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Personajes

Pancho el Malentretenido

By 2 abril, 2022abril 4th, 2022No Comments

Allá por el 1833, el cólera morbo había matado porción de gente en el país; esa enfermedad dejó viudo a don Marcos El Evangelista. Don Marcos me contó que años después, la malhadada ocupación de los gringos invencioneros, lo dejó solo, en el 1847. Su único hijo, Martín, que andaba por los quince, junto con otros muchachos del barrio y de su escuela, apedrearon los carromatos del ejército yanqui; sin decir ni agua va, unos mercenarios los pasaron a cuchillo.

Don Marcos, roto de dolor, tras irremediables, inútiles y dolorosos alegatos, apoyado por sus conocencias, lo mismo léperos entendidos en chismes del bajo mundo, que personajes encumbrados de quienes era escribiente, pudo rescatar el maltrecho cuerpo de Martín, para darle cristiana sepultura. Cavilando en esto y lo otro, don Marcos, al desperezarse estiraba sus entumecidos brazos. Yo, Pancho, me aparecía a las carreras, con una palangana, un jarro de agua y la toalla limpia. 

Mi nombre es Francisco, o sea el Pancho. Por aquellos años, yo era un pilluelo que mucho le caía en gracia al don Marcos, cuando mordiéndome la lengua, engarrotaba mis manchados dedos sobre la pluma, porque a chaleco quería aprender a escribir bonito las vocales y consonantes. Esas letras que el evangelista desparramaba con tanto deleite, chulas y parejitas, llenando de caricias los papeles que tenían acomodo sobre su escritorio.

 

Curioso armatoste era ese su escritorio, pues a la noche lo volteaba patas para arriba y le servía de cama y domicilio, donde él vivía feliz. Un Evangelista de la Plaza de Santo Domingo, en nuestra Ciudad de los Palacios, la hermosa capital de México, se gana la vida escribiendo cartas a parientes, lo mismo que a enamorados o desamorados, arreglos de familiares, negocios de compra o venta, recados cortos o también largos, o lo que se ofrezca, para aquellos que no saben mucho de letras. En la Plazuela de Santo Domingo, de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México, sitio de alquiler de coches y escribientes, yo Pancho, cada mañana sin pestañear, con la boca abierta, contemplaba embelesado a don Marcos afeitarse la barba y atusarse el bigote, junto a las escasas pertenencias del memorialista de mayor merecimiento en la Plaza. Aparte del escritorio, que cada mañana don Marcos ponía patas abajo, para disimular su cama y vivienda, don Marcos tenía dos banquillos, un manojo de hermosas plumas, tinta de su propia elaboración, que no perdía su brillo ni color, navajas de agudo filo. Tenía varias clases de papel, hojas de papel florete, otras con cenefa de luto para escribir pésames, otras con dibujos de paisajes o corazones para amartelados, y del papel quebrado para emborronar; estos eran sus instrumentos de trabajo. 

Don Marcos me explicó que El Quijote, y unos cuantos libros de sus autores predilectos, le daban pie para hilvanar románticas misivas, sentidas esquelas o sesudas epístolas. También tenía libros de leyes, para ocasiones especiales. Su edad y su honradez le habían ganado un huequito, como quien dice, a perpetuidad, bajo los soportales de la famosa Plaza de Santo Domingo. Su compadre don Epitacio, hábil carpintero, artista, tallista de oficio, con cariño y buena madera de cedro blanco, le hizo en su taller el escritorio de día, cajón de noche, en el que don Marcos acumulaba sueños y desvelos.

El libro de Don Quijote de la Mancha era su cojín, y las añosas arcadas, su cielo raso. A veces me platicaba que él nació en el Reino de la Nueva España, al que llamaban entonces la Perla de la Corona; después de la Guerra de la Independencia, cuando todavía era joven, lo declararon Ciudadano Mexicano. Don Marcos había visto ir y venir coronas, virreyes, águilas de la república y águilas imperiales, uniformes, levitas y sotanas. La Ciudad de México, su ciudad: …emporio de la riqueza…cloaca general del universo… a juicio de alguno de los viajeros que han pasado por aquí, era un caleidoscopio de chillantes colores, que don Marcos admiraba con renovado asombro y entrañable querencia, mientras el límpido cielo azul y el hedor de las acequias, se mantenían tan imperturbables como sus palacios y vecindades.

En las fechas en que México, por segunda vez se volvió un Imperio, gobernado por don Maximiliano y su esposa Carlotita, yo era un prietillo muy cuco que andaría por los doce abriles. La generosa metrópoli me daba cobijo y me veía envaronar, al igual que a tantos otros huérfanos que con tantas guerras, invasiones, trifulcas, ¡y sabrá Dios qué más! nacíamos por dondequiera. A muchos los dejaban en las puertas de Catedral, o de una iglesia, si corrían con suerte alguien los encontraba, si no, pasaban a las listas de difuntitos, que a según iban a parar al limbo, celebrados el primero de noviembre por la festividad de Todos los Santos.

Cada noche, yo dormía arrimado en un sucucho que doña Bibiana me arreglaba, encimando unos costales para no pasar fríos. Bibiana, la morena jacarandosa y reluciente de limpia, que por su buena sazón y mal hablar ganó tanta fama, colmando de parroquianos las mesas de su almuercería. Don Enrique, su marido, era un jarocho enteco que renegreaba alrededor de los ojos y los dientes. Peor de mal hablado que la Bibi, ocupaba el ombligo del local, entreteniéndose en el puro palique y en llevar nota de los deudores, es decir los que comían de fiado, que allá cada viernes y San Juan, pepenaban algunos reales para cubrir religiosamente sus cuotas, guardándoles eterno agradecimiento a los dueños del figón El Pino. 

Don Enrique tuvo un accidente cerca de Xalapa, trabajando en la construcción del ferrocarril; como Dios les dio a entender, él y su mujer un buen día recalaron en la capital, para cobrarle al gobierno de Santa Anna. Cansada de tantas vueltas, antesalas, promesas, y cada vez más escasos de dinero, le avisaron a la familia, que la Bibi prefirió montar un puesto para vender comida. Y aquí se quedaron. Su esfuerzo, su manita santa para sazonar, y su buen humor, les dieron techo, mesas y un lugar fijo en la Ciudad de los Palacios.

Para la Bibi, que no tenía hijos, yo el Pancho era su cosijo; cada mañana, a las cosquillas, risas y apapachos, después de la persignada seguía el trajín. Yo me arremangaba el calzón para irme a sacar el agua de la fuente, y ayudarle al ñor Saturnino, aguador de patente, a repartirla por el barrio. Después de lavarme muy bien las manos, mi gala, colgando del pescuezo era una bolsa de cuero, a donde yo el Pancho iba echando los rojos y relucientes patoles, suministro en prenda, de la agradecida clientela de ñor Saturnino. Por cada viaje, un frijolito colorado que los sábados sin falta, al final de la jornada, se cambiaban con los clientes por monedas contantes y sonantes. Ñor Saturnino tenía sus entregos de cajón; los pesados chochocoles lo pandeaban al empezar, ya después ni los sentía y se dedicaba a vacilar. A diario y puntualísimo surtía de agua a los hogares y algunos baños de reconocido aplauso, entreteniéndose en sabrosas pláticas, algún tentempié, y saludos desperdigados en el ir y venir de la fuente, a los sitios que ocupaban sus servicios. Fue así como me hice conocido, y luego, amigo de Matilde, que vivía en la calle de la Cerbatana, dónde ñor Saturnino entregaba chochocoles diariamente. Mati, con sus hermanos, muy seguido estaban en la Plaza de Santo Domingo, y allí nos poníamos con don Marcos a jugar a las palabras.  

A mí, el Pancho, don Marcos me enseñó a más de las letras, los números, y las cuatro cuentas, y yo pelaba los dientes si no me las hacían claras. De ñor Saturnino el aguador, que muy poco entendía de números, recibía mis tlacos cada sábado, a veces hasta un real o tantito más, si le había ayudado a capar algún gato argüendero que les quitaba el sueño a los vecinos, si éramos cumplidos en los encargos de las señoras, si entre maña y disimulo, repartíamos contestas de cartas de amor, o si nuestras escobas bailaban dejando bonita la calle, para la celebración de algún festejo. Me despedía de ñor Saturnino, y ya don Marcos esperaba su agua para acicalarse con esmero. Contentos, relimpios y saboreándonos las ricuras, íbamos a parar al figón de la Bibiana, donde nos aguardaban las tortillas recién hechecitas y los guisos de rechupete.

Yo el Pancho, corrí con harta suerte. Supe por don Marcos, que mis padres vinieron a dar a la ciudad, y lo único que tenían era hambre y a mí, de chilpayate. La Bibiana la puso a ella de ayudanta y él buscó destino como soldado. Al poco rato, allá por el 1862, a él lo mandaron a defender la Puebla de los Ángeles, en las filas del general Ignacio Zaragoza, cuando los franchutes apersonados en el puerto de Veracruz le reclamaban los dineros a don Benito Juárez, que era presidente. Mi tata ya se había ido a pelear por la Patria, y ella acá solita, supo que estaba de encargo. Don Marcos, en una carta que mandó al Fuerte de Loreto, le dijo la noticia. Pero alueguito se supo de su baja. Al par de meses, ella y la criatura murieron en el alumbramiento, y yo me vi solo en el mundo. Nomás me quedó el cariño de la Bibiana y el don Marcos, ocupados en alimentarme el cuerpo y el alma. La Bibi me tenía de cosijo, el evangelista sentía consuelo al pensar que sus libros y trebejos no se quedarían sin dueño, y yo, tomado de su mano, orgulloso, recorría la ciudad deletreando casi a gritos las palabras que se cruzaban por mis ojos, con tal de alegrarle el alma a mi preceptor. 

A media mañana, tras el sabroso almuerzo y recuperada la fibra, acompañaba a doña Bibi al mercado. Livianos como las canastas vacías, volábamos hasta la calle de Roldán. A la sombra del paredón del Convento de la Merced, y de otros viejos edificios, de muros apestosos de humedad por el continuo remojo de agua estancada, del famoso Canal de la Viga, se armaba el tianguis y su infinidad de tenderetes. Muy ordenaditos y limpios se ponían por filas los comestibles, las carnes, las yerbas, las plantas, loza, quesos y cuanto hay; llegaban en montonal de barcas repletas de productos de la tierra o de manufactura. 

También había los de muy lejos, eran los hábiles arrieros y sus vistosas recuas, que comandaba la mula capona sonando su campanita. Los marchantes llegados de tierra caliente cortaban camino por Cuernavaca, hasta Chalco, y desde allí embarcaban sus mercaderías; venían chinamperos de Xochimilco, rancheros o regatones de Ixtacalco y Mexicaltzingo. Los muelles eran una fiesta de color, los cántaros de la fruta de horno, los comales sobre braseros atizados por carbón, parecían panales donde se apiñaban glotones y antojadizos, despedían aromas que se confundían entremezclándose a los tufos de la basura, y a las miasmas de las aguas negras que salían de los albañales, pero la muchedumbre relajienta, los cadenciosos pregones, el estira y afloja del regateo, la música, los cantantes y bailadores, contagiaban su animación a la concurrencia, y lo desagradable ningún prójimo  lo sufría. Bibiana, amarchantada donde le daban buena calidad y precio; me regalaba los pilones, para que le convidara a don Marcos, empeñado en darme el aprendizaje de números, caligrafía, y lectura, porque nunca falta un huérfano para un deshijado.

Casi del diario, doña Bibiana y yo nos dábamos una vuelta por el Baratillo, sitio de compra, venta y cambalache de cosas viejas, usadas o robadas, que le hacía honor al nombre, porque cuanto hay se conseguía más barato. Allí yo tenía mis compinches; nos arreglábamos haciendo trácalas y trucos para sobrevivir. Huérfanos igual que yo, le buscábamos a la vida. Sabás de la Uña, el mero mandón del comercio en el Baratillo, me examinó en escribir, en leer, en números, en cuentas; quedó satisfecho, y desde ese día me dijo que le avisara a don Marcos, que yo el Pancho, ya era su ayudante.

De vuelta a la fonda de la Bibi, dejaba las canastas de la provisión y me acomedía en la cocina. Picaba cazuelas de cilantro y perejil, los chilitos, jitomates, cebollas y ajos para las salsas, me ponía a fregar los trastes, ollas y cazuelas, o a limpiar la fruta de los huacales, asegún lo que se precisara. Ya que don Marcos se había echado su siesta, me sentaba a columpiar los pies en el banco de los clientes  para echar renglón, o leer en voz alta un párrafo, que el escribano oía muy atento, para corregir al pupilo si cometía falta. Dábamos por cumplida la lección, cuando se aparecía algún cristiano necesitado de escritura. En ese momento me salían alas.

Las calles me veían cual chiflido escabullirme entre la gente. De vuelta al Baratillo iba derechito a ver qué se le ofrecía al mero jefe. Sabás de la Uña, amigo de los Bandidos de Río Frío, de los Plateados, de los Hermanos de la Hoja y de Astucia su mero jefe, cuando venían de allá de Michoacán. Desde que me nombró su achichinque me tuvo ley. Yo Pancho era su empleado, su recadero de confianza, decía que me lo había ganado por valiente y cumplidor. Nomás por mi medio, Sabás le mandaba decir sus planes a Julita Palacios, la mejor bailarina del cuerpo coreográfico de El Principal, que por motivo de la ocupación, era ahora el Teatro del Ejército Francés, muy celebrado por representar el cascabelero y provocativo vodevil. Julita, vivía en el Callejón de López, a donde se llegaba por un laberinto de vecindades y cuartuchos, esparcidos en la estrechura de los pasadizos; tan poblado de horizontales y macutenos que muy pocos se animaban a entrar. 

En los tiempos difíciles que corrían, por razón de tantísimo aventurero y mercenario, que pululaban en el país con las tropas de don Maximiliano, me correspondía escoltar a Julita a través de los tenebrosos cuchitriles. Por esos recovecos dificultosos habían sentado sus reales los de la contraguerrilla, la del maldoso y despiadado coronel Du Pin, cada que se apersonaban en la ciudad. A ese Du Pin, barbón con sombrero mexicano, fumador de habano, y dueño de tamaño perrazo come cristianos, lo rodeaba una bola de engendros, se los trajeron de quién sabe dónde, con muy buena paga, que acrecentaban gustosos con sus malas mañas. Los mandaron contra los valientes chinacos, de camisas rojas y sombrero de palma, que defendían a la Nación y atacaban los convoyes extranjeros al entrar por Veracruz. Ristra de fechorías dejaron a su paso, hartas crueldades corrían de oreja en oreja.

  Yo, el Pancho, por órdenes de don Sabás había de cuidar a Julita y llevarla al Recreo de los Chupamirtos, la pulquería que por las noches era oficina y cuartel general de mi jefe, el de la Uña. Esa pulquería era muy famosa, por las jugadas de la rayuela y el rentoy dónde los parroquianos apostaban hasta los huaraches; no quedaban atrás las almidonadas enchiladeras y sus apetitosos adobos, sus músicos albureros, y sus bailadores sin rival. El Chuchumbé, el Pan con Manteca, los jarabes, boleras y sonecitos, resonaban bulliciosos, sin que las pendencias o algún acuchillado, interrumpiera el fandango. Julita era una china muy decidida, sus encantos tenían alelado al de la Uña. Les daba el quien vive a las muchas bailadoras del local, chifladas por imitarle los pasos, y esos meneos, a ratos tan lentos y suavecitos, que acallaban hasta las liendres. Julita, entusiasmaba a Sabás de la Uña, y a la bola de agachados y fascinerosos que frecuentaban el Recreo. No nada más por lo rechula que era, también porque enseñaba las pantorrillas en sus bailes. De primeras dejaba a los parroquianos sin aliento, pero las volteretas, los hacían gritar a todo pulmón, coreando a los músicos, y echar chiflidos de arriero; al rato no tardaban las demás mujeres, algunos hombres, y hasta el chiquillerío, en entrarle a la bailada. Cuando me cansé de brincotear, el regocijo estaba en su apogeo. Sabás de la Uña, me acomodó su sarape en un rincón y al rato estaba bien dormido. Al fin del jolgorio, Sabás me terció sobre su hombro hasta dejarme en ca´la Bibi, con todo y su sarape para que durmiera calientito, porque ya empezaba a enfriar. Me arrebujé, soñando que cuando fuera grande, sería valiente y generoso, para comprarle un cojín a don Marcos. La luna soñolienta bañó de luz plateada las callejuelas y zagüanes. Las campanadas del reloj de la Aduana avisaron que llegaba la hora del sosiego, y don Marcos, el evangelista de mayor merecimiento bajo los soportales de la vieja y destartalada plaza, se dejó invadir por el inmenso cariño que sentía por su ciudad.

Marìa Teresa Bermùdez

2022 año del Covid con cólera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

GLOSARIO

 

ARGÜENDE  Chisme, averiguación, enredo.

ACHICHINCLE El que de continuo acompaña a otro.

ADOBOS Caldo, salsa que sirve para condimentar.

ALBURERO Que gusta del retruécano o doble sentido.

BOLERAS Bailable.

CAPONA Mula que guía la recua.

COMALES Disco de barro para cocer tortillas o tostar granos.

COSIJO   Persona respecto de otra que le ha criado como hijo.

CHINAMPA  Terreno de cultivo en las lagunas vecinas a la Ciudad de México.

CHOCHOCOL   Cántaro grande que usaban los aguadores.

CHUCHUMBÉ   Bailable prohibido por la Inquisición.

ENCHILADERA   Mujer que hace y vende tortillas enchiladas.

FIADO   Pedir, adquirir algo sin pagar en el momento.

HORIZONTALES   Sinónimo de Prostituta.

HUACALES   Servían para cargar mercancías.

HUARACHES  Calzado de suela y correas.

JARABE   Baile popular típico.  

MACUTENO   Ladrón, ratero.

ÑOR    Apócope de señor.

PAN CON MANTECA   Bailable lascivo, también prohibido.

PANDEAR   Acobardar.

PATENTE   Despacho para ejercer un empleo.

PATOL   Colorín, semilla de color rojo semejante al frijol.

PILÓN   Lo que se da por añadidura.

PULQUERÍA   Expendio que vende pulque.

RAYUELA    Juego de gente común.

REGATONES   Revendedores de Xochimilco.

RELAJO   Barullo, desorden. Relajación de costumbres.

RENTOY   Juego de naipes.

SONECITOS   Composiciones de música popular bailable.

TENTEMPIE   Refrigerio

TLACO   Moneda ínfima.

VACILAR   Hablar en broma. Pasar de lo serio a lo jocoso.

 Don Francisco J. Santamaría en su Diccionario de Mejicanismos, opina respecto

 a vacilada, vacilador, vacilar: Es término de muy mala crianza y de gente plebeya. 

La primera edición data de 1959.