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Personajes

LA REINA DEL CHANTECLAIRE

By 11 marzo, 2024No Comments

Ricard Oppisa i Sala.
Revista Lecturas num.175
Diciembre1935.
Colección particular.

Cambiar, variar, transformar, es algo que vivimos momento a momento. En ocasiones nos percatamos de hacerlo, otras, pasa desapercibido, o lo asimilamos despacito, muy despacito; a veces los cambios son abruptos, o parecen serlo, en realidad cada cambio se va gestando, cada uno a su tiempo, a su ritmo. Lo triste ocurre cuando esa transformación se impide, no se DEJA SER a quien la vive.

Reprimir, muy parecido a reprobar, que tiene que ver con haber sacado mala calificación, se resbala hasta llegar a réprobo, que es alguien que está condenado a las penas del infierno. El infierno es, según me contaron las monjas cuando era niña, ese sitio donde van a dar los malos, para achicharrarse eternamente a causa de sus pecados, sobre todo los mortales, porque con los veniales, decían que te confesabas, y santo remedio, así de fácil, una penitencia te resarcía de apuros.

También contaban algunas monjas, medio infernales, que en dicho lugar había un reloj enorme, gigantesco, que decía nunca saldrás jamás… ¡Vaya susto en que una vivía! Porque el diablo, colorado, con cuernos, cola, y pezuñas, aparte, apestando a azufre, nos acechaba de continuo… Pisar una rayita en forma de cruz, ¡pecado! El que pisa raya, pisa su medalla ¡Santa Cachucha! Nos tenían en el agobio, en ácido sulfúrico y hasta el hedor del chamuco nos perseguía, según tanto reporte inventado.

Debíamos portarnos cual modelitos de obediencia, bondad, recato, discreción, etcétera, para convertirnos en santas, como aquellas que andan en los nichos y altares. Ponían de ejemplo a Santa Teresita de Lisieux, y otras chicas que no habían sucumbido a las acechanzas del demonio; el ejemplo más preclaro era Santa María Goretti, recién santificada por no permitir que mancillaran su cuerpo. ¿Y qué sería aquello de mancillar el cuerpo? Conocí a una niña, que su mamá le ponía faja para que tuviera cinturita; la vi varias veces en la natación con tremendos magullones. ¿Sería eso? Cada vez nos explicaban menos, nos hablaban con palabras que no conocíamos y se enredaban en aclaraciones no pedidas, fantasías que terminaban en arcanos MISTERIOS y TONES PARA LOS PREGUNTONES.

Peor para ellas, una ataba cabitos, se hacía bolas como podía, acrecentaba sus temores a ratos, y a la vez surgía la sospecha, de que debía existir algo distinto al pecado, la culpa, los remordimientos, la sufridera continua, el sacrificarse sin comer postre, el rezar por los misioneros que estaban en Japón donde vivían tantísimos infieles, dar limosnas para convertir paganos lejanísimos, que sepa la bola dónde vivían. Paralela a la prédica de la santificación, se abría un abanico de posibles maneras de llegar al reino de los cielos. Podrías ingresar a una Orden Misionera, morir como San Felipe de Jesús y ser la primerita santita de Mexicalpán de las Tunas. Uno de mis hermanos, casi acabó con los Combonianos, ¡así le fue! A mí, ¡ni chicles, dijo Pericles! ¡Y nadita de que me trepen a un altar!

Cuantimenos, con veladoras que tiznan, flores en agua apestosa, tener que aguantar de remate el montón de dolientes, afligidos, atormentados, que me rueguen toditito el día, en vez de hacer algo de provecho. Detesto las caras sufridoras, llorosas. Yo, no seré santa. Pero si acaso me dieran el título, no haré, ¡ni un íngrimo milagrito!

El qué dirán era ley, así que una se acomodaba como mejor podía, a no pecar, o aparentar que no pecaba, a no ser objeto de señalamientos. Me pasó en la primaria, una niña le chismoseó a una monja, que yo había dicho que su mamá parecía guajolote, y yo, totalmente ajena en mi despiste, sólo recuerdo que me castigaron en el colegio, quitándome la única medalla a la que iba a ser merecedora, la de Asiduidad. Si le saco la lengua a mi hermana, tres padrenuestros, si le doy un guantón a otro, diez avemarías. ¡El cuento de nunca acabar! En algunas familias, eso de ser bien portada, alcanzaba extremos verdaderamente extremosísimos. Había niñas que hacían sacrificios, comulgaban, formaban su Ramillete espiritual, oían misa diario, todo por el Niñito Jesús, eran Hijas de María, nietas de José, bisnietas de Santa Ana y San Joaquín. Eran tan santuchas, que únicamente bajo vigilancia estricta y con chaperón salían a comprar sus dulces al estanquillo. Solas, ¡ni a la esquina!

Quizás se trataba de una jerarquía que iniciaba desde las abuelas, cuando de la familia se trataba, pero había a la vez, una exigente asesoría del cura pariente, amigo, o mejor dicho guía espiritual de la correspondiente tribu, que inspeccionaba el comportamiento de todos y cada uno de sus miembros, dentro y fuera de casa. Confesaba los pecados, metía cordón para sacar listón, y buenas limosnas, poniendo expresión de cólico santificado. Visitaba a sus fieles parroquianos, compartía la comida, alguna cenita, observando atentamente cualquier gesto fuera de lugar, cualquier palabra altisonante, cualquier sonrisa reveladora, de que alguno había caído en la tentación.

Las familias tenían los hijos que Dios les mandaba, y la señora mamá paría tras nueve meses de cargar una panza, amamantaba, repartía cuidados, caricias, apapachos, curaba retortijones, denticiones, rosaduras, y batallaba de un hilo con la prole. Además de complacer al padre de las criaturitas, mantener el hogar como tacita reluciente, y tantos otros deberes y compromisos. En tan abrumadora circunstancia, la madre a veces ya no se acordaba ni de su nombre, confundía los de los hijos, reconozcamos que vivía agüitada con esa sobrecarga.

En algunos casos, había tías, abuelas, o alguna otra parienta, amables unas, otras con agruras, que a pellizcos y retobos, corregían, cooperaban a la santificación que ellas no tenían, para que las niñas, a chaleco, fueran por el buen camino. Enjuiciaban a sus amigas, desechando con caras de fuchi, las malas compañías, que quién sabe de dónde, ni cómo, el malévolo interponía en el camino de las inocentes. Las tiítas enseñaban a sentarse correctamente, sin que mostraras los calzones, a saludar con graciosa propiedad, y hacer caravanas. A usar los vestidos que ellas escogían, zapatitos de

moño, puntiagudos como chile pasilla, para caminar como gato espinado, moños en las trenzas, o en la restirada cola de caballo, parecíamos helicópteros, y nos la hacían tan restirada, que hasta se nos jalaban los ojos, y había peligro de convertirse en la Cantante Calva. No opinar, no pensar, no retobar, y obedecer sin chistar. ¡Y no pongas mala cara, niña, que todo es por tu bien!

A según mis observaciones, pienso que las niñas de procedencia extranjera, la pasaban a veces peor, que las que éramos de acá mismo. Jugábamos en la calle, yo era amiga de las vecinas, lo mismo hijas del doctor, que del zapatero, o de algunos extranjeros. Mucho me impresionaban algunas de las casas de estos últimos, generalmente por ordenadas, porque eran pocos hijos, las mamás horneaban pasteles. El papá de una de ellas, casi siempre estaba sentado en su sillón, justo a la entrada, las botas puestas, muy altas, brillantes de tan boleadas, leía, mientras acariciaba un perrazo de orejas puntiagudas. Había también dos señoras austriacas, que sacaban a pasear a una muchacha, las tres, de sombrero y guantes. A la joven la llevaban casi de cuervito, pues no hablaba y mal podía caminar. Oí decir que así quedó por los bombardeos. Con Susana, que vivía enfrente, devorábamos libros, sus papás, judíos de Polonia, eran encantadores, doña Inna, rotunda además de guapa, tocaba el acordeón sentada en la terracita de su casa. Años más tarde y despacito, entendí muchas cosas.

Estas niñas, muy amigas, menos la austriaca, claro, tenían que conciliar sus respectivos usos y costumbres, con los del país. Hubo quienes descendían de familias disímbolas, es decir, la mamá era de una nacionalidad y el papá de otra, como Marcia, que su papá era italiano y su mamá española, pues a México, por diversos motivos, llegaban gentes de otros rincones del planeta. Allí era aún más complicado el intríngulis, pues derivaba y tenía que ver con las Guerras Mundiales; las dos fueron terribles, pero la Primera, donde hubo trincheras, empezaron los gases y demás inventos desquiciantes, sembró la locura que aún prevalece, por generaciones, esas que mantienen el germen de muchas cuestiones que hoy padecemos, derivadas de ese afán hostil que se presentó desde Adán y Eva, y su desconocido Paraíso.

Llegó a tal grado el encono, que se dio el caso, cuando los progenitores pertenecían a países enemigos, que los retoños sufrieron la guerra sin saber, ni entender, porque en esos años se creía, peor que ahorita, eso de que los niños no entienden, ni sienten, ni se dan cuenta de nada. En este singular asunto que voy a contarles, los padres se atrincheraron cada cual en una de las cabeceras de la mesa; durante las comidas los hijos escuchaban volar los dimes y diretes, cañonazos y disparos de uno y otro desavenido, provocando retortijones, mala digestión, socavando para siempre su seguridad. Mamá enviaba relampagueantes miradas a su cónyuge, miradas que le provocaron un molesto tic, y el movimiento convulsivo hacía que sus lentes con aro de oro, brincotearan sobre su nariz hasta que retomaba el control, y ordenaba a una de las hijas:

¡Dit a ton pére, si quiere otro poco de Mousse au chocolait!

A lo que el indignado Herr, inflamado en sagrada y altisonante ira teutona, respondía:

Donner wetter! ¡Ich bin schon sat!

Y tras colocar la servilleta en la mesa, se retiraba bufando como locomotora.

Nada se explicaba. Los padres mismos, involucrados a fondo en sus rencillas, ni en cuenta tenían el desbarajuste en los pensamientos y sentimientos de los chiquillos. Obedecer y callar era la consigna. Igualito que entre los que dirigían las batallas desde sus escritorios, rayoneando mapas, poniendo banderitas, ordenando el movimiento de las tropas, y los que engañados, enlodados, hambrientos, heridos, muertos de pavor, las peleaban cuerpo a cuerpo y morían, o lo que era peor quedaban lisiados, enfermos, enloquecidos o hasta drogadictos. Porque no es lo mismo ver los toros desde la barrera, que andar con el capote en la arena frente a un par de cuernazos. La tiítas, hacían las veces de coro, apoyando a la mamá en sus desplantes contra el jefe de familia, señor de la casa, cuya oficina fuera del hogar proveía lo necesario, y le servía de refugio antiaéreo.

En este hogar, o sea, en este y alguno que otro, además de alcurnia, tenían medios de sobra. Vivían en residencias, rodeados de antigüedades, servicio uniformado, nanas, coche con chofer. Las niñas iban a los mejores colegios, colegios exclusivos dónde los padres debían mostrar, para inscribirlas, un Acta de matrimonio por la iglesia. Eso sí, el pago de la colegiatura debía ser puntual, o la niña era informada de la falta paterna en el Preu, delante del alumnado en pleno, que luego te veía de ladito y con sonrisa amarilla. Bueno, a cambio recibían un excelente aprendizaje, varios idiomas, y clases diarias de moral, que era como llamaban a la religión, por si llegaba un inspector comecuras.

La Reina, a quien me refiero, viajaba preparándose a encontrar, con suerte, un consorte al gusto de la parentela; buscado de ser posible entre la realeza, si es que la niña se hacía merecedora, por su gracia, su educación, y sus talentos. En mi vida he conocido aluvión de niñas, a cual más de queridas, algunas veces, las acompañé en el centro mismo de las disputas que les retorcían el corazón y el hígado, por lo menos. A veces, tal vez ni cuenta se daban, o tal vez la férula era tan despótica, que ni siquiera la percibían.

Me referiré a una de las más insignes, conocida como La Reina del Chanteclaire. Nada tiene que ver con el famosísimo cabaret de Buenos Aires, durante el pasado Siglo XX, pero sí con el savoir faire de la Francia. Muy graciosa, menudita, ojos verdes, muy despiertos a cuánto le ofrecía la vida, talento de sobra, disciplina ejercitada a rajatabla para aprender lo necesario, y convertirse en una Dama. El linaje le venía de siglos distantes y países distintos. La riqueza también, pues desde que la familia tenía noticia, arrancaba la opulencia, allá por los tiempos de la Alta Edad Media, cuando los caballeros portaban vistosas plumas en sus yelmos, caminaban y guerreaban con tremendas espadas o picas, abrumadoras armaduras rechinantes, dejándoles heridas, que ni con cicatricure se desvanecían. Sus respectivas y virtuosas damas, los esperaban supuestamente encerradas en altas torres, o vetustos castillos.

Así que, nuestra Reina en cuestión, heredó mucho temple. Era una alumna modelo, cumplía sus deberes con gusto y exactitud, se le facilitaba el dibujo, solía matizar colores de manera inigualable. También escribía con gran primor, cuando repasaba las heroicas hazañas de sus antepasados, que generación tras generación habían perdurado en la memoria familiar. Sus piadosas y rancias antepasadas, dotaron a la niña, de cualidades excepcionales, que ella aceptaba con humildad, ya que la autoridad familiar, viniendo como venía de voces autoritarias y autorizadas, acrecentaba la sumisión. Obedecía sin respingos las reglas impuestas por las tres mujeres que regían su vida, tal como a ellas se las habían gobernado.

Desafortunadamente, la Segunda Gran Guerra, abrió tremenda grieta entre ambos progenitores, cuyos orígenes, enemistados a muerte por la contienda, los volvió acérrimos contrincantes, que defendían con fragor sus respectivas banderas. Aunque allá en ultramar no tuvieran más parentela, propiedades, ni negocios; el honor, el linaje, les regorgoteaba por las venas. Dejaron de hablar en español, el hogar se trastocó en un campo de batalla, en el que los varones eran el ejército paterno, y las niñas pertenecían al de la madre, enarbolando su furia con apoyo de las tíitas, magulladas por pasados enojos, de siglos pretéritos. La enemistad, como los círculos en el agua de un estanque dónde cayó la piedrita, se extendía al servicio; la cocinera, solidaria con el bello sexo, negábase a preparar lo que al señor le apetecía, y las nanas, pellizcando con furia a los muchachitos, los dejaban con tremendos moretes, en memoria de sus caballerosos ancestros.

Al firmarse el armisticio en Europa, allá por el 1945, el dolor físico y el que se lleva dentro, la ira, la locura desatada, se juntaron con la hambruna, una espantosa miseria, los rencores, contemplar la destrucción lograda por ellos mismos, hicieron de la Post Guerra, un desastre todavía mucho más desastroso qué la guerra misma. Las enemistades y desavenencias no son fáciles de solventar, mucho menos cuando se enquistan en el alma. La cotidianeidad del horror, la violencia a flor de piel, las discordias, los malentendidos, no se disolvieron, ni se resolvieron, al declarar que dejarían de pelear.

Con firmar la paz unos cuantos, la paz no se restableció. Las heridas tardan en cerrarse y dejar de doler; cicatrizar va muy despacito y hacia adentro, mucho más cuando los gusanos del reconcomio siguen carcomiendo desde dentro. Y la guerra, ese estado de lucha perenne que permanece, enriquece a unos, contagia a todos, se volvió costumbre por tanto tiempo de estar en esos descomedimientos. Provocó además la guerra fría: es decir relaciones muy ríspidas, soterradas bajo un manto de educación, en donde el amor se había evaporado, hecho humo, dando paso a una hostilidad sin tregua, sin querencia, cuyo fundamento eran únicamente los cuantiosos haberes que debían cuidar, mantener, acrecentar, cuanto fuera posible, siendo como son, pensaban los susodichos, el fundamento de la felicidad terrenal.

Y los hijos vivían calladitos, muy bien portados, con las nanas, reprimiendo sus sentimientos. Añoraban el calor de una caricia, entre ellos no existían los apapachos, ni los abrazos y sonrisas, entre lágrimas y pucheros, después de unos buenos pleitos de sacarse la lengua, o propinar catorrazos, tan comunes entre la profusión de hermanos. Predominaba el orden, la disciplina, el deber. Brillantes, educados, impolutos, se consideró una espantosa pesadumbre la erupción de barros, enormes como volcanes, en aquellas angelicales caritas. La inminente pubertad hacía su desbocada aparición entre los mayores, y como habían nacido de corridito, año tras año un renuevo, cundió aquella plaga anunciando males mayores.

Crecían los muchachitos, mientras los progenitores, cada cual desde su respectiva trinchera, apretaba las tuercas, con objeto de no perder su dominio absoluto sobre aquella prole, para que no se saliera del huacal. Prefectos, curas, monjas, acordaron su auxilio para conjurar al maligno, que los acechaba. Los varones, encontraron en el disimulo un aliado, mientras que a las niñas, mujeres al fin, les tocaron otro Son. Al presentarse la regla, clasificada como achaque, y con su ristra de dificultades, molestias, fingimientos, de un día para otro, se convirtieron en señoritas casaderas; cómo por arte de magia, nomás subirse a los tacones altos, y ya debían ser adultas, tomaban poses de moda, se pintaban en espera del príncipe azul, su principal prioridad. Difícilmente podían evadirse del estricto corset, y la tenaz vigilancia en que habían crecido, pues eran las guardianas de la honra familiar.

Ella, Reina, Hija de María, de comunión diaria, aprendiz de muchos primores, era graciosa, agradable, culta, muy educada, cumplía todos sus deberes y obligaciones sin rechistar; desconocía lo que ocurría fuera de su cápsula doméstica. Tenía tanto por hacer, tantas ocupaciones sociales, visitaba a los pobres, a los enfermos, ofreciéndoles su generosa ayuda. Crecía y asistía a fiestas donde se bailaba y también sabía bailar con soltura, especialmente el Vals, pero cualquier miradita o señal de algún miembro de su tribu, que nunca faltaba merodeando de cerca y a distancia, le recordaba el Manual de las Hijas de María, que diariamente leía, meditaba, y debía cumplir, poniéndola más tiesa que un palo de escoba,

Bueno, la verdad, era que hasta sus vestidos estaban confeccionados con estratégicos adornos, que desinflaban al galán más apuntado o atrevido. La tiesedad, se enseñoreaba en sus pensamientos y maneras, poniéndolo de manifiesto en su cuerpo, al que se consideraba origen del pecado y todos los males, habidos y por haber. Una acendrada religiosidad, asistencia a las prácticas de la iglesia, sanas tradiciones, estaban al pendiente de la parte espiritual, cuidada y reforzada por el referido Manual, que las Hijas de María debían interiorizar, contando además con la dirección, el apoyo incondicional de su confesor y de la familia. Sin embargo, el aspecto material, representado por el cuerpo, inclinado a la belleza, al placer, la molicie, lo profano, la sensualidad y demás aspectos que alegran la vida haciéndola más completa, fueron tabú para Ella.

Un faro de luz deslumbraba sus ilusiones y proyectos. Al cumplir los 15 años, podría satisfacer el anhelado sueño de Ella y de su parentela, el punto sobre la i que colmaría sus esperanzas y aspiraciones: asistir al Baile de Debutantes, ni más ni menos que en Paris, en la célebre Ciudad Luz. Allí, podría lucir sus agraciadas dotes, bailando el vals bajo los antiguos y multicolores candiles de prismas, en la famosísima Orangerie, del fastuoso y nunca bien ponderado Palacio de Versalles, justo el sitio donde años antes se firmara el Armisticio, que dio una tregua a la humanidad.

Exactamente el 10 de julio del 1958, nuestra Reina sería presentada en sociedad, marcando así el abrupto e importantísimo brinquiño de la chiquitina, a la mujer. Allí alternaría con la créme de la créme. Sus excelsos antepasados europeos, y la pingue fortuna amasada en el Nuevo Continente, conjuntaban el Don, Don, Don, con el Din, Din, Din, indispensables para alcanzar la inefable cúspide. Vestido largo, guantes, y tiara, la convirtieron en una debutante, aplaudida por su donaire al valsear esa noche con su Cavalier. La burbuja del ensueño la envolvió durante los años siguientes.

Peu a peu, llegó el día del inevitable trastrueque, a un entorno más plebeyo, menos reducido. Era una joven inteligente, muy estudiosa, así que se inscribió en la Universidad. Le quedaba bastante lejos de casa, y no hubo problema, aprendió a tomar camiones, y a ocupar el prolongado trayecto en repasar y estudiar. Los espacios, los salones de clase, gente nueva por doquier, fantásticos profesores, estudios que le interesaban, la llenaron de gozo. Algunas chicas, de colegios de monjas, que no tenían hermanos, hasta cierto miedito sentían, al ver tantos cuates juntos en los cambios de clase, o en la cafetería. Pero ella, no se amilanaba ante ninguna circunstancia. Encontró que podía cumplir con su misa diaria y comunión, en la capilla donde un sacerdote conocido oficiaba cada tarde. Ella, siempre traía consigo su pequeño Manual de las Hijas de María, ese precioso ejemplar editado en Madrid allá por el 1862, regalo de su Madrina de Bautizo. Era una verdadera joya, cuyas ilustraciones tenían los textos en francés, aunque el Origen de la Asociación, Reglamento, y Meditaciones estuvieran en español y las oraciones en latín y español.

Su aura, irradiaba un no sé qué, protegiéndola de todo mal, aunque Chicho, un compañero, decía:

No me gusta cómo me ve tu amiga, siento ñáñaras. ¿Me sabrá algo? O nomás me ve al tanteo…-

Transcurrieron los semestres y Ella, discreta, modesta, cosechaba honores trabajando con ahínco. Era maestra de carrera, pues corría persiguiendo camiones todas las mañanas y parte de la tarde, de un centro escolar a otro. Era como el cisne del relato, ni piropos de tono subido la hacían enrojecer, ni se divertía con el palique de otros camionautas, ni gozaba los inspirados boleros que interpretaban con guitarra, los cantores independientes de la Capirucha, a cambio de una sonrisa y alguna monedita:

Perdón vida de mi vida…

Ella, obediente, disciplinada, cumplía su deber; ocupaba los trayectos en preparar la siguiente clase, o en calificar exámenes y trabajitos que les exigía a sus alumnos, para fomentarles el hábito por la lectura y la investigación, pues era una magnífica maestra. A veces, hasta le alcanzaba el tiempo para leer alguna Reflexión o repasar algún Himno a la Virgen María:

Salve, alcázar de refugio,

Torre de David fortísima.

De almenas incontrastables

Y de armas nunca vencidas.

La guerra, sin hacer caso al Armisticio, proseguía como una corriente subterránea, se reflejaba hasta en las oraciones al dios de los ejércitos, las alabanzas a la Virgen, eran expresadas en términos bélicos.

Tenía, la Reina en cuestión, exquisitas dotes, y habilidades innatas de funambulista, al lograr equilibrios rocambolescos, cuando el chofer daba inesperados brincos por los baches, enfrenones por los cafres, y a ella, ni tan siquiera se le traspapelaban los pliegos, cuartilllas, o cuadernos, que calificaba con absoluta seriedad y tesón. Con gran habilidad, diseñó su portafolio para contenedor, escritorio portátil, dónde además guardaba su atesorado Manual de Las Hijas de María, y agregó, un práctico bolsillo con el importe necesario para el periplo de cada semana; el tiempo invertido en sus travesías, estaba perfectamente calculado en horas y costos. Hacía gala de disciplina y distinción.

Las tardes, a mediados de los sesentas, de nuestro glorioso Siglo XX, para Ella se convirtieron en gratos momentos para salir pitando, y escabullirse del deber, tambache que cargaba sin haberse percatado jamás, cómo y cuándo se lo enjaretaron, cuánto había arraigado, ni cuánto había crecido. Su vida consistía en cumplir, obedecer órdenes, mandatos, deseos ajenos. Algunas de sus amigas o compañeras, tras bodas rimbombantes, ya eran señoras, estrenaron apellido, presumían embarazos, hablaban de partos, niños al cuidado de las criadas, maridos con quienes tenían que batallar, agradar, además de satisfacer infinidad de compromisos, muy variados. El título y el quehacer les proporcionaban felicidad, asumían su Cruz, ofrecían sus sacrificios, agradecidas al Altísimo por tanta dicha.

Al ser concebida, ardiste

En caridad infinita:

Tu planta holló del dragón

La soberbia y la malicia.

Reina, observaba aquí, allá, y acullá. Su familia era un modelo de honorabilidad y finura. Ella, en lo personal, sufría de muchas mermas, estaba como quien dice incompleta, vacía, en ayunas. ¿Será que necesitaba un marido? ¿Será que ese marido se trastrueque en nuevas exigencias? ¿Será que a ella no le hacen ninguna gracia los niños llorones? ¿Será que no se ve de amadecasa? Sus dudas crecían, se inflaban cual masa con levadura. A resultas de tanta carrera, había dejado de frecuentar a su guía espiritual, a veces se le olvidaba leer las Meditaciones de las fiestas Marianas, o repasar como debía, el Reglamento de la Asociación de las Hijas de María.

En cambio, le daba tiempo de discutir y tomar café con conocidos, desconocidos para sus padres y las tiítas, convencidos de que la Biblioteca cerraba tarde y el camión tardaba horas, causa, motivo, y razón de sus tardanzas. Ni por mal pensamiento se le ocurriría invitarlos a su casa. Serían muy mal vistos, no tenían pedigrí, ni código postal decente, algunos entrarían a la categoría de pelagatos, otros daban clases, estaban en la chilla, los más pertenecían a la onda y el aliviane. Discutir con ellos, las películas del Cine París en algún café de la Zona Rosa, le abría tamaños ojos, aunque a veces no captaba del todo, muchísimo menos, los albures, ese retruécano de doble sentido, que ella no lograba descifrar, mientras todos se carcajeaban. Que si Fidel Castro y sus barbas, que si el Ché Guevara y su motocicleta, que si las feministas de Atlantic City boicotearon algunas prendas y las quemaron en protesta, a ella le significaban deleitosos descubrimientos, se le dilataban las pupilas, le encandilaban por atrevidos, se ponía chinita, y hasta los pelos se le paraban en punta. Bien decía la Maestra Rosaura Hernández cuando nos daba clase de Paleografía:

-¡Ay niñitas, niñitas, qué barbaridad, me parece que todas ustedes son retrasadas sexuales…!

Y no lo dudamos.

Corrían tiempos revueltos por todo el mundo; en este nuestro México, pródigo en contrastes, los jóvenes alborotaban al igual que en muchos países, las protesta habían empezado desde el 1965. Aquí había tutifruti: unos eran del Muro, otros Troskistas, otros más de la A.C.J.M.; las ideas comunistas, merodeando, tenían a la gente con el alma en vilo, el rosario con las bolitas gastadas, y los santos cargaditos de novenas, y veladoras, para que se extinguieran tantas ideas perversas, llegadas del extranjero. Que si la educación materialista hace daño a la juventud, que si las mujeres andan de mitoteras en las marchas, que si los rusos nos vuelven rojos como tamales. La Universidad, un hervidero de zánganos colorados, y la Reina, sin que nadie se enterara, metida hasta las narices en todo este rebumbio.

Aunque su apariencia muy poco cambiaba, tal vez por cierto temorcillo al juicio de su clan, o por no perder algo de su esencia, muy de a poquito se fue volviendo ajonjolí de todos los moles. Se puso en órbita el satélite Telestar III, los fabulosos Juegos Olímpicos se transmitirían en color a casi todo el orbe. Lo malo, eran esa bola de hijos desobedientes; para evitar disturbios, la Ciudad Universitaria fue ocupada por las fuerzas armadas; sin ton ni son detuvieron casi a 500 personas el 18 de septiembre por la noche.

Cuando el Movimiento Estudiantil estaba en su apogeo, la Reina, sin parpadear, imprimía volantes, los repartía, hacía tortas cubanas, iba a mítines, marchas, y cuanto hay. Hasta el merito 2 de octubre, día del Santo Ángel de la Guarda, anduvo aplanando pavimento en Tlatelolco; por un pelito de tía barbuda, no la pescaron los milicos, pero las corretizas, el terror en el cogote, los gritos, los metrallazos, los charcos de sangre, fueron más que suficiente. Uno de sus cuates vivía en el Chihuahua, donde se refugió como pudo, mientras sucedía la cruenta e inútil tragedia. Semejante experiencia la dejó muy perturbada, se apilaban los hechos que le abrían los ojos a distintos enfoques. De pronto, el Manual de las Hijas de María, que Ella se sabía de cuerito a cuerito con sus Estatutos, Reglamentos, y hasta el capítulo de Esclusión por insensatez, injurias, y demás faltas, lo colocó en el estante de los libros antiguos, sin que le remordiera la conciencia, en ese momento de euforia.

Eso creyó sentir, al sacarlo de la bolsa especial que tenía en su portafolio. La realidad no coincidía con los aprendizajes. Ahora ya no hallaba qué hacer, ya no creía en lo que le habían enseñado, inculcado, o leído. A la par, desconocía otra manera de ser, de pensar, de vivir. El hueco que dejó el Manual en su portafolio, se le acomodó en la boca del estómago, se fue haciendo cada vez más y más grande, se volvió inconmensurable, tan profundo que incluso le daba miedo, le removía culpas. Amarse fue una asignatura pendiente, amar al prójimo tampoco sabía. El amor lo miraba en películas que la hacían soñar despierta. Tuvo nana, no mamá. Sus padres competían, no se amaban, los hijos eran parte de las obligaciones para con Dios; los educaron en su temor y una rígida disciplina. Les dieron todo lo necesario para ser personas de bien, gente decente.

Ella, en la naturaleza y la pintura encontró su único refugio, su inspiración, remedio al sinfín de males que la agobiaban; necesitaba respirar otros aires, asimilar los recientes siniestros, el horror vivido, la violencia muy de cerca, el temor que seguía agazapado, y seguía atenazándole la garganta; muy en el fondo, ese temor le hacía gorgoritos en las entretelas, muy adentro, en las entrañas, cada vez que recordaba a las Hijas de María. Tal vez, contemplando otro panorama dejaran de atosigarla las intermitentes pesadillas.

Decidido el plan, se reunirían para viajar en un solo coche. Su atuendo del día, una de tantas creaciones de las tiítas tenía un diseño, arcaico-tibetano. Confeccionado en gruesa seda lustrosa, a rayas, en tonos de rojo y oro, manga larga abrochada en puño, aplastantes y pesadas charreteras le apabullaban los hombros, mientras profusión de botones dorados, para darle realce, lo volvían ¡un engorro! Nada tenía que hacer con ese modelito, en las eternas primaveras del Valle de Cuernavaca y sus alrededores. Alguien, le facilitó un vaporoso vestido, holgado, las amplias mangas le parecieron alas, era fresco, juvenil, azul, con flores estampadas; al ponérselo, la leve prenda ofició la metamorfosis de la Reina, abriendo paso al Chanteclaire, a una etapa menos solemne.

Firme y decidida, superó algunos atragantamientos, aprendió a manejar, adquirió automóvil, inicio de una autonomía largamente acariciada. Coche, bicicleta, o brioso corcel, ¡daba lo mismo! Ella, podía ir a donde se le diera la gana, ya no dependía de un chofer, ni de casa, ni de camión, para trasladarse; ahora sí, andaba a su enterita voluntad y gusto. Pisando pedales y volanteando como chafirete, se paseaba a placer, visitaba todo lo que nunca antes había visitado, jugaba a los arrancones en el recién estrenado Periférico, que apenitas llegaba a San Jerónimo. Finalmente era libre y soberana, al sacudirse las prohibiciones de mamá, tiítas, y demás mujeres que le cuadriculaban sus horarios. Finalmente cerró el capítulo de Las Hijas de María, sin consultarlo con su guía espiritual, archivando a su vez al Dios de los Ejércitos, y su casus belli. Campeaba la etapa de Peace and love. Finalmente, al descubrir y asegurarse de que un beso no la dejaría embarazada, y en el agua de las albercas no flotaban espermatozoides, como se corría la voz entre las chicas, decidió darse gusto en la parranda y la jarana.

Dirigirse a donde Ella quería, sin que le indicaran u ordenaran cómo, a qué hora, o porqué debía hacerlo, fue una rotunda alegría asociada con la velocidad. Oprimir el acelerador a fondo, la llevaba a recorrer calles, avenidas, carreteras. Sus ansias de emociones novedosas la hacían abrir las ventanillas y dejar que el aire la despeinara, le sonreía al mango que le coqueteara en el semáforo, y de un arrancón lo dejaba lejos. La Reina disfrutaba sus triunfos. Y pronto descubrió que las compañías masculinas podían ser un regocijo, aunque cuando ella manejaba, el susodicho sujeto al descender del vehículo, estuviera lívido de terror por sus piruetas; no era extraño que se olvidara del volante, por hacerle una caricia al copiloto, o porque se pusiera Rimmel, mientras iba a cien por hora.

Cierta ocasión, fascinada por la velocidad, con antojo de algún lance fuera de lo común, eufórica porque la seguía una patrulla, decidió jugarle una broma. Se sintió l´enfant terrible, Papá todo lo arregla. Pisando a tope el acelerador salió a toda mecha en lugar de detenerse, el galán que iba con ella ni pío dijo. Conociendo sus arranques, nomás apretó los dientes. Fueron a dar al novedoso Pedregal de San Ángel, iba pegada al claxon, y así, se escabulleron unos pocos transeúntes de ser arrollados, pues en el Pedregal no existen las banquetas. De pronto, cayó la noche, y al darse cuenta, estaban en una calle cerrada cual ratonera, ni una casa, puros terrenos baldíos, y los asediaba una muchedumbre de patrullas, que con las torretas en tricolor, difuminaban azules, blancos, y rojos sobre las oscuras rocas, y los añosos pirules se retorcían de risa. Uniformados, con armas y cartucho cortado, los bajaron del automóvil, cuando ya los habían etiquetado, por lo menos, de terroristas.

La turbiedad prevalecía en esa atmósfera de temor que no se disipaba. Reina sentía en su corazón, iguales o peores turbulencias a las que confrontaba diariamente. Ese terror interno no la dejaba ni a sol ni a sombra, y las tinieblas agazapadas, sabrá Dios dónde, le daban mucho miedo. Buscaba un refugio, un alguien que en un abrazo calmara sus temores, quería tener novio, pareja, lo que fuera, tampoco sabía que era eso, estaba muy sola, no tenía a nadie. Sus amigos eran para discutir, cambiar el mundo, pero ninguno le gustaba, ninguno insinuaba algo o se apuntaba a algo más, y ese algo más, ni siquiera ella misma sabía exactamente de qué se trataba. Quería ser amada, acariciada, recibir un primer beso, romántico. Ella, nunca había visto que su papá y su mamá se besaran, tampoco la acariciaron alguna vez, ¿o no lo recordaba? Las tiitas, o la abuela, muchísimo menos, sólo la corregían, y las nanas tampoco, aunque esas si jugaban a veces, las hacían reír, les hacían cosquillas, quizás. Quizás las caricias, los arrumacos, los apapachos, estaban prohibidos en su casa, allí, cada quien hablaba sin que nadie se escuchara, y todos, seguían las reglas establecidas. Eran como planetas solitarios aunque siguieran una misma órbita.

En una fiesta, al fin ella dio entrada y él la siguió. A ella le pareció agradable el entremés, nada más que el fulano voló como el polvo al sacudir. Reina, sin desaprovechar el aprendizaje obtenido, aplicó la táctica y fue captando los trámites del ligue, el faje; cada vez más encantada y espabilada, a cada experiencia dejaba atrás un algo del retraso sexual, que de una u otra forma persistía en esos años de extrema ignorancia. Sin caer en la tentación. Así sea.

Y tentación seguramente tiene algún enlace o parentesco con aquello de tentar, bien dice el dicho: el amor es ciego, pero lo ayuda el tacto… porque tentar también debe tener algo que ver con acariciar, que es tan agradable, que pone al acariciado y al acariciador, ensimismados. Total, que Reina, con la castidad medio abollada, aún no le hallaba el modo ni siquiera al tentaleo, pues en medio de aquello, se le aparecía la Virgen Purísima señalando sus faltas, la hacía perder la inspiración, pues la Virgen es Pura y el cuerpo impuro y el sexo malo, y total, tanto pensamiento la descuadraba. Enamorarse, confiar, dejarse ir, sentir el placer que es una pulsación vital, a lo mejor no podía, porque siempre supo y le advirtieron, cuán pecaminoso es el costal de los pecados. A ese su cuerpo se le dificultaba aceptar el gusto, deleitarse, sentir el disfrute, la voluptuosidad, eso era exactamente lo opuesto, a la rigidez y exigencia aprendidas.

La situación en su casa era día a día más tensa. La madre, desesperada, aterrada, no concebía que esa su hija hubiera decidido, por sí misma, hacer los desfiguros que ella como buena madre, notaba en su conducta. Ella la había educado de otra manera, oía rumores de que salía con hombres, hombres de mala entraña, que le habían perdido el respeto, tipejos, a quienes no les merecía ningún miramiento, el ínclito nombre de su poderosa familia. Eran en verdad unos pelagatos sin clase, sin dinero, oriundos de las barriadas, listos en cazar fortunas, y no los quería para esa hija de sus desvelos. Esa niña tan inteligente, agraciada, con tantas dotes artísticas, se despeñaba por el barranco de la perdición, rodeada de pseudo intelectualoides mañosos, pintorsuchos, tipos de quinto patio que no la merecían, pero además de todo, le esquilmaban hasta el último quinto que ella ganaba con esfuerzo, pues eran unos buenos para nada que vivían del aire, andaban en la prángana, y con todo y todo, ella tan contenta de andar en su compañía, y mantener esos enredos.

El tic, que durante años acometía a la señora mamá, casi desde que empezó la furibunda Segunda Guerra, la de los años cuarenta, la que terminara de romper las hostilidades y los lazos con su marido, esa guerra de fuera y de adentro que se había quedado en su hogar, alteraba terriblemente sus estados de ánimo. Era el resultado de tanta preocupación que le derramaba la bilis, la obligaba a ingerir altas dosis de valeriana. Ahora, se volvía cada vez más patente, con tanta desazón por esa hija que le resultara tan descomedida, la sacaba de sus casillas, no la obedecía como antes, ni a ella, ni a la abuela, ni a las tiítas, ni a su confesor. Nomás por aquello del qué dirán, iba con toda la familia a misa de doce, y de allí en adelante, se manejaba como a ella le daba su relajada gana. El papá, desentendido, esos asuntos son cosas de mujeres.

Y la hija, además de sus propias angustias, cargaba el sambenito de ser la causante de los achaques maternos. Inconveniente que en nada modificó su interés, por averiguar sobre las relaciones de pareja, aunque se le dificultaba conseguir alguna, que permaneciera algo más de una semana. Este abrupto trámite, de intercambios con cualquier prójimo masculino que le pasara cerca, sin fijarse en su salud, fueron experiencias muy desgastantes. Simplemente pegaba su chicle, simple y sencillamente, por el hecho mismo. Sin coqueteo, mucho menos ternura, y lógicamente nada de amor. Des -amor que la perseguía, des-piadado- des-lucido- des-gastado. Y ella, sin saber a ciencia cierta qué buscaba, exponía su vida, perdía el rumbo.

En uno de tantos desencuentros tan lastimosos, le prendió la vacuna, es decir, Ella, la Reina del Chanteclaire, quedó embarazada, embarazadísima, y sin percatarse del percance. Se unían la ignorancia, la calentura, y la desgracia. Ella empezó a sentir cambios extraños en su cuerpo. Aquella flojera que no la dejaba ni a sol ni a sombra, a ella, siempre tan diligente y expedita. Sus pechos se redondeaban, y al detenerse a pensar, cayó en la cuenta, y al caer en la cuenta, empezó a vomitar, y al empezar a vomitar, la mamá ató cabitos, y tuvo que confrontar lo que más temía.

La niña había perdido la honra deshonrando a su muy honrada y honorable familia. ¿Qué podría hacer ella, madre de la criatura? ¿educada con tanto esmero? Nadie, ninguno de la familia, parentela, amigos o conocidos, debe enterarse de semejante desliz. ¡Cristo aplaca tu ira y tu rigor! Ya me imagino las caras condenatorias de tanta gente, nos comerán hechos picadillo, y con sobrada razón. Su confesor, ¡Madre Santísima de los desamparados! ¡Ánimas benditas del Purgatorio acudan en mi auxilio! ¿Cómo haré para que esta mancha no escape de sus labios, ni de los míos? Tengo que convencerla ¿de qué? ¿Querrá escucharme y guardar el secreto? ¡Yo sería capaz de amarrarme una almohada, por tal de evitarnos tanta vergüenza! ¿A dónde podríamos mandarla durante los nueve meses? Hay muchas niñas, que se van a Europa, y cuando vuelven ni quien se dé por enterado ¿no? Pienso nada más en fulanita, zutanita, y perenganita, viven en familia, con la hija, como si fuera la hermanita menor.

Así discurría, la afligida madre de la Reina del Chanteclaire. Ella, obviando sus malestares, con desparpajo, evitaba asumir su congoja.

Hija, ¡qué te ocurre, dime, habla!- Acertó a decir la señora mamá, mientras descorría las cortinas y despertaba a la niña.

Sin tiempo a responder, las arcadas matutinas la hicieron volar al baño.

¿Crees que soy tonta y no sé lo que te está pasando? ¡A mí no me engañas! ¡Ahorita mismo me dices, quien es el fulano que te embarazó! Ya me imagino que sería alguno de losbuenosparanadaesperpentosinútilesindiossinguarachenacosintelectualoides… ¡Contéstame ahoritita mismo!

Reina, se tumbó en la cama, el pelo enmarañado, el estómago revuelto, los ojos desorbitados por el susto y el esfuerzo, ni atinaba, ni quería responder. La señora mamá invocó al Dios de los ejércitos, a la Corte Celestial, a los arcángeles y querubines, al padre espiritual y al señor padre de la niña, amenazando revelarles el secreto, a ellos y a la sagrada parentela, las queridas amistades, conocidos de mucha pomada, gente de la nobleza, con títulos, gente tan decente. No era posible invitarlos a la boda, si ella no le aclaraba de inmediato, quien ostentaba la paternidad del futuro integrante de la familia. Todo, a causa de sus perjurios y mentiras, diciendo que estudiaba y trabajaba, cuando en realidad su vida era pecaminosa, depravada, y ahora, salía con que estaba encinta. ¿Quién es el padre de ese niño?

Aquel chubasco de perorata, dejó a la indefensa y confundida Reina tan aturdida, amedrentada, tan cierta de que no tenía otra opción, que respondió muy espichada y con voz queda:

-Mamá, ¡Je ne sais pas!

La señora mamá alcanzó el sillón, para no desplomarse sobre la mullida alfombra. Los aros de oro de sus lentes, parecían tener vida propia, saltaban como grillos en comal, en lo que la señora mamá se atirantaba, se le torcía la boca… En ese preciso instante, aparecieron las tiítas con el frasco de sales aromáticas, justo para impedir que el ataque de furia acabara con los nervios, de por sí ya deshechos, de la señora mamá.

En un susurro, antes de desvanecerse a causa del reciente descubrimiento, madame participó a las tiítas de las desgracias ocurridas, que además, debían resolverse en cortito. A las agrias caras de las tres mujeres, parecían saltárseles los ojos de sus cuencas. En conciliábulo aparte, que no duró ni 3 minutos, acordaron la solución adecuada. Aspiró cada una de ellas el frasco de sales importadas de la Francia, se colocaron por estaturas y la señora mamá expuso el veredicto:

-Chérie, arréglate de inmediato, iremos a consultar al Doctor Cassereau.-

-Oui, mamá…

************

El trayecto hasta el consultorio del Dr. Cassereau fue en silencio. La mamá, al volante, mascullaba su perorata. Las tiítas, pasaban a velocidades pasmosas las bolas del Santo rosario, los dedos deformes por tanta práctica. Reina, dejaba correr las lágrimas que ya casi le inundaban el ombligo. Quería explicar su conducta, decirles que ella sólo había intentado ser feliz, que no tenía intención de ocasionar ningún percance. No entendía bien a bien, porqué tanto secreto y tantísimo alboroto en torno a su persona. Los acontecimientos, las experiencias dolorosas, le apretujaban el alma, sentía mucha vergüenza, no se animaba a decirlo.

Don Auguste Cassereau, el médico de cabecera que auscultaba a la familia, descendía de los franceses llegados a México durante el Segundo Imperio. Era un hombre recto, sensato, honesto. Algo se le rompió por dentro, al contemplar a esa niña, que él había traído al mundo; su aspecto denotaba un sufrimiento y una tristeza apabullantes.

Mientras Chonita, la enfermera auxiliar tan antigua como el consultorio, calmaba y preparaba a la paciente, las tres señoras, en francés, para que otros no entendieran, hablaban, lloraban y discutían a la vez; cada una sabía la verdadera versión de los hechos. Don Auguste, las escuchó con cara de Santo Job, y al sentirlas menos tensas las dejó continuar solitas, como un terceto de cuerdas, el amargo alegato, para él dedicarse por completo al cuidado de Ella, de Reina, que le ocasionaba mucho más preocupación, que la retahíla de disparatados discursos.

La encontró en una tremenda turbación, la mirada en extravío, la inquietud le provocaba espasmos. La imagen era devastadora y Don Auguste se sentó acariciándole la mano; fluyó un nuevo torrente de amargas lágrimas. Con delicadas maneras, pudo abrir el corazón de la paciente, le dejó relajarse hasta lograr tranquilizarla, para constatar las condiciones en que Ella se hallaba. El embarazo era reciente, dos meses a lo sumo…

¿Quieres tener a este bebé para cuidarlo, crecerlo, hacerte cargo de su vida?-

Ella, se retorcía, lloraba, pellizcándose hasta dejarse marcas rojas, agredía su cuerpo, jalándose el pelo como si quisiera arrancarlo.

-¡Je ne sait pas, Auguste! ¡Je ne sait pas, rien de rien! ¡Yo quiero vivir!

-¿Sábes, mon petit, que estás embarazada?

-Cuéntame: ¿Tienes un novio? ¿Se quieren? ¿Quieres tener al bebé? ¿Casarte con el que es su papá?

Ella, empezó a temblar de arriba abajo, carecía de control. Prosiguió un llanto desolado. Sólo incongruencias escuchaba el doctor. Una nueva dosis de calmantes la sumió en un letargo que se prolongó por más de una hora. De pronto despertó inquieta, sobresaltada. El doctor la observa. Ella, en el desconsuelo, se apretujaba la barriga haciendo gestos de nausea.

-Chérie ¿prefieres no tenerlo?

Sollozos, confusión, amenazadoras tinieblas, suspiros de ahogo, humillación, tantísimo miedo, culpas, remordimientos; arrepentirse no servía, y era lo único que le quedaba en claro. Estaba tan temerosa, perpleja, ante tal estupor únicamente emitía incongruentes balbuceos. Por sugerencia de Cassereau, ante una situación tan comprometida, Ella quedó internada en el hospital, tal vez se lograría que recuperara algo de calma y cordura. Un entorno distinto, sin nadie que le hiciera reproches, preguntas, la confrontara, o la criticara, podría ser benéfico por algunos días. Los sedantes, la atención afable, permitieron al Doctor Cassereau averiguar el intrincado proceso, que desembocó en una búsqueda de amor, felicidad, placer, sin idea de cómo llevarla a cabo. Confundía la agresividad con el sexo. Al desconocer la ternura, el cariño, al no saber expresar sus sentimientos, exponía su vida. Su cuerpo, sin saber responder a sus pulsiones, era el origen del mal. Eva, la serpiente, Ella, mujer, el demonio de los pecados, las culpas, los deberes incumplidos; quedaría excluida de las Hijas de María, el Reglamento lo estipulaba claramente, era merecedora del infierno, y de eso tenía culpa su cuerpo sucio, rastrero.

Dignaos, Señora, acudir en mi ayuda. Con vuestro poder libertadme de manos de mis enemigos. Dignaos, Señora, de escuchad mis preces. Y lleguen a vos mis clamores.

Un laberinto de pensamientos hechos nudo, hacían piruetas entre la lucidez absoluta y los temores más inauditos.

-Yo no necesito, ni quiero cuidar de ningún niño, August, quiero vivir mi vida, ¡que no me juzguen! ¡que me dejen en paz! Yo soy maestra, soy pintora, los amigos son muchos, algunos muy chalados, otros menos, otros nomás de pasadita. ¡August, créeme, te digo la verdad! Ninguno se queda, conmigo. Yo quiero amar y ser amada. No me importa nada, nadita, ¿lo oyes? eso de casarme, ser señora de un perengano, no me interesa, ¡quiero gozar mi vida, disfrutar, cantar, reír! ¡Parece que todo lo hago mal! Mis amigas ya no me hablan, se escandalizan. ¡Dices que estoy embarazada! ¿Estoy en pecado mortal?-

Se deshacía en sollozos, retorciéndose las manos…

-Las tiítas me atosigan, mamá me regaña, mis hermanos se burlan. ¡Papá nunca, nunca, me hace caso! ¡No quiero aguantarlos por más tiempo! ¡Tampoco quiero un niño, no sé quién es el padre, ni quiero saberlo! los que conozco son muy brutos, ¡sólo los aguanto un rato y ya!

Hincada, la frente sobre el piso, húmedo con sus sentidas lágrimas, recitaba de memoria pasajes del Manual de las Hijas de María:

-“De mis entrañas te engendré, antes de existir el lucero de la aurora… Veralo el pecador y se irritará; rechinará los dientes, y se consumirá de rabia… Pues que se acercan ya las negras sombras. ¡Oye el ruego y el llanto atentamente! No sea que con culpas agravada. La vida celestial el alma pierda.”-

Doctor Cassereau, tú me conoces, ¡yo no quiero acabar en el infierno! Dime que soy una buena persona. ¡Asegúrame que no voy a parar en el fuego eterno! Acto seguido continuaba la retahíla de temores, recitados con punto y coma:

-“Hermanos sed sobrios y velad, porque el diablo, vuestro enemigo, como rugiente león anda a vuestro alrededor, buscando a quien devorar. Apartad vuestra ira de nosotros, venid ¡oh Dios! y amparadme.”.-

-¿Será cierto que el diablo me pueda llevar, August? Por favor, no lo permitas, ayúdame August, tengo miedo, mucho, mucho miedo. A veces pienso que todo es mentira, pero está escrito en mí librito, te enseñaré el Manual cuando vayas a casa.-

El llanto escapaba en borbotones y disimuladamente se le administraba otro calmante. A la semana, se fijó el día del conciliábulo. Ella tenía pavores insoportables. El embarazo progresaba. Vivía exhausta de tantos miedos, amenazas. Se reunirían los padres con el doctor August Cassereau, para decidir su futuro. En la baraúnda de sus pesares, sin distinguir prioridades, perdida la capacidad de elección, padres y médico, ante la certeza de que ella no quería tener un hijo, y como se ignoraba, o tal vez ni ella misma supo, quien la había dejado embarazada, el riesgo era demasiado. Los padres y el médico, tras horas de dolor, tensiones, discusiones que a nada conducían, y pensando en Ella, optaron por el aborto.

Consultaron al ginecólogo que lo llevaría a cabo, opinó que aún no había un grave riesgo. No obstante, el aspecto más delicado correspondía, en Ella, a su estado anímico. La confusión de sentimiento, pensamiento, culpa, placer, remordimiento, aceptación, pecado, tentación, gusto, disgusto… Se mezclaban al terrible enojo contra sí misma, temor al juicio de los otros, depresión al contemplarse en esas circunstancias.

Por momentos, percibía que su cuerpo llevaba dentro un bebé. ¿Por qué nadie le había explicado exactamente, cómo una mujer se embaraza? ¡De eso no se habla! ¡Son cosas de señoras que no te incumben! Sólo había oído la maldición Bíblica: ¡Parirás con dolor! Sin embargo, reflexiona, no con cada cuchiplanche, como llama al acostón el Federico, una mujer queda encinta. Una pareja puede tener relaciones sin necesidad de traer un bebé al mundo, y puede gozar y disfrutarlo. ¿Cómo entender estas cuestiones si siempre me predicaron que el cuerpo es el malo? ¿Qué es pecado tocarlo, sentirlo? ¿Cómo descubrir la ternura, si cuando bebé sólo se preocupaban por que no tuviera pañales mojados y comiera bien? No hubo susurros amorosos por parte de mamá, ni de mi abuela, mucho menos de las tiítaas, no hubo apapachos, ni arrumacos, ni canciones de cuna. Se cumplía el sagrado deber tan lejano a la calidez de la caricia. ¿Cómo saber qué es eso del amor, si los tuyos jamás te dijeron un te amo?

Ella, la Reina, en su desconsuelo, terriblemente abatida, se puso a desmenuzar sus congojas. El nacimiento de un nuevo ser es un milagro. Ese milagro se evapora, cuando el bebé nace de una pareja que no tiene la bendición del Sagrado Matrimonio, que es un Sacramento. Sólo por ese detalle, se torció la cosa. El pequeño, automáticamente es un hijo ilegítimo. Un bastardo, palabra de origen francés: bastart. Y esa palabra de ocho letras, marca su vida, porque según dice el diccionario, es sinónimo de ilegítimo, espurio, innoble. O también, que degenera de su origen o naturaleza.

¿Será Dios quien inventó estas monsergas? ¿No será suficiente con que se nazca con el pecado original? ¿Cuándo se pondría Dios a pensar toda esta organización y jerarquías, que ya desde antes de aparecer en el planeta, marcan, culpan, y generan rechazo hacia ese ser, que no puede valerse por sí mismo ni defenderse. ¿A quién se le habrá ocurrido esa cuestión de los Sacramentos, que además, son santos?

Ella, al medio recuperarse de los somníferos, que la mantenían en una especie de duermevela, continuaba en sus elucubraciones.

Además, pensaba la Reina del Chanteclaire:

-¿Dónde andará el susodicho sujeto, padre de este inocente intruso? Ese, brilla por cuenta propia, no tiene nauseas, ni percibe los cambios en su cuerpo, ni su parentela le va a leer la cartilla, por tener hijos sabrá Dios con quién, ni por dejarlos al garete como si fueran papalotes. “Estas muchachas de hoy, están hechas como de letras…” Dice la canción de Jaime López, pero de anatomía andamos en la luna.-

Y los muchachos ¿de qué estarán hechos? ¿No seremos más parecidos de lo que parece? Pues parece que sí, nomás que desde hace miles de años surgió la rivalidad, y quizás algo de enemistad, y por eso, tomando de pretexto a la prole y el fogón, que mantienen al mundo poblado y satisfecho, las metieron a la casa, aunque trabajaran también el campo, y todos los quehaceres habidos y por haber. Hábilmente repartieron los papeles y las convencieron de que son muy hacendositas, y “…a darle que es mole de olla…” porque las jornadas son de agobio puro. Y con la ley del embudo, los candorosos llegan al hogar para ser atendidos, y reclamar “el reposo del guerrero.”-

¡Y vuelta a las famosas guerras! que en realidad son matazones por ambición, y vuelta a colgarle a Dios el milagrito, porque a partir de la Biblia, empieza la peleadera, ordenada según ellos, por Dios, que al fin y al cabo, Dios ni dice nada. Deja hacer y deshacer, dar vidas y matar. A mí me da la corazonada, de que todo este embrollo es obra de los que fueron escribiendo cosas, cómo a ellos les convenía, no tal y como fue. Lo malo, es que una no puede enterarse de todo, decirles que mienten… ¡igualito que yo, que por averiguar otras cosas y no saber de mi cuerpo, quedé como quedé!-

Ella, seguía sin descanso, sin puntos ni comas, su monólogo interior.

-Y en un de repente, también las mujeres quisieron poder, bueno muchas se defendieron, porque en Francia, hasta pusieron la “Ley Sálica”, para que las mujeres no pudieran ser reinas. Ellas, siguieron batallando, y emparejados más al parejo, hemos llegado al momento que nos ocupa: la violenta vida, que debería de ser todo, menos eso, pues la violencia es un derivado de la rivalidad, opuesta a la amistad. Y como se dice que Eva fue creada de la costilla de Adán, su suerte quedó en el sometimiento, y eso no se vale, aunque siga igual. Tantísimos siglos de aceptarlo, han dado al traste con la humanidad, dedicada a matar en lugar de conservar, no sólo humanos, también animales, plantas, y de pilón el planeta tierra.-

Llegó el día en que se le practicaría el aborto. Ella, rebelde a la sumisión aprendida, despierta sólo a ratos, guerreaba en sus adentros con un sinfín de diablos, demonios, chamucos y cuanto hay. El doctor August Cassereau, eligió personalmente al equipo para su cuidado, en todos aspectos. Sin mayor problema, el feto fue retirado de su sitio. Como en miles de casos, el penoso asunto, supuestamente llegaba a un final feliz.

Para evitar suspicacias, la familia, dejó correr el rumor de que Ella tuvo, una exitosa operación de apendicitis, Ella volvió sana y salva a casa de sus padres. Su recuperación física evolucionaba satisfactoriamente. El doctor Cassereau, más querido que antes por la agradecida familia, la visitaba regularmente. El médico observaba con preocupación a la convaleciente, notó algunos detalles en su conducta diaria que le parecieron exagerados. Se le había practicado una histerectomía, acordada para evitar percances a futuro, pero sin tomar en cuenta las condiciones de la paciente. Decidió consultar a un colega especialista, y un psiquiatra acudió en su auxilio.

La perturbación no decrecía, a pesar de los poderosos medicamentos que le administraban, era muy dificultoso para quienes vivían bajo el mismo techo, enfrentar sus añejos modos de vida al mirarse a sí mismos, con anteojo de aumento, y contemplar en ella las consecuencias, se sintieron profundamente afectados. Ella, se sublevaba con tremendos aspavientos, gritos, manazos, lo único a su alcance, en cuanto veía las píldoras que intentaban administrarle, quizá presentía el daño. Algunas habían sido utilizadas durante los enfrentamientos en las guerras, la farmacopea adelantó, incorporando medicamentos especiales para que los soldados pudieran controlar sus miedos, las angustias, y empezaron a prescribirlas en ciertos casos, aunque su prescripción dejara secuelas de por vida en los sobrevivientes.

En el caso de Reina, su agresividad subía de punto, no sólo hacia sí misma, también en ataques repentinos contra cualquier persona. Sin otro remedio volvió a ser ingresada, ésta vez, a un modernísimo y elegante hospital psiquiátrico. El tratamiento indicado, consistía en enviar al encéfalo una corriente eléctrica regulada, muy corta; corriente que provoca la pérdida instantánea de conocimiento, y cuyo objetivo consistía en disolver el daño de las células alteradas, restableciendo la función de las células sanas. Probablemente, la electricidad se equivocó de células. Los electrochoques administrados, le provocaron más daño que salud. Invadida su esencia perdió la dimensión de los hechos, se volvió dócil, tuvo buena disposición y obedecía. El psiquiatra consideró benéficos los resultados; la paciente y toditita la familia, parentela, empleados, gozarían de paz y serenidad, ya no tendrían que preocuparse de los peligrosos exabruptos.

Ella, la Reina del Chanteclaire ocupó otra vez su sitio en la sagrada familia, tenía su espacio en aquella casa, pero había dejado de ser Ella, La Reina del Chanteclaire, que intentó ser rebelde, libre, feliz, había brincado la tablita, igual que en nuestros juegos de niñas; ésta vez brincó a la tablita de la locura, que le dejaba vivir en un espacio aislada de la maldad.

María Teresa Bermúdez

Invierno 2023.

El mal que no se cura.
Francisco Sancha Lengo.
1917.