presidencia, Trigueros retoma la cartera de Hacienda; la dificultad residía en equilibrar las aspiraciones e intereses de los diversos grupos de poder. Intentó nuevamente meter orden en los Estancos del tabaco, de la pólvora, azufre y salitre. Quiso reorganizar la renta de correos, del papel sellado y los naipes; impuso la pena de comiso a las barajas extranjeras, ordenando que las nacionales se vendieran a seis reales en todas las tercenas y estanquillos de tabaco. La renta de la desacreditada Lotería, la puso a cargo de la Academia de San Carlos, y decretó destinar una parte al fomento de las artes en la Academia. La búsqueda de dinero por parte del gobierno, se tradujo en la imposición de cargas que la prensa calificaba de sorpresivas. En su Memoria publicada en febrero de 1844, señaló Trigueros el dramático aumento del deficiente.


México, sin la férula hispana, tuvo un sinfín de obligaciones, herencia de la antigua Deuda Colonial. Los ingresos de las aduanas marítimas, se destinaron al pago de la Deuda Inglesa y otros reclamos internacionales. La extensión del territorio, sus litorales, sus fronteras terrestres, y el valor de sus materias primas; hicieron de México un arca abierta a los intereses de las naciones poderosas.


El contrabando, imposible de controlar en cualquiera de sus modalidades o niveles, afectaba gravemente la economía, en especial el contrabando de oro y plata en las costas del Golfo y del Pacífico, pues las restricciones al comercio exterior, corrían al parejo que la disminución de las entradas aduaneras, hecho que afectaba al presupuesto y a la existencia misma de México, como Nación, si perdía el reconocimiento internacional. El Ministro Trigueros al captar la urgencia de una estructura fiscal eficiente y bien organizada, diseñó uno de los sistemas impositivos más modernos y progresistas del siglo XIX. Su desempeño en la Hacienda Pública, es un espejo de las vicisitudes financieras de México.


Al dejar su función ministerial en manos de Antonio de Haro y Tamariz, en octubre de 1844, Ignacio continuó sus negocios particulares, en especial con los Hargous: “…a estilo llano, verdad sabida y buena fe guardada…”, es decir, tratos verbales sin ningún respaldo por escrito. Se involucró en negocios de armamento y buques, lo mismo que en una mina en Querétaro. Ignacio Trigueros fue encarcelado por conspiración, el domicilio de la calle Chavarría fue cateado, Petra fue su apoyo y colaboró en su defensa con Mariano Otero.


También desempeñó el cargo de Gobernador del Distrito Federal, momento en que mandó plantar árboles e instalar bancas en el zócalo, poco antes de la ocupación del ejército invasor. Los Hargous estuvieron involucrados en la Guerra de Texas, la posesión del Istmo de Tehuantepec y otros muchos aspectos referentes a empréstitos y deuda externa, que tuvieron importancia decisiva en los tormentosos meses que vivió México durante la intervención estadounidense y la relación con Trigueros se convirtió en problema.


En febrero de 1852 muere Petra Barrero dejando a Ignacio y ocho hijos. El país, se hallaba inmerso en continuas dificultades que culminaron con la Guerra de Reforma y una nueva intervención, otra vez por parte de los franceses. El resultado fue el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano. Hacia 1865 Trigueros reinició las reclamaciones contra los Hargous. Por esas fechas, Carlota y Maximiliano le pidieron colaborar con ellos, precisamente en lo que él conocía y le gustaba hacer. La mentalidad demostrada por los soberanos, el carácter activo de don Ignacio, su necesidad de organizar, reglamentar, sus tendencias similares a las aspiraciones de los gobernantes, seguramente influyeron en su decisión.


Desde enero de 1866, don Ignacio, Alcalde Municipal del Ayuntamiento del Distrito Federal, efectuó importantes mejoras materiales en la Cárcel de Belem, organizó las labores de la beneficencia, el servicio de alcantarillado; la Casa de la Pólvora y el Mercado de Jesús los mandó reconstruir. El zócalo además de bancas, hermosos arriates, árboles, tenía fuentes con juegos hidráulicos que refrescaban el ambiente; en las noches de luna no faltaba la música.

Con apoyo de Carlota estableció la Escuela Gratuita de Sordomudos. Tras la caída del Segundo Imperio Mexicano, Ignacio Trigueros funcionario del gobierno usurpador, quedó entre los traidores. Al promulgarse la Ley de Amnistía, pudo volver a la ciudad capital y a sus actividades.

Un domingo de octubre en el 1869, cuando las penurias del país, el tiempo y el descuido habían destruido los prados y las fuentes, que hermosearon años antes el zócalo, caminaba Ignacio hacia el Barrio de San Jerónimo, donde las edificaciones ostentaban un deterioro secular, que brotaba del subsuelo. Entre las “miasmas deletéricas” vivían hacinadas numerosas familias, en casas de vecindad que cobraban cuatro reales al mes. En una casa amplia, que no desentonaba con el paisaje, lo esperaba José María Zayas, secretario de la Sociedad de Beneficencia. Habían alquilado unos cuartos e inauguraban ese día una escuela de primeras letras para niñas.

Concluida la ceremonia, la concurrencia caminó hasta el Callejón del Marquesote, donde otra escuela para niños abría sus puertas. La planta de maestros en ambos planteles, además de Ignacio Trigueros, incluía a Luis G. Pastor e Ignacio Algara. Ignacio Manuel Altamirano, fue “padrino” de ambos establecimientos y escribió una sentida reseña en su periódico “El Renacimiento”.


Pacientemente, Don Ignacio seguía muy ocupado en entretejer los hilos indispensables a su innovador propósito, que de tiempo atrás tenía en mente. Una familia Olid, domiciliada en Tacubaya, conservaba los libros y láminas que habían traído de Francia para el aprendizaje de un hijo ciego, que había muerto. Ignacio, obstinado, constante, consiguió el material y estudió el Sistema Braille hasta dominarlo; lo tradujo del francés al español, haciéndole las modificaciones pertinentes. Cuando estuvo cierto de las ventajas que podrían obtener los invidentes, dedicados en su mayoría a la mendicidad, tomaron cuerpo sus afanes.


Don Ignacio, que tal vez tenía problemas de la vista, aprendió el Braille y le enseñó el método a su primer alumno: Fermín Serrano. Sebastián Navalón, experto grabador y maestro de la Academia de San Carlos, diseñó en bronce un alfabeto de puntos realzados, y cuatro láminas con sentencias morales, que a su debido tiempo utilizarían los mismos alumnos, en la impresión del primer libro en Braille que se editara en México. Fue probablemente Juan N. Navarro, Cónsul en Nueva York, quien le envió a don Ignacio para la escuela, el primer Mapamundi para ciegos. Quería que los alumnos de su establecimiento, tuvieran los adelantos más modernos.


En marzo de 1871, el gobierno de don Benito Juárez le concedió su apoyo. Una parte del Convento de la Enseñanza, ocupado como cárcel, fue remozada, provista de muebles y de moderno alumbrado de gas hidrógeno. Los vínculos que Ignacio Trigueros conservara, los encausaba a un noble fin. Al pardear la tarde en la Plazuela de Loreto, los contornos del Convento de la Enseñanza se desvanecían. Don Ignacio Trigueros caminaba lentamente por las calles mal iluminadas, recorría memorioso el arduo tramo decimonónico que le tocara en suerte. La constante en su vida fue el abandono, del padre natural y del adoptivo. La falta de liquidez, a pesar de su extraordinaria aptitud en las finanzas. Quizás por ello su preocupación por quienes percibía en el desamparo, por querer ordenar su mundo. ¿El recuerdo de su infancia le causaba el dolor agudo en el pecho? ¿La sensación de orfandad, esa primera despedida allá en el Puerto de Veracruz, era una marca indeleble?


Aquel octubre del setenta y uno, le hicieron saber su nombramiento de Director de la Escuela de Ciegos, obra pagada de su propio peculio, pero que desde 1871 funciona bajo la protección del Estado. Ignacio Trigueros Olea, murió en la ciudad de México el 19 de marzo de 1879, sin que los hermanos Hargous pagaran la deuda que reclamara durante más de treinta años.


UNA NOTA: HAY EN MI GUARDARROPA UN BULTO ENVUELTO EN UN TRAPO VERDE QUE CONTIENE MIS LIBROS DE CORRESPONDENCIA CON EL GENERAL SANTA ANNA Y COPIADORES DE MIS CARTAS AL MISMO, CUYOS DOCUMENTOS SON PRECIOSOS, Y QUE MÁS TARDE TENDRÁN IMPORTANCIA, POR LA CLASE DE DOCUMENTOS QUE ENCIERRAN LOS PRIMEROS, TODO LO QUE RECOMIENDO A MI FAMILIA QUE CONSERVE CON TODA RELIGIOSIDAD, PUES MUCHOS DE ESTOS DATOS COMPRUEBAN LA HONRADEZ CON QUE YO DESEMPEÑÉ EL MINISTERIO DE HACIENDA DURANTE MÁS DE TRES AÑOS



El trapo verde con los documentos referentes a su desempeño, no se encontró en ninguna de las dos cajas del archivo personal de Don Ignacio, que sobrevivió entre hongos, telarañas y demás bichos, a más de un siglo de olvido y deterioro. El acervo privado, que él mismo organizó y clasificó con gran minuciosidad, demuestra la clara conciencia que tuvo de la importancia de su trayectoria, como hombre y como político.


Resistieron a la destrucción secular: cuentas, cartas personales, reclamaciones, oficios, una libreta con escuetas anotaciones de gastos, papeles de familia. Los expedientes más voluminosos y completos son sin duda, los que narran su relación con Luis Stanislao Hargous, que dirigía la filial de Hargous Hermanos, una importante firma con casa matriz en Nueva York.

Este Archivo personal de Ignacio Trigueros quedó depositado, gracias a Enrique Trigueros y la familia actual, en el Centro de Estudios Históricos de Historia de México, CARSO, domiciliado en la Plaza de Chimalistac, de la Ciudad de México.

María Teresa Bermúdez Verano del 2020
Año de la Pandemia

ARCHIVOS
AGNM Archivo General de la Nación. México
AHCV Archivo Histórico de la Ciudad de Veracruz
AITO Archivo Ignacio Trigueros Olea CEHM CARSO
ANM Archivo de Notarías de la Ciudad de México
APV Archivo Parroquial de Veracruz
HEMEROGRAFÍA
EL CENSOR Veracruz, 1833
DIARIO DEL IMPERIO México, 1866
EL ECO DEL COMERCIO México, 1848
EL MONITOR REPUBLICANO México, 1846
EL SIGLO XIX México, 1852-1867-1879
EL UNIVERSAL México, 1851


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1868 Observaciones que hace el que suscribe en defensa del Ayuntamiento que funcionó hasta 20 de junio de 1867, a la Memoria municipal publicada por el que terminó en 31 de diciembre del mismo. México: Imprenta de J.M. Lara.


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