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Relatos

Un granito de sal

By 8 noviembre, 2023No Comments

Tacho Rabietas tenía varios hermanos, tres antes que él y tres le seguían en escalerita. En medio de tanto rebumbio, al Tacho, los mayores le ordenaban, lo ninguneaban, hasta uno que otro coscorrón o pellizco le tocaba de cuando en vez; a Tacho, se le hacía fácil repetir lo mismito con los tres que venían detrás. Le costaba mucho trabajo que alguien lo escuchara, respondiera calmadamente su titipuchal de dudas, lo tomara en serio, como a los grandes. ¡Ni quién le hiciera caso! Al sentirse tan solito y su alma, descubrió que si se portaba mal, pero muy, muy, muy, mal, hacía berrinches de a peso, con gritos, alaridos, y patadas voladoras, al menos, le caían las regañizas. Tacho quería averiguar lo que no entendía, pero no atinaba ni a quién, ni en qué momento era oportuno preguntar. 

Pasado el rato, por desquitarse, hacía renegar a las gemelas, desparramando sus comiditas preparadas con flores. Para acabalarla, molestaba al bebé y empezaban los chillidos. 

Su mamá era bióloga, o sea que estudiaba, investigaba, experimentaba, las cuestiones de la vegetación, las plantas. Tacho era su mejor oyente, y a Candelaria Terán, le encantaba explicarle, platicar largo y tendido, pero nunca faltaba alguna interrupción urgente, que a Tacho lo hacía enfurecer. Candelaria cortaba y cosía la ropa de sus hijos, pues para no desperdiciar y gastar menos, hacía cambalache de tallas y modelos, conforme la pipiolera crecía. El Tacho, enojoso, le enmarañaba los carretes, le escondía los patrones de cortar, la regla de medir, por eso, menos tiempo tenía la doña de platicar con él, de responder la retahíla de porqués que le salían seguiditos, uno tras otro, sin acabose. A las cuatas, por molestón, les ensartaba botones en las trenzas, les pegaba chicles en los zapatos, remojaba sus muñecas; al más chico, le colgaba colitas donde se le ocurría, o lo amarraba a la pata de algún mueble, con telas que le sobraban a la mamá, hasta que el pobre berreaba y moqueaba para que lo salvaran del Rabietas.  

A su señor padre, nomás llegar lo atosigaba a preguntas; don Edelmiro Malagón, ingeniero agrónomo, le respondía con paciencia y parsimonia, percatándose de las capacidades del muchacho, pero al Tacho, la preguntadera le salía en impetuosos borbotones, que ahogaban al más paciente interlocutor. Don Edelmiro, obsequió a su hijo Atanasio un Diccionario para encausarle la curiosidad. Era un derivado de su naturaleza, porque Tacho era tan inteligente como metiche, rete entrometido, su gusto era indagar, le interesaba descubrir el porqué y el cómo de toditito. Consultaba para sonsacar respuestas y elucubrar sus conclusiones. Con tal de averiguar hablaría hasta con el diablo, porque el Tacho era muy valedor, tanto, que al mismísimo satanás hasta los pelos le contaría, pensando, claro, que no tendría muchos, por aquello de los cuernos. 

 Al pobre Tuercas, un perrillo con la pelambrera tan enroscada, que a esa debía su nombre, le colgaba tiliches dejándolo cual espantapájaros, a veces, engarrotado, sin poderse mover a su gusto, por los zapatos de las gemelitas que Tacho Rabietas le metía, uno para cada pata, eso sí, con las  agujetas bien apretadas, no sea que se le fueran a salir, y corriera el Tuercas más rápido que el Tacho, y a él, no le convenía que nadie le ganara, cuantimenos un canito ladrador tan esmirriado. 

Ese Tacho tenía su refugio en Agripina Ochoa, la cocinera, que de vez en cuando le daba consejos, eso, si no estaba atareada en arreglarse sus cansados ojos, anegados de lagañas que la hacían sufrir, por verdes y pegostiosas. Tacho, era su consentido, y la cantaleta de Agripinita consistía en decirle: 

Tacho, pon tu granito de sal, para que haya paz. 

Tacho le ayudaba del diario, a echarse en cada ojo chorritos de jugo de limón puro, que le ardían rete harto, pero su comadre doña Sinforosa Galiparla, la vecina yerbera, que sabía dónde anidan las huilotas, se lo había recomendado como inmejorable remedio para las chinguiñas. Aparte, para no sentir la molestia de la luz, Agripina Ochoa había de traer cubiertos, los dos ojos, por un par de anteojos rete bien oscuros, hasta con tapitas a los lados, pa´que no le entraran de refilón los rayos, así, en algo protegían a la chaparrita de la Agripina, del ardiente sol de sus dolencias, causante de su tormentoso malestar.  

El papá de Tacho tenía unos viveros muy cuidados, donde sembraba y hacía crecer árboles, plantas, flores, ¡una chulada de lugar! a las orillas de Tingüindín, muy cerquita de Tangamandapio, Tocumbo, y Cotija, donde había nacido Candelaria Terán. En Tingüindín, de clima muy benigno y apacible, todo se daba con primor. Tacho tenía por obligación regar cada tarde los arbolitos recién sembrados, cuidar que asomaran contentos los primeros brotes cuando se desprendía la semilla al reventar; los observaba con deleite, tan tiernos, chiquititos, así que espantaba a las hormigas para que no se acercaran a devorarlos, a las arañas para que no los enredaran en sus telas, a las moscas para que no les hicieran cosquillas o les pegaran microbios. Dejarlos recién regados, recubiertos de transparentes gotitas, que refulgían con los últimos rayos del sol que les daba las buenas noches, era su mayor deleite. Le encantaba hacerlo, pero los retoños, a lo mejor por ser tan chiconcitos, no respondían a su preguntadera, ¡y eso lo ponía muy de malas! Así que a veces metía el dedo en los aspersores, para que los pequeños se achicopalaran con la fuerza del agua, –por andar de mudos-, les decía Tacho. 

Una tarde, Tacho estaba muy sulfuriento de no tener a quien preguntar, ni siquiera con quien platicar. Al mover la llave para prender el riego, le llegó a su oreja un chirridito muy extraño: ¡prrr, prrr, prrr! Se quedó tieso, porque Tacho, la pura verdad, era más miedoso que berrinchudo. Estiró cuanto pudo las de oír, en una de esas se repetía el rumor, y él saldría pitando, no fuera a ser una de esas víboras malignantes, que lo acechaba para soltarle un mordiscón. Se quedó muy espeluznado, petrificado como una estatua. 

-La marrullera estará escondiéndose entre las matas, para pescarme de súbito.- 

 Pensó el Tacho muy mosqueado. El susto le fue ganando al enojo; con harta preocupación, despacito, despacito, se agachó a desenroscar la llave, cuando volvió a escuchar: ¡prrr, prrr, prrr! ¡Saltó como campamocha! y cayó de bruces en el lodazal. 

Embarrado, re tieso de susto y de lodo, contempló frente a sus chatas narices, un monstruillo verde, muy gracioso, que parecía sonreírle. A Tacho le retumbaba la víscera cardiaca a mil por hora, el ahogo lo tenía atragantado, y de escaparse, ni máis paloma, parecía estar jugando al engarróteseme ái… Tacho Rabietas olvidó el susto, la víbora, su curiosidad les ganaba a esos dos. El monstruillo como que le sonreía, como que le hacía caravanas, inclinando unos picotines verdes, que se meneaban como bailoteando en la punta de su cabeza. Tacho, se frotó los ojos con fuerza, hasta se le ocurrió que ya se le habían pegado las chinguiñas de Agripinita, y lo hacían ver visiones. O, ¿serán renuevos de los arbolillos? Miraba sin acercarse demasiado, no atinaba ni distinguía de qué pingos se trataba aquello. Jamás de los nuncamentes había visto una aparición, tan extraña, como agraciada.  

Las ganas de saber, se sobrepusieron al pavor de encontrar un venenoso ofidio,  

¡esos ni a copete llegan!– Pensó Tacho.  

Con tremenda cautela decidió arrimarse un tantitito. Por segundos, miraba como tiernos retoños, luego, le parecían como hermosas plumas, esos mentados picotines de matices verdeamarillosos; después, pudo vislumbrar algo parecido a las escamas de los pescados, ¡se las conocía de memoria! Agripina siempre le pedía ayuda cuando los preparaba, y él hasta tenía un frasquito lleno de escamas viejas. Las que contemplaba con arrobo no eran iguales, debía tocarlas para saber si eran ásperas, o tal vez, se le ocurrió, eran plumitas enroscadas. Con una voz que le salió muy temblona, preguntó: 

– ¿Cómo te llamas?-  

Unos ojos bondadosos lo miraron amables y escuchó:  

Evodio.-  

Al Tacho un calorcito suave lo abrigaba por dentro. Se quedaron muy quietos, observándose, Tacho había perdido el temor y el habla.  

Evodio dejó su escondite y los dos se contemplaron largo rato: el monstruillo tenía una cabeza alargada, sonriente, con un ganchito para arriba en la punta de la nariz, y una como piochita tiesa en la papada. Sus ojos almendrados ¡destilaban ternura! En medio de la cabeza, tantito más arriba, tenía unos pelillos tiesos, más atrasito empezaba un penacho, que a Tacho le parecieron picotines, tornasoleando entre verde y amarilloso. Su cuello era elegante, con mechoncito de distinción en el pecho. Al bajar la vista, Tacho descubrió dos patas fuertes, con uñas al frente y espolón atrás. Su cuerpo, totalmente recubierto de puras escamas, ¿o eran plumas? verdosas, muy bien acomodaditas, enroscadas como los pelillos del Tuercas. En el lomo, cuatro… ¿alas? o eran hojas ¿hojas discoloras? ¿Las que aprendió Tacho que tienen las dos caras de distinto color? Eso tampoco lo podría asegurar, eran largas, flexibles, proporcionadas a su tamaño, para colmo, se meneaban con ritmo, dos a cada uno de sus costados; a Tacho le dieron idea, de que Evodio sabría volar, porque luego, reparó en una lujosa, muy espesa… ¿cauda? larga y finísima; la cola aquella, nacía de un manchoncito rojo entre las escamas de la cadera, para convertirse en preciosas plumas verdes, con las puntas hacia arriba, al terminar. Tenía una de cada lado, y en medio de eso, que podrían ser sus alas traseras, observó Tacho, bailaba juguetona una sinuosa cola, con un corazón en la mera punta. Tacho Rabietas, enseñando hasta la campanilla, pues así de grande abría la boca, no recuperaba el resuello al contemplar a Evodio, pero empezó a darse cuenta de que ya no tenía miedo.  

La tardecita se vestía de colores, bostezando porque ya se iba a dormir. Evodio y Tacho seguían mirándose sin parpadear, hasta que el muchachito se atrevió a preguntarle si era un monstruo benévolo. Evodio entornó los ojos diciéndole que eso lo sabría la próxima vez que se encontraran, y en un ¡prrr!  se evaporo cual neblina, dejando una estela luminosa. El chicuelo, en varios tiempos, logró cerrar la boca, aunque no por eso salía de su asombro. Tacho terminó su tarea de campo, mientras sus neuronas discurrían a la velocidad de la luz, para descifrar el misterio. Entre más intentos, menos entendía. Agobiado por tan tremenda duda, se había quedado patidifuso, extasiado con la aparición de Evodio, a tal grado, que esta vez ni palabras tenía; lo visto superaba sus capacidades y le transmitía una inmensa tranquilidad.  

Volvió a su casa con la cabeza tan embarullada, que prefirió irse derechito a dormir, o más bien, a cavilar. Ni siquiera se merendó las gorditas de maíz tierno, ni el pocillo de chocolate, ni su semita de piloncillo y anís que le tenía Agripina. Pensaron que estaba enfermo y fueron a verlo, pero Tacho se puso a roncar para no dar explicaciones, así que lo dejaron tranquilo. Nomás se llevaron la ropa enlodada, los calcetines apestosos y las botingas empapadas.  

Larga noche tuvo Tacho Rabietas, para darle vueltas a tan escamoso y plumífero encuentro. Descubría respuestas en su interior. Se levantó al alba, desayunó amodorrado, y sin decir ni mú, dejó a todos impresionados por su silencio. En la escuela, cosa rara, ocupó el recreo en meterse a la biblioteca, quería buscar algún indicio del misterioso Evodio. Por su investigación supo, que el nombre es de origen griego y significa: el que augura buen viaje.  

¡Achis!– pensó Tacho, -¿a poco me ira a llevar a pasear?-  

Buscó en quimeras con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de reptil. Los dragones eran serpientes corpulentas, grandes, con pies y alas membranosas medio feítas; los animales fantásticos de otra enciclopedia, tenían pinta de furibundos, no bondadosos, como su reciente conocencia. En monstruos, halló pura amenaza y peligrosidad, inspiraban miedo. Evodio, en cambio, le inspiraba cariño. La mañana en la escuela se fue como agüita mansa. A piense y piense, caminó de gallo gallina hasta su casa. Todititos, hasta el Tuercas sin zapatos, respetaron que no hablara. Algo le ocurría al Tacho, que salió ensimismado y muy puntual a cumplir sus tareas de riego, poniendo changuitos para reencontrar al Evodio, del que tan poquito sabía, y le despertaba tanto interés.  

Caminaba en cámara lenta, repitiendo cada uno de los movimientos del día anterior. En sus adentros conjuraba la aparición de Evodio. Alerta todos sus sentidos, quería percibir el ¡prrr,prrr,prrr! que tanto lo había asustado y ahora aguardaba ansioso, intrigadísimo. Corría un viento suave, los árboles murmuraban las ocurrencias del día ondulando sus follajes, las plantas, sabiéndose protegidas daban las buenas noches, los pájaros entre cantos y arrullos preparaban el descanso, y Evodio, ¡ni sus luces! Al Tacho unas pisadas acercándose no llamaron su atención, amortiguadas por la humedad de la tierra, se detuvieron a sus espaldas. Tacho sintió de pronto que algo le rascaba la cholla. Al voltear, descubrió la punta de corazón que remataba la cola de Evodio, reborujando su pelambrera. Desbaratado de emoción, perdió la compostura y se acurrucó abrazándose de su pata. Evodio, se sentó junto a Tacho Rabietas, que con delicadeza, acarició el mechón de picotines de su nuevo amigo. 

¡Al verte la primera vez tuve miedo, Evodio!- 

Calmantes montes, pájaros cantantes, alicantes pintos…- 

-¿Qué son los alicantes pintos, Evodio?- 

 -Los alicantes, son unas víboras muy venenosas, que viven en algunas zonas de Europa, Tacho. En México también hay, pero sin veneno, acá les dicen zincuate, y les cuelgan leyendas. Quieres aprender muchas cosas, amigo Tacho, ¿porque?- 

  -Porque así, voy entendiendo de qué se trata, Evodio, y al saber, ya no tengo miedo.- 

  -Me parece muy bien Tacho, lo que pasa es que se aprende poco a poquito.- 

Tú sabes mucho Evodio. Sabes que yo soy un niño, pero yo no sé ni quién eres tú.- 

-Pues te diré que soy un ser vivo. Habito en la naturaleza y no cualquiera puede conocerme.- 

-Tú eres muy diferente Evodio. No eres un monstruo, ni un dragón, ¿eres mi amigo…? tampoco eres el diablo, dicen que ese es colorado y tiene cuernos… ¿Eres un hado?- 

Evodio sonreía:  

-Despacito, Tacho. La vida está cuajadita de misterios que ignoramos. Dale tiempo al tiempo, el secreto radica en tener paciencia y observar. ¡Encontrar un amigo es maravilloso, Tacho, es encontrar un tesoro! 

-Entonces, Evodio, ¡ya sé dos cosas de ti!: eres un ser vivo y eres mi amigo. ¡Nomás explícame porqué eres tan diferente! No conozco a nadie como tú, ni en los libros que revisé, vi alguien o algo parecido. Tienes escamas de pez, esos viven en el agua; a la par, tienes plumas, picotines y esas cosas en el lomo… Me tienes muy destanteado, Evodio…-  

-Sereno Tacho, ten calma, paciencia, aprende a aguantar mecha… Los prodigios ocurren cuando se observa y escucha.–  

 Los aspersores del riego se apagaron pachorrudos. La tarde se pintaba de rojos que variaban sus tonos, la oscuridad se enseñoreaba sobre los viveros y la tierra, para el indispensable reposo. Tacho sentía tristeza, el rato se había pasado volando y seguía sin saber casi nada de ese ser extraño, que no acababa de entender qué pingos era. 

Somos amigos, Tacho, acomódate sobre mi cuello, daremos una vueltecita.- 

 Moviendo a compás y ritmo, las cuatro alas discoloras y la hermosa cauda, Evodio empezó a elevarse. Tacho, en el regocijo más absoluto gozaba la tibieza del aire, mientras subían hasta traspasar las nubes. Vio el verdor del campo, las iglesias, las calles al iluminarse, la gente chiquitita de tan lejos. Tacho estaba atónito, el contento no le cabía en el cuerpo, y empezó a canturrear siguiendo el ritmo de las alas. Evodio le hacía dueto. Tras un fantástico e inesperado vuelo, al aterrizar, Tacho, agradecido por la increíble experiencia le dio un cariñoso abrazo. Evodio, agitando sus alas y su cola, desapareció confundiéndose con los cocuyos, hasta subir a las estrellas. Tacho, emprendió el camino de regreso feliz como una lombriz, a piense y piense. Lo primerito era guardar celosamente su secreto. Nadie le iba a creer si lo contaba, así que:  

¡Chitón Atanasio!- se ordenó a sí mismo, con absoluta seriedad. 

Al llegar a la casa distinguió unas trocas, algunos coches, muchas luces prendidas, voces, movimiento. Desde lejos vio a su papá y otros señores en la terraza. Se acercó, y sus caras se parecían a las de los chamucos de Ocumicho, a leguas se les notaba temor. Vio unos rifles apilados en un rincón. Entró por la cocina. Su mamá y varias señoras, azoradas, tomaban tecito de tila preparado por Agripina, que lo llamó aparte y le dijo que se fuera al patio, con los demás muchachos.   

 Matías, su hermano mayor, le explicó los rumores:  

-Vieron merodeando a unos rufianes, para aposentarse en Tingüindín.- 

 Los señores discutían sobre armarse hasta los dientes. Las señoras se encomendaban a la Santísima Virgen de la Salud de Pátzcuaro, la muchachada pelaba tamaños ojos sin saber ni qué… Don Edelmiro Malagón no era partidario de pleitos ni violencia. En el corrillo había de todo, cada quien opinaba sin escuchar al otro. El miedo, el peor consejero, los tenía con ronchas de sarpullido, los pelos acalambrados, y sin hallarle remedio al torete. 

 Matías y Tacho compartían recámara. Si de alguna pejiguera importante se trataba, se sentaban a perorar exponiendo cada uno su parecer, así que esa noche se alargó la plática hasta que de repente dijo Tacho: 

¡Ya sé, Matías! Hay que hacerle como “Los Charros contrabandistas de   la Rama”, ¿te acuerdas que papá nos leyó ese libro? Ellos decían que: “Con astucia y reflexión se aprovecha la ocasión”.- 

 Chance y simón, Tacho, yo pienso igual. Como dicen los papás, en la guerra, ninguno gana. El chiste es no tener miedo. Mañana lo decimos en el desayuno. ¡Duerme bien!- 

 Ya se le iba haciendo costumbre al Tacho Rabietas, pasarse horas cavilando en vez de dormir. Lo primero sería contárselo a Evodio. Metiéndose en sus sueños, se imaginaba que convencía a todititos, de no armar peloteras. También decidió preguntarle a la Seño Herlinda, la maestra de geografía, que conocía al dedillo todos los rincones de la región y era muy comprometida, lo mismo que Pepe, el Profe de civismo, que se sabía las leyes al revés y al derecho. Para acabalar, ya en el quinto sueño, se vio montado en el lomo de Evodio, vigilando escondidos entre las hermosas nubes, que todo funcionara para protección de su querido Tingüindín. Amaneció de tan buen humor que le brillaban los ojitos, acarició al tuercas que le agradeció con una lamida, y muy acomedido, llevó la jarra de chocolate calientito a la mesa. 

Matías empezó la perorata, mientras saboreaban unas gorditas con huevo, frijoles y salsa. –Anoche pensamos Tacho y yo, que todos debemos ayudar a que no lleguen los maldosos. ¿Ustedes que opinan?-     

Edelmiro miró a Candelaria y respondió: –Nosotros pensamos igual, que cada quien debe poner algo de su parte para evitar la violencia.-    

Agripina sacó al bebé de la periquera y se lo llevó con las cuatas, a jugar al jardín. Candelaria la pondría al tanto de todo, pues ella también tenía un decisivo quehacer en la organización que planeaban. Los cuatro mayores: Matías, Berta, Antonia, y Tacho, sintiéndose importantísimos, muy orondos, se dispusieron a escuchar. 

Lo que vamos a decirles es cosa muy seria muchachos,-empezó Edelmiro- durante siglos la humanidad ha utilizado ciertas plantas como sagradas, hoy, su consumo indiscriminado, daña. No es una cuestión de buenos y malos, policías y ladrones. Se trata de un fenómeno que atañe a la sociedad y es sumamente complejo.- 

-Ustedes saben nuestra manera de pensar, -prosiguió Candelaria- mucho hemos trabajado sobre este problema, y lo primero que tenemos que hacer es no tener miedo, buscar soluciones: CUIDAR Y CONSERVAR, como siempre lo hemos hecho. ¡A trabajar con mucho ánimo! –Dijo Candelaria- Las autoridades, los maestros, los campesinos, el cuerpo de sanidad, los barrenderos, todititos están de acuerdo en poner su granito de sal. – 

Las escuelas de Tingüindín, desde el jardín de niños, hasta las escuelas primarias y las superiores, participaban de la emoción, sintiéndose parte de su comunidad, responsables de ellos mismos, del bienestar de cada uno de sus habitantes, de su seguridad. Para Tacho y sus compañeros, la seño Herlinda con su habitual serenidad, les explicó que tomando en cuenta la situación geográfica de Tingüindín, había hablado con los apicultores; acordaron poner muchas cajas de abejas en los sitios más desprotegidos, dónde podrían entrar extraños.  

Las abejas, detectan el olor del miedo; molestas por el cambio de lugar estarán muy bravas y los harán huir con sus lancetas.  

Los campesinos, de acuerdo, idearon también maneras de evitarles la entrada, sin temor, ni enfrentamientos. Cada maestro le hizo ver a su grupo, el beneficio de trabajar juntos y sin violencia. Violencia que deberían prevenir también en casa, con la familia. Se trataba de llevar a cabo una nueva manera de escurrir el bulto, ser muy listillos y paso a pasito, cambiar la ira por contento. 

Durante la comida cada quien opinaba. Sin lavarse ni los dientes, Tacho voló a cumplir con el riego. Ya le andaba por contarle a Evodio las novedades ocurridas. Al ver brotar los chorritos de los regadores, se llenó de gusto contemplando a los pimpollos que le tocaba cuidar. Agachado para arrancar unas malezas, descubrió unos gusanillos negruscos, enrollados, mordisqueando algunos retoños. Estaba ocupadísimo guardándolos en una bolsita, para que sus papás los vieran, y ni en cuenta cayó de la presencia de su amigo. Evodio empezó a bailar a su alrededor, y Tacho Rabietas le siguió los pasitos tún tún, hasta que terminaron desternillados de risa. 

¡Qué buen ritmo, Tacho! Me alegra que disfrutes el bailongo…- 

-Es mi mero mole, Evodio, me enseñaron en la casa, a todos nos encanta mover el bote, hasta Agripinita, sin ver bien, se echa sus buenos danzones.-   

-Fíjate que andamos muy ocupados, Evodio, debemos prevenirnos de unos maldosos que nos acechan. ¿Podrías ayudarnos? Todo Tingüindín quiere impedir el problema, Evodio.- 

Me acabo de enterar Tacho. Ya supe por las abejas, las hormigas, hasta las moscas, los mosquitos, las avispas están muy puestas, todos se preparan, nadie quiere guerra, ni destrucción… ¡la vida y nuestro mundo son tan hermosos! Quizá ya lo sepas, pero la madre naturaleza está totalmente interconectada. Los árboles, mediante sus raíces mandan señales, los insectos, los animalitos, absolutamente todos los seres, cada cual a su manera, se comunica. Lo que pasa, es que los humanos, a veces como que se creen los muy, muy; han tenido  malos modos, a veces sin respetar al resto de la creación. Quizás ahora, empiecen a tener en cuenta sus necedades, el daño que han generado, y de que ya “se les volteó el chirrión por el palito”. Siento en la atmósfera, el gusto de poder cooperar, amigo Tacho. 

Las mujeres hicieron planes con Candelaria. Una representante de cada barrio organizaría el despliegue de actividades. Acordaron poner sus casas muy limpias, ordenadas y adornadas, estaban de acuerdo en que lo bonito atrae buenas vibras, repele la negatividad. Sus calles barridas y escombradas. Los parques les tocarían a los barrenderos y jardineros, nada de apilar basuras, ni dejar escondites de mugre que alguien pudiera utilizar de guarida. Las tienditas, tendajones, y misceláneas, las panaderías y verdulerías mostrarían su mejor aspecto, lo mismo que cualquier otro establecimiento que diera servicio al respetable; los letreros de: 

¡HOY NO FÍO! MAÑANA SÍ 

Se cambiaron por otros que decían: 

NO TE VAYAS, MI ALMA, ¡SIN DEJAR UN BUEN RECUERDO! 

 Hasta las cantinas pusieron aserrín limpiecito, los meseros lavaron sus delantales y anunciaban: 

A QUIEN SE PONGA INCRÓSPIDO, SI NO METE PLEITO,  

      LUEGO DE LA MONA, ¡CHILAQUILES GRÁTIS! 

Al día siguiente en Palacio Municipal, se congregó la población y porción de perros, a escuchar las propuestas: 

  Estamos reunidos, para evitar que nuestro amado Tingüindín se vuelva semillero de desgracias. Tenemos un lugar generoso, bello, con habitantes que han llegado de muchos confines, a vivir tranquilos en este ameno lugar. De común acuerdo,- prosiguió el señor Alcalde,– nos hemos decidido por evitar el miedo, la intemperancia, para resolver el asunto. Cada integrante de esta comunidad, está cooperando libremente, con amor y voluntad, para lograr esta importante labor.- 

El maestro de Civismo, José Hinojosa, tomó la palabra: 

-Amigos: Aquí, el día de hoy, pensamos que cada quien, basándose en lo aprendido, toma su propia responsabilidad, elige desde su conciencia y corazón, no ser parte del conflicto. Sin confrontar, hacemos patente nuestro amor por la vida. Queremos resolver esta querella de otra forma. Recuerden si no, a Francisco J. Múgica, cuando él y Lázaro Cárdenas, hombro con hombro, impidieron en Bahía Magdalena el desembarco de los “marines”, y en Tijuana hicieron desistir a las fuerzas aéreas estadounidenses. Este par de michoacanos, sin disparar ni un solo tiro, con su valor y presencia, evitaron una guerra inútil.- 

Candelaria Terán, tomó la palabra: 

Las mujeres nos ocuparemos, como siempre, de dar, cuidar y conservar la vida. Todas somos responsables. Pedimos que no dejen a los pequeños, utilizar sus celulares para entretenerlos. Las computadoras y demás, que las usen únicamente para deberes de la escuela, y la televisión, compañeras, apáguenla lo más posible. Si nosotros, adultos, somos incapaces de asimilar tanta información, ¡imagínense nuestros niños! Jueguen con ellos, apapáchenlos, presten más atención a sus palabras.-    

La concurrencia, ni parpadeaba. Entre tantas emociones contradictorias, guardaban respetuoso silencio. Hasta las muchachas de La Luciérnaga Traviesa, y otras que trabajaban por su cuenta, estuvieron presentes; harían las veces de espías en caso necesario. Agripina y su roncha de comadres, tenían muy clara su tarea de preparar comidas suculentas que apaciguaran los ánimos; Sinforosa Galiparla era la encargada de tecitos, pócimas, remedios, jarabes, ungüentos aromados, pildoritas de colores, todo lo tendrían dispuesto para aplicarlo sin demora a quien le hiciera falta. No hubo ni aplausos. Convencidos de su acertada elección, prosiguió cada uno sus quehaceres, tomando muy en serio, las encomiendas que cada cual debía cumplir. 

Tingüindín se llenó de bullicio y algarabía a la salida de las escuelas. Tacho comió de carrerita sus fideos con presa, atragantándose de camino un trozo de ate de membrillo. Llegó a los viveros, ansioso por platicar con Evodio, que brillaba por su ausencia. Sintió  que alguien lo observaba. Un muchacho mugriento, de su estatura, se le puso enfrente. Apestaba a leguas, zarrapastroso, chorreado de arriba abajo, también de los lados, ¡daba grima! El pelo tieso de mugre, manchones oscuros resaltaban entre la melena hirsuta, la cabeza encostrada. Su mirada alertó a Tacho, más que los sucios jirones de los trapos que lo cubrían.  

Este cuate anda grifo- pensó 

Una bolsa le colgaba del hombro derecho, y Tacho estuvo a punto de pegar la carrera, al descubrir lo que sobresalía de las mugrosas tirlangas. De su mano cuajada de lamparones, algo colgante, brillaba.  

-¿Cómo te llamas?- 

-Julián. Tengo hambre.- 

Estoy regando carnalito, no traigo nada. Esta agua es limpia. 

Julián al agacharse para beber, acomodó su mano en la tierra. A modo de anillo, tenía en el dedo meñique un aro y su correspondiente triangulito, de los que tapan los botes de cerveza. Chance y luego ya no se lo quitó, pues estaba encarnado y el dedo parecía una salchicha. La hinchazón anunciaba gravedad. Tacho recordando su encomienda, se le quedó viendo, amistoso. 

-Julián Lucifer, quiere comer.- 

-¡Te llevo a donde hay comida, Julián! 

Sin mayor trámite, Tacho, muy sereno empezó a caminar rumbo al consultorio médico. Desde lejos, le hizo señas al asistente, que se fumaba un cigarrito en la puerta, y entendió de volada. Tacho entró para avisarle al doctor Osornio, en lo que Nico, tamaño ropero, cargador de oficio, le seguía el cuento a Julián. Contento de su hazaña, salió Tacho como chiflido a encontrarse con Evodio. 

La nochecita se iba tendiendo, el lucero de la tarde refulgía más que nunca y Tacho, hasta sintió que le guiñaba un ojo. Evodio entretenido con los pimpollos, empezó a bailar de gusto nomás ver a su amigo: 

-¡Fuiste sensato y valiente, amigo Tacho! Aprendes muy rápido a dominar tus miedos.-  

Dando volteretas y brincos, canturreando del puro gusto, pasaron un buen rato. 

-Pusiste tu primer granito de sal, Tacho, ¡te felicito!- 

 

María Teresa Bermúdez.