Skip to main content
Relatos

UNA DE TANTAS REINAS…

By 19 diciembre, 2023No Comments

La primera reina de la que tuve noticia fue de la Reina de las Nieves.

Andaba yo en segundo o tercero de primaria, cuando mi papá me hizo el cuento de que si me portaba bien, un ángel me dejaría un libro en el balcón de mi recámara, me encantaba ese lugarcito, porque se entrometían en su espacio las ramas de una preciosa jacaranda; en la banqueta, crecían enormes, una a cada lado de la fachada. Imagino que me porté bien, y mi querido papi me leyó completitos, aunque no de un jalón, los hermosísimos Cuentos de Hans Christian Andersen.

Esa Reina de las Nieves fue para mí, de terror, pues hacía juego con su nombre, era una mujer fría, distante, poderosísima maga de inigualable belleza, imponente silencio, y escalofriante desdén. Es un personaje incomparable, pues en ella se conjugan la frialdad y la belleza extremas; sin ser la peor malvada, intimida por su aterimiento y lejanía. En este cuento, son siete las historias que se entretejen. Las volví a leer ahora, que ha pasado más de medio siglo, las traduje a mi aire, tomando varias versiones, para que la disfruten mis nietos, o quien sea, que aún se sienta niño, y quiera conocer, una versión apegada al maravilloso cuento original, que narra las dificultades que conlleva la pérdida de la infancia, y los bemoles del crecer.

******

Primera Historia: Trata del espejo y sus astillas

¡ESCUCHEN! ¡VAMOS A EMPEZAR!

Cuando lleguemos al final de la Historia, estaremos más enterados que ahora. Hubo una vez un Troll, un duende malvadísimo, más malo que la mismísima maldad. Cierto día ese duende se puso feliz, muy feliz, porque había inventado un espejo absolutamente perverso, pues ese espejo toditito lo distorsionaba, tanto el afuera como el interior de las personas, los paisajes, o cualquier cosa que reflejara. Ese duende tremebundo tenía su propia banda, pelotera de malignantes que recorrían el mundo, según ellos, para desenmascarar la fealdad existente. Un mal día, ya aburridos de mortificar a la humanidad, decidieron burlarse “del Buen Dios y sus ángeles”, como les llama Andersen. Estaban tan enloquecidos los duendes aquellos, tan perturbados y delirantes de hacer el mal, que por tanta euforia se les resbaló el perverso espejo, y ¡por allá fue a dar! Volaron, se esparcieron a diestra y siniestra, miles de millones de partículas de distintos tamaños, desde minúsculas arenitas hasta trozos de gran tamaño, especialistas en ocasionar espantosos males, desgracias, sin fin, al abatirse por el espacio infinito. Aquel, a quien le cayera una minúscula arena, brizna, o astillita en el corazón, se lo convertiría en un témpano de hielo.

*****

Segunda Historia: un pequeño niño y una niña pequeña.

En una gran ciudad, había tantas casas y tanta gente, que no todos podían tener un pequeño jardín, así que algunos, cultivaban sus flores en tiestos. En esa ciudad vivían dos niños, bastante pobres, y su jardín era del tamaño de un cajón grande, que estaba colocado en la ventana de una buhardilla, o sea, el piso más alto de la casa. En esos tiestos, las familias hacían crecer rosas que trepaban por las ventanas, fresas, que colgaban sus largas guías al aire, y yerbas de olor para condimentar sus alimentos. Allí, jugaban los dos chiquitos y eran muy buenos amigos.

Todo esto pasó durante el Siglo XIX, en Dinamarca, un país donde el invierno es muy crudo, y los niños, a veces no podían salir a jugar. Las ventanas se congelaban y los pequeños para divertirse, calentaban monedas de cobre en la estufa, y las ponían en los cristales para derretir el hielo y enterarse de lo que ocurría afuera. El niño se llamaba Kay y la niña se llamaba Gerda. Durante la primavera y el verano, de un brinco estaban juntos. En invierno, debían subir y bajar muchísimas escaleras, además, la nieve en las calles golpeaba como si diera escobazos. En esos meses, cuando el viento hacía remolinos y se quedaban en casa, la abuela les contó, de las abejas.

¡Las abejas blancas se arraciman!-

-¿Tienen una reina?– preguntó el niño.

¡La tienen¡- dijo la abuela. –¡Buscan donde hay más abejas arracimadas. Es la más grande de todas, y esa reina jamás está quieta sobre la tierra, sube hasta la nube negra. Algunas noches de invierno, vuela por las oscuras calles, mira por las ventanas, y las congela formando en los cristales extrañas figuras como flores!

¡Yo ya la he visto!- dijeron los niños.

¿Puede la Reina de las Nieves entrar aquí?– preguntó Gerda.

¡Nomás déjala entrar!- dijo Kay – ¡La siento sobre la estufa ardiendo,

y ya verás cómo se derrite!-

La abuela le acarició el pelo, y contó otras historias.

Esa noche, antes de irse a dormir, Kay calentó la moneda. Vio algunos copos, entre ellos uno grandísimo, atorado en la jardinera. El copo creció y creció, hasta convertirse en una hermosísima dama, metida en un reborujo de blanquísimos velos traslúcidos, tejidos de estrellas titilantes. Era muy bella y muy fina, pero era de hielo puro, de ese que irradia destellos tan deslumbrantes, que encandilan, enceguecen. La dama tenía vida, sus ojos lo miraban fijamente, como dos estrellas transparentes, pero no tenían calma ni sosiego. Ella miró por la ventana, saludó a Kay con una inclinación de cabeza y le hizo una seña con la mano. ¡Se pegó tal susto! que hasta se cayó de la silla el muchachito. Afuera, se sintió como si un inmenso pájaro emprendiera el vuelo.

Al día siguiente, un clima menos gélido, la transparencia del aire, anunciaban el inicio del deshielo, la inminente llegada de la primavera, del sol brillante, de los retoños de un verde tierno, de las golondrinas construyendo sus nidos. A su tiempo, se abrieron las ventanas, los niños podían ocupar las jardineras de la buhardilla, las rosas floreaban, el clima era increíble de bonito jugaban, veían libros, la pequeña niña aprendía canciones en la iglesia y cantaban juntos:

En el valle florecen bellas rosas

Vayamos con el Niño Jesús

Una tarde, mientras hojeaban el libro de animales y pájaros, justo cuando sonaron las cinco campanadas de la iglesia, Kay se quejó de un fuerte piquete en el corazón y una molestia en su ojo.

-¡Au! Algo me picó en el corazón y además siento extraño mi ojo!-

La niña pasó el brazo por su cuello, lo hizo parpadear y no vio nada malo.

¡Creo ya pasó!- dijo él. Pero no era cierto. El pobre Kay tenía una arena del espejo del Troll en su ojo y otro, en mitad de su corazón, que pronto sería de hielo. Ya no le dolía pero allí estaban.

Empezó a ver todo feo, se puso de un humor insufrible. Kay molestaba a Gerda, se burlaba de los mayores y cambió sus juegos.

-¡Pfui!- dijo de pronto -¡Una oruga está mordisqueando esa rosa! Mira la otra, está chueca, son espantosas!– Pateó los tiestos y las rosas por allá fueron a dar.

¡Kay, ¿qué haces?- Gritó la niña, y cuando él la vio asustada, cortó otra rosa y se fue.

Al llegar nuevamente el invierno, un buen día, llegó con una lupa, le enseñó a Gerda un copo de nieve a través del aumento, diciéndole que era más bello que las flores de sus jardineras. Tomó sus guantes, su trineo, y se fue a la plaza con los gandules holgazanes, que jugaban amarrando sus trineos a los carros de caballos, o a las carretas de los campesinos, y se divertían de lo lindo al ser arrastrados a toda velocidad.

De repente, les impresionó un gigantesco trineo, refulgente de blancura. Lo conducía una mujer, que sobresalía entre níveas pieles, muy pachonas, peluditas, y se cubría la cabeza con un gorro igual. Era muy bella, elegante, con uñas larguísimas, que los gandayas en su vida habían visto ni imaginado.

Dio dos vueltas a la plaza, Kay, muy listo, amarró su trineo. La dama volaba cada vez más y más rápido, después bajó la velocidad, le sonrió amablemente, como si se conocieran. Él ya no pudo soltarse, cuando lo intentaba, ella inclinaba la cabeza y Kay permanecía tieso. Cruzaron la puerta de la ciudad. La ventisca era tan fuerte que Kay tenía mucho miedo, no podía ver ni su mano frente a sus ojos, intentó de nuevo desamarrar la cuerda, pero el vendaval enfurecía. Una fuerza devastadora lo arrastraba, de tantísimo susto olvidó gritar, rezar el Padre Nuestro, la nieve lo azotaba y los copos eran tan grandes como gallinas, de pronto se hicieron a un lado, y un tremendo vuelco los paró en seco. La mujer que conducía se enderezó.

Era una dama, muy alta, de orgulloso porte, refulgía blancura, sus pieles y gorro eran sólo nieve, hielo, frío. Era la Reina de las Nieves.

-¡Adelantamos un buen trecho!– le dijo

-¿Pero, qué es eso de que tengas frío? ¡Arrópate en mi piel de oso!

Kay, se sintió aún más refundido en la heladez.

¿Sigues titiritando?- preguntó la Reina.

Se agachó y le dio otro beso en la frente.

¡UUUUYYYY, estaba más frio que el granizo!

Y se le fue deslizando a Kay en su corazón, que de por sí ya estaba congelado. El muchachito, por un segundo, se sintió morir. ¡Sólo por un

segundo! Pues de inmediato se repuso, dejó de aterirse, tampoco percibía la gélida atmosfera que lo rodeaba.

Otro beso de la Reina, borró de la memoria de Kay a Gerda, a la abuela, y toda su vida anterior.

¡Ni un beso más!– dijo la Reina- ¡de lo contrario te besaría hasta matarte!

Kay la admiraba: era bellísima, una cara tan sabia, tan primorosa, nunca la hubiera imaginado. Ya no parecía de hielo, era perfecta. Dejó de sentirse amilanado, antes al contrario, le contó que él sabía calcular mentalmente, hacer quebrados, sabía cuánto medían los países, cuántos habitantes tenían. Ella simplemente sonreía, y él pensó que su conversación no era interesante. Kay contemplaba la infinitud del firmamento, y ella voló con él, voló hacia lo alto, a la negra nube, y la tempestad gemía, rumorosa, como si entonara un antiguo cántico. Volaron sobre bosques y lagos, sobre mares y países. Abajo la ventisca esparcía el frío, los lobos aullaban, la nieve refulgía; sobre ellos volaban graznando, impertinentes cuervos negrísimos, pero más en lo alto, brillaba la luna enorme, clarísima, y contemplaba a Kay, que pasaba el día dormitando y somnoliento, a los pies de la Reina de las Nieves, durante la larga, larguísima, noche invernal.

*****

Tercera Historia: El jardín de la mujer que sabía de hechizos.

Y mientras tanto, ¿cómo vivía la pequeña Gerda, la ausencia de Kay? ¿Dónde estaba él? Nadie sabía, nadie le daba información. Los gandules lo vieron amarrar su trineo a uno enorme y salir por la puerta de la ciudad. Brotaron muchas lágrimas, la pequeña Gerda lloraba mucho, y muy seguido, alguien le dijo que Kay había muerto al caer al río, y lo arrastró la corriente. Los días invernales eran muy tristes, oscuros, muy muy largos.

A su tiempo, llegó marzo con el tibio sol.

-¡Kay está muerto y podrido!- Se dijo Gerda.

¡No lo creo!- dijo el sol brillante.

¡Él está muerto y podrido!- les dijo a las golondrinas.

¡No lo creemos! Le respondieron. Gerda también dejó de creerlo.

Me voy a poner mis nuevos zapatos rojos- dijo una mañana –¡Kay nunca me los ha visto, caminaré río abajo e iré preguntando!-

Empieza entonces la dificultosa travesía de Gerda, llena de obstáculos. Generosa, le regala al río sus zapatos rojos, lo único que tenía. El río parece no aceptarlos, ella se sube a una barca, para dejarlos al centro de la corriente, que la arrastra río abajo. ¡Va asustadísima! ¡Llorando! Desde la orilla, los gorriones intentan consolarla. Se queda quieta, nada más en calcetines, mientras los zapatos rojos flotan.

Navegó un largo rato, en ambos lados había hermosas flores, frondosos árboles, y en las laderas pastaban vacas y borregos, nadie más.

¡Tal vez el río me lleve hasta el pequeño Kay! Pensó Gerda esperanzada, observando durante horas el bello paisaje. Vio una casa con un jardín y un cerezo, ventanas rojas y azules, techo de paja y en la entrada dos soldados de madera que ponían sus armas al hombro, cuando alguien pasaba. Gerda los llamó, sin que le respondieran. El río acercó la barca más a la orilla. Al escucharla, salió una vieja apoyándose en un bastón, tenía un sombrero de ala ancha, con preciosas flores pintadas.

¡Pobre niñita! ¿Cómo llegaste a esta rápida corriente, que te arrastrará hasta al ancho mundo?-

La vieja con su bastón, se metió al agua para alcanzar la barca, la jaló a la orilla y sacó a Gerda, contenta de estar en terreno seco, sin embargo, sentía algo de miedo por la vieja.

Ven conmigo, cuéntame quien eres y cómo llegaste.- Le dijo.

La niña le contó todo, la vieja movía la cabeza. Le dijo a Gerda que Kay no había pasado por allí, pero que seguramente llegaría, así que no debía estar triste, sino probar sus cerezas y mirar sus flores, más bellas que las de los libros, además, podían contar historias. Tomó a Gerda de la mano, la llevó a la casita y cerró la puerta.

Las ventanas estaban muy altas, tenían cristales rojos, azules, amarillos, y la luz al entrar, refulgía en diversos tonos; sobre la mesa estaban las cerezas y Gerda comió cuantas quiso, lo tenía permitido. Mientras tanto, la vieja desenredaba el pelo de Gerda con un peine de oro que rizaba y hacía brillar sus rubios cabellos, enmarcando su carita redonda, que parecía una rosa.

¡Siempre he deseado tener una niña tan linda!- dijo la vieja –¡Ya verás lo bien que nos entendemos!

Y mientras más le peinaba el pelo, más olvidaba Gerda a su amigo Kay; la vieja entendía de magia, pero no era una maga mala, sólo hacía algunos hechizos para divertirse, y quería detener a la pequeña Gerda. Con ese objeto

salió a su jardín, movió su bastón sobre los rosales, y así tan hermosos como estaban, se hundieron en la tierra negra, nadie podía verlos, ni saber dónde habían estado. La vieja tenía temor, de que al mirar Gerda las rosas, pensara en las de su jardinera, se acordara de Kay y se fuera lejos.

Sacó a Gerda a su jardín. Tenía cualquier clase y cantidad de flores. Eran espléndidas, perfumaban el ambiente y floreaban en diferentes estaciones del año. Ningún libro podría ser más colorido ni más bello. Gerda saltaba de alegría y estuvo jugando, hasta que el sol se ocultó detrás del cerezo, luego, la vieja le dio una bonita cama, con una colchoneta roja de seda, rellena de violetas azules, y durmió y soñó allí, ¡tan bonito! como una reina en el día de su boda.

Algún tiempo, jugó con las flores bajo el cálido sol y pasaron muchos días, pero extrañaba alguna flor. Mirando el sombrero de la vieja, descubrió que la más bella era una rosa. La vieja olvidó borrarla, al desaparecer las rosas del jardín. Así pasa cuando hay distracción.

¿Qué?- dijo Gerda –¿no hay aquí ninguna rosa?

Corrió entre los setos, dio varias vueltas, buscó y buscó sin encontrar ninguna; se sentó, y se puso a llorar, sus ardientes lágrimas cayeron exactamente donde un rosal se había hundido, y cuando las cálidas lagrimas humedecieron la tierra, brotó de inmediato el rosal, tan bello como estaba al hundirse, y Gerda lo abrazó, besó las rosas, pensó en las rosas de su hogar y a la vez en el pequeño Kay.

¿Por qué me distraje?- Yo quiero encontrar a Kay-

-¿Saben dónde está?- ¿Creen que está muerto y podrido?-

-Muerto no está- dijeron las rosas –Nosotros estamos en la tierra, donde están los muertos, pero ¡Kay no está allí!-

Gerda les dio las gracias amablemente, y se dedicó a preguntar a las demás flores del jardín, hablaron mucho, pero cada una estaba ensimismada en su propia historia. El viento, la campañilla de invierno, los jacintos, los ranúnculos, los narcisos, cada quien le narró distintas cosas. Se acordó de su abuela, pero no supo nada de Kay, y corrió hasta el final del jardín.

La puerta estaba cerrada, batalló con el herrumbroso cerrojo hasta abrirlo, y descalza, corrió hacia el ancho mundo. Nadie la seguía, cuando no pudo correr más se sentó en una piedra. El verano había pasado, el otoño estaba por terminar, de eso no se percató en el jardín, donde siempre brillaba el sol y había flores de las cuatro estaciones, pero ninguna pudo ayudarle en su búsqueda.

¡Dios, cuanto me he retrasado!- dijo la pequeña Gerda. –¡Llegó el otoño! ¡No debo descansar!- Y se levantó y siguió.

¡Uy! Cuanto dolor y cansancio había en sus pies, su alrededor era frío e inhóspito; las hojas de los mimbres estaban muy amarillas, la neblina goteaba, una hoja tras otra iban cayendo, sólo el ciruelo silvestre con espinas tenía fruta, pero eran tan amargas, que la boca se torcía. ¡Uy! que gris y triste es el ancho mundo.

*****

Cuarta historia: Príncipe y Princesa

Gerda tuvo que detenerse muchas veces para descansar; brincando sobre la nieve, frente a ella, daba vueltas una enorme Corneja, estuvo largo rato, la miró movió la cabeza y dijo: -¡Krah! ¡Krah! ¡en día! ¡en día! Mejor no podía expresarlo, quería ayudar a la niña, y le preguntó a dónde iba tan sola, caminando por el ancho mundo. La palabra sola Gerda la entendió de inmediato y sintió profundamente su significado. Entonces, le contó a la Corneja toda su vida, y le preguntó si no había visto a Kay.

La Corneja inclinó la cabeza muy pensativa y dijo:

¡Puede ser! ¡Puede ser!-

-¿De veras lo crees?- Y la pequeña apretó tanto a la Corneja, que casi la mata al darle un beso.

¡Tranquila, tranquila!- dijo la Corneja –¡Yo creo, ese puede ser el pequeño Kay! ¡Pero seguramente, te olvidó a causa de la princesa!-

-¿Vive con una princesa?- preguntó Gerda.

¡Si, escúchame! –dijo la Corneja-¡Me cuesta mucho hablar tu idioma! ¿Entiendes el idioma de los cuervos? ¡Así te lo puedo contar mejor!-

-¡No lo aprendí!- dijo Gerda- ¡Solo sé el lenguaje de la abuela!

-¡No importa!- dijo la Corneja- ¡Te lo cuento como pueda, aunque sea un poco mal!- Y le platicó cuanto sabía:

En el reino dónde ahora estamos habita una princesa, inteligentísima, tiene los periódicos de todo el mundo, los lee y los olvida, así de lista. El otro

día se sentó en el trono, y eso, dicen que no es nada agradable, de repente empezó a tararear una canción que iba así:

-¿Por qué no me caso?- ¡Oh, eso es una buena idea!- dijo. Y quiso casarse, pero con un hombre que supiera responder cuando le hable, uno, que no sea sólo adorno y se vea bien, ¡eso es muy aburrido! A tambor batiente hizo reunir a las damas de palacio, y cuando las damas oyeron su propuesta, se alegraron muchísimo. -“Eso me gusta”- dijeron -“¡en eso estaba pensando hace poco!”.

-¡Puedes creerme, cada palabra que digo, es verdad!- dijo la Corneja -¡Tengo un novio manso, que anda libre por el palacio, y me lo ha contado de pé a pá!-

Su novio era naturalmente un Cornejo, si una Corneja busca casarse, es siempre con un Cornejo.

Al día siguiente, los periódicos tenían una cenefa de corazones y el monograma de la princesa; allí se podía leer que cada hombre joven, de buen ver, en horas libres debería presentarse en palacio, para hablar con la princesa;

¡Aquel que platique y den ganas de oírlo, será de casa, y el que hable mejor, ese tomará a la princesa de consorte!– –¡Si,si!- dijo la Corneja, –¡puedes creerme, tan cierto es, como que estoy aquí sentada! ¡La gente llegaba en torrentes, se apiñaban y corrían, pero no pasó nada, ni el primer día, ni el segundo! Todos hablaban bien allá afuera, en la calle, pero ese montonal de pretendientes, perdía el habla en cuanto cruzaba la puerta de palacio, y peor al ver la guardia plateada en las escaleras, y los lacayos en dorado, y la inmensa

sala iluminada, se quedaban perplejos! Y frente al trono donde estaba sentada la princesa, ya no sabían que decir, sólo repetían la última palabra pronunciada por ella; y escucharla otra vez, a ella no le hacía ninguna gracia. Parecía como si les hubieran echado tabaco rapé a la barriga, y hubieran caído en una profunda somnolencia, hasta que volvían a la calle podían hablar nuevamente, desde la puerta de la ciudad hasta palacio había colas larguísimas. Yo misma entré para verlo!- Continuó la Corneja -¡Les daba hambre, también sed, pero en palacio, no recibían ni un vaso de agua tibia; los listos llevaban su pan con mantequilla, claro sin convidar al de junto, para que parecieran famélicos y la princesa no los eligiera!-

-¿Y el pequeño Kay estaba allí?- La Corneja prosiguió –¡Calma, calma, casi llegamos a ese tema! Fue el tercer día, cuando apareció un desharrapado muy decidido, sin caballo, ni coche, se paseaba por palacio muy alegre, sus ojos brillaban como los tuyos, tenía un hermoso pelo largo, pero ropas muy pobres!-

-¡Ese era Kay! – se emocionó Gerda – ¡Al fin lo he encontrado!- Aplaudía la niña.

-Cargaba una mochila en la espalda-

-¡No, era su trineo!- respondió Gerda -¡lo llevaba cuando se fue!

-¡Puede ser!- Dijo la Corneja – Mi tierno prometido me ha dicho, que entró por la puerta de palacio, sin amilanarse ante los trajes plateados de los guardias, ni los dorados de los lacayos, los saludó y les dijo: -“debe ser muy

aburrido, estar de pie en las escaleras, prefiero entrar”-. La sala del trono resplandecía con tantas velas encendidas, misteriosos consejeros, excelentísimos señores andaban sin zapatos llevando fuentes de oro. en una celebración tan solemne. Y las botas del muchacho rechinaban, pero no le pusieron nervioso!

¡Seguro es Kay, tenía botas nuevas, yo las oí rechinar en casa de la abuela!- dijo Gerda.

¡Si, rechinaban en serio! –opinó la Corneja- ¡y muy valiente se presentó ante la princesa, sentada en una perla, tan grande, como la rueda de una rueca; y las damas, las doncellas, las criadas, todos los caballeros con sus ayudantes, escuderos, mozos, sirvientes, y los criados de los sirvientes formaban un círculo, y entre más cerca estaban de la puerta, más honrados se sentían. Y el mucamo del sirviente de los criados, que siempre anda corriendo en pantuflas, no cabía en sí, de tan orgulloso al estar en la puerta!-

¡Eso es espeluznante –dijo Gerda- ¿Y Kay se ganó a la princesa?

-¡Si yo no fuera una Corneja, lo hubiera escogido, a pesar de estar comprometida. Debió de hablar muy bien, así como yo hablo el lenguaje de las cornejas, que aprendí de mi domesticado novio. Llegó sin embozo, sincero y encantador, muy independiente, único, solo para convencerse de la inteligencia de la princesa, a ella le pareció bien, y él estuvo de acuerdo!-

-¡Seguro es Kay! –dijo Gerda– ¡Es muy inteligente, podía hacer cálculos y quebrados! ¡Oh! ¿No quisieras ser mi guía en el palacio?-

-¡Fácil decirlo!- contestó la Corneja -¿Y cómo le hacemos? ¡Debo hablarlo primero con mi afable prometido, él nos dará un buen consejo, porque te

advierto, una muchachita como tú, nunca tendría el permiso de entrar así nada más!-

-¡Claro que lo conseguiría!- dijo Gerda -¡Cuando Kay sepa que estoy aquí, vendrá de inmediato a buscarme!-

-¡Espérame en la valla de la entrada¡- La Corneja asintió con la cabeza y voló.

Ya era de noche y estaba muy oscuro cuando regresó la Corneja.

-¡Rar! ¡rar!- dijo -¡Muchos saludos de mi tierno prometido! Y aquí te manda un panecito para ti, lo tomó de la cocina, allí hay suficiente, y tú, seguro tienes hambre!- -¡Sería imposible que entraras así al palacio, estás descalza: la guardia plateada y los lacayos dorados no lo permitirán; pero no llores, ya estás dentro. Mi novio conoce una escalerita escondida, que los llevará a los dormitorios, y él sabe dónde encontrar la llave!-

Caminando por el jardín, siguieron la enorme avenida donde las hojas se desprendían de los árboles, y cuando las luces del palacio se apagaron, una tras otra, la Corneja llevó a Gerda hasta la puerta trasera, que estaba entreabierta.

¡Oh!, ¡Cómo latía el corazón de Gerda, de angustia y de nostalgia! Sentía como si estuviera por hacer alguna maldad, pero ella sólo quería comprobar si se trataba del pequeño Kay; seguramente era él. Se le presentaban con tanta vida sus ojos inteligentes, su pelo largo, podía ver su sonrisa, como antes, cuando en su hogar se sentaban bajo las rosas. Él se alegraría de verla, escucharla, ¡qué camino tan largo para encontrarlo! ¡Cuánta pesadumbre hubo en casa cuando él no volvió!. ¡Oh! Gerda, oscilaba entre el temor y la alegría.

Ya estaban en las escaleras; sobre el armario brillaba una lamparita, y a media escalera estaba el manso Cornejo moviendo la cabeza hacia todos lados, observaba a Gerda, que le hizo una reverencia, como le había enseñado su abuela.

-¡Mi pequeña señorita, mi prometida me ha dicho tantas cosas bonitas de usted!- le dijo el Cornejo -Vita, como la llamamos, es también muy tierna! -Sea tan amable de tomar la lámpara y yo iré por delante, en este camino directo, no encontraremos a nadie!-

-¡Siento como si alguien viniera atrás de mí!- dijo Gerda. ¡Un estruendo pasó rozando; parecían sombras en la pared, caballos resoplando con crines al viento y piernas flacas, jóvenes cazadores, caballeros y damas a caballo!

-¡Son sólo sueños! – Contestó el Cornejo -¡Vienen hasta aquí, para quitar a los nobles señores sus ideas sobre la cacería, eso es bueno, porque lo piensan mejor cuando están en la cama. Pero yo quiero pedirle, que cuando se presente ante sus dignas majestades, muestre un corazón agradecido!

-¡Aunque sé que no hace falta mencionarlo!- dijo el Cornejo.

Llegaron a la primera sala, las paredes eran de raso de fustán en tonos rosa con flores; aquí también susurraban los sueños, pero se deslizaban a tal velocidad, que Gerda no podía sentirlos. Cada sala era más suntuosa que las anteriores, la verdad, uno podía quedar pasmado, y de pronto, en un tris, estaban en la alcoba. Aquí el techo semejaba una inmensa palma, con hojas del más valioso cristal, y a la mitad de la recámara, estaban colgadas de una gruesa barra de oro, dos camas, cada una parecía una flor de lis; una era blanca, donde dormía la princesa, la segunda era roja, y en esa debía buscar

Gerda al pequeño Kay. Ella dobló una de los pétalos rojos y vio una cabellera oscura,

¡Oh, Kay!– Gritó su nombre y sostuvo la lámpara para mirarlo -los sueños atronadores, entraron a caballo en el dormitorio,- él despertó, volvió la cabeza y -¡No era el pequeño Kay!-

El príncipe se le parecía sólo por la cabellera, pero era joven y bello. Desde la otra cama de flor de lis, miraba la princesa y preguntó que ocurría. La pequeña Gerda rompió a llorar, contó su historia completa y todo lo que las Cornejas habían hecho por ella.

-¡Pobre pequeña!- dijeron el príncipe y la princesa. Elogiaron a las cornejas, diciendo que no estaban enojados, pero que no debían volver a hacerlo. De cualquier manera, recibirían su recompensa.

-¿Quieren volar libres?- preguntó la princesa -¿O prefieren ser nombrados “Cornejos de la Corte”, empleados en toda forma, y recibir las sobras de la cocina?-

Ambas Cornejas se inclinaron respetuosamente, pidieron un trabajo fijo, pensando en su vejez y dijeron: –¡Será bueno tener algo seguro, para cuando seamos ancianos! –

El príncipe se bajó de la cama y dejó a Gerda que descansara. Ella unió sus manos pensando: -¡Cuánta bondad tienen los humanos y los animales!- Cerró sus ojos y durmió maravillosamente. De nuevo llegaron volando los sueños, y veía cómo los ángeles del cielo, jalaban un pequeño trineo donde iba

Kay saludando. Pero todo aquello fue solamente un sueño, que desapareció al despertar.

En los días siguientes, desde la raya del pelo hasta los dedos de los pies, la vistieron de terciopelo y sedas, y hasta le ofrecieron quedarse en palacio y vivir en prosperidad y a su gusto, pero ella solamente pidió un carruaje tirado por un caballo, y un par de botitas, pues quería seguir por el ancho mundo buscando a Kay.

Y le dieron las botas, y además un “manguito” muy fino y bien forrado, para que tuviera las manos calientitas; cuando salió, la esperaba un coche de oro puro, el blasón del príncipe y la princesa brillaba como una estrella, le dieron también criados, un cochero, y un sota cochero en el pescante, con coronas en sus cabezas. El príncipe y la princesa en persona, la ayudaron a subir y le desearon mucha suerte. Las Cornejas del bosque ya se habían casado, y ella la acompañó durante las tres primeras millas, sentada junto a Gerda, pues viajar de reversa le sentaba mal. El Cornejo estaba en la puerta de palacio y aplaudía con sus alas, no les hizo compañía, porque tenía dolor de cabeza, pues desde que estaba empleado en palacio comía en exceso. Dentro del coche había rosquillas de azúcar, y bajo el asiento, fruta y nueces.

¡Enhorabuena! ¡Enhorabuena!- gritaban el príncipe y la princesa al despedirlas, Gerda lloraba y la Corneja lloraba la primera milla, pero más triste fue cuando la Corneja le dijo adiós: voló y desde la rama de un árbol aplaudía con sus negras alas, tanto tiempo como pudo ver el coche, que brillaba bajo la claridad del sol.

*******

Quinta historia: La pequeña ladrona

Continuaron su viaje a través de un tenebroso bosque, el coche, que resplandecía como una flama, picó la curiosidad de los ladrones y no tardaron en presentarse.

-¡Es oro, es oro!- gritaban, los asaltaron, tomaron el caballo, golpearon al cochero al sota cochero y a los criados, y de mal modo bajaron a la pequeña Gerda.

-¡Está gorda, es linda, la cebaron con nueces!- dijo la más vieja de los bandoleros, tenía una barba larga y estropajosa, y una cejas que le colgaban sobre los ojos -¡Está tan buena, como un corderito cebado!- -¡Mmm, tendrá muy buen sabor! – ¡Y sacó su lustroso cuchillo que brillaba como un relámpago! era espantosísimo.

¡Au!– grito la horrible vieja, en el mismísimo instante en que su hija pequeña colgaba de su espalda, tan salvaje y tan maleducada, que se divertía en morderle una oreja. -¡Tú, abominable engendro! – dijo la madre, olvidándose de hacer tiras a Gerda.

-¡Que juegue conmigo! –Dijo la pequeña ladrona – Me tiene que regalar su manguito, su hermoso vestido, tiene que dormir en mi cama!- Y que le da otro mordisco, de tal manera, que la vieja ladrona brincó en el aire dando vueltas, Y todos los ladrones se carcajeaban y vociferaban: -¡Vean cómo baila con su engendro!-

-¡Quiero ir en coche! Dijo la pequeña ladrona, y debían de inmediato acatar sus berrinches, pues era muy terca y caprichosa. Ella y Gerda subieron al coche y viajaron sobre piedras y montañas, hasta lo más profundo del bosque. La pequeña ladrona era de la misma edad que Gerda, pero más fortachona, de espaldas amplias y color de piel más oscuro; los ojos muy negros, parecían tristes. Abrazó a Gerda y le dijo:

¡Mientras yo no me enoje contigo, no podrán hacerte tiras! ¿Seguro eres una princesa?-

-¡No! –Dijo la pequeña Gerda. Le contó todo lo vivido, y cuánto amor sentía por el pequeño Kay.

La ladronzuela la miró con seriedad, inclinó su cabeza y le dijo:

-¡No permitiré que te hagan tiras, y si estoy muy enojada contigo, las haré yo misma!- Secó las lágrimas de Gerda, y metieron las manos en el manguito, suave y tibio.

Se detuvo el coche, estaban en el patio del palacio de los ladrones, de arriba hasta abajo se abría una grieta, cuervos y cornejas volaban por el hueco, y enormes mastines, con aspecto de que podían engullirse cualquier prójimo, saltaban muy alto por el aire, sin ladrar, porque se los habían prohibido.

En la inmensa sala rústica, al centro del piso de piedra, ardía un gran fuego, el humo se elevaba hasta el techo, y solito tenía que buscar por dónde escabullirse; y en un gigantesco caldero hervía la sopa, conejos y liebres daban vueltas en el asador.

-¡Hoy dormiremos aquí, con todos mis animales!- Ordenó la niña ladrona.

Les sirvieron de comer, de beber, y luego fueron a una esquina donde había paja y cobijas. Más arriba, sobre palos y estacas, parecían dormir casi cien palomas, aunque se movieron un poco al llegar las niñas.

-¡Todas son mías!- y en un instante, la niña ladrona pescó a una de las que estaban cerca, la detuvo por las patas, la sacudió hasta que abrió las alas.

-¡Dale un beso!- gritó, dándole sopapos a Gerda con la paloma.

-¡Allá están las canallas del bosque! – señaló un montón de palos, clavados frente a un boquete del muro. –¡Son las canallas del bosque, esas dos! vuelan lejos si no las dejo bien encerradas; y aquí está mi viejo tesoro Bäh!- Y jaló de la cornamenta a un Reno, que tenía un lustroso anillo de cobre alrededor del cuello al que estaba amarrado. -¡Tenemos que ponerle la cadena, de lo contrario huye. Cada tarde, le hago cosquillas con mi afilado cuchillo, le tiene un miedo espantoso!- La niña ladrona sacó un largo cuchillo de una ranura en la pared y se lo pasó al Reno, el pobre animal sufría al sentirlo, la pequeña ladrona se reía, de un jalón llevó a Gerda al rincón de la paja.

-¿Duermes con el cuchillo?- preguntó Gerda intimidada.

-¡Duermo siempre con el cuchillo! nunca se sabe qué puede pasar! pero cuéntame otra vez lo que decías del pequeño Kay, y porqué te decidiste a buscarlo por el ancho mundo!- Y Gerda narró su historia desde el principio, y arriba, las palomas enjauladas la oían, mientras las otras se arrullaban.

La niña ladrona pasó su brazo por el cuello de Gerda, en la otra mano tenía el cuchillo y dormía profunda, pero Gerda no cerraba ojo, no sabía si quería vivir o morir. Los ladrones sentados en torno al fuego cantaban, bebían,

y la vieja ladrona cazaba duendes. ¡Ach! Para la pobre niña era un espectáculo siniestro.

¡Cucurrucú, cucurrucú!- Hemos visto al pequeño Kay. Una gallina blanca cargaba su trineo, él iba sentado en el carro de la Reina de las Nieves, volaba muy bajo sobre el bosque cuando estábamos en el nido, sopló muy fuerte y todos murieron menos nosotros dos. ¡Cucurrucú, cucurrucú!-

-¿Qué dicen ustedes allá arriba?- les preguntó Gerda -¿Hacia dónde voló la Reina de las Nieves? ¿Saben ustedes algo?-

-¡Voló seguramente hacia Laponia, allí siempre hay nieve y hielo¡ Pregúntale al Reno que está amarrado!-

-¡Allá hay hielo y nieve, es maravilloso, muy bonito!- dijo el Reno -¡Allá se puede brincar libremente en los inmensos y luminosos valles, y por todos lados! Allá tiene la Reina de las Nieves su pabellón de verano, pero el palacio que habita, queda más arriba, hacia el Polo Norte, en la Isla de los Montes Puntiagudos.-

-¡Oh Kay, pequeño Kay!- suspiró Gerda.

-¡A ver si ya te estás quieta!- dijo la pequeña ladrona -¡Si no, te clavo el cuchillo en la barriga!-

A la mañana, Gerda le contó todo lo que habían dicho las palomas, y la pequeña ladrona la escuchó con toda seriedad, movió la cabeza y respondió:

¡Por mi está bien! ¿Tú sabes dónde queda Laponia?- Le preguntó al Reno.

¿Quién puede saberlo mejor que yo?- dijo el animal, en su cabeza, sus ojos irisaron con brillos y reflejos.

Ahí nací, de allí vengo, allí corría sobre los campos cubiertos de nieve!-

-¡Escúchame!,- le dijo la niña ladrona a Gerda -¡Ya viste que todos nuestros hombres se han ido, pero Mamá sigue aquí, y aquí se queda, más tarde toma de la botella grande, y luego se echa una siestecita, y entonces haré algo por ti!-

Brincó de la cama y voló, abrazó por el cuello a la mamá jalando su barba y le dijo:

¡Mi amada y dulce barbas de chivo, buenos días!- La madre le retorció la nariz, que se puso roja, azul, y todo eso eran muestras de amor sincero.

Después que la madre hubo bebido de la botella y dormía su siestecita, se fue la niña ladrona a ver al Reno y le dijo:

¡Tengo unas ganas rabiosas de hacerte muchas cosquillas con el cuchillo filoso, te pones tan chistoso; pero también puedo desatar tu cuerda y ayudarte a que salgas, para que corras hasta Laponia, toma tus patas en las manos, y lleva volando a esta pequeña niña, hasta el castillo de la Reina de las Nieves, donde está su amigo de la infancia. Seguro escuchaste todo lo que ha contado, pues habló lo suficientemente alto, como para que tú la oyeras!-

El Reno, estaba tan feliz que daba saltos en el aire. La niña ladrona subió a la pequeña Gerda con todo cuidado para sujetarla, y hasta un cojín le puso de asiento.

¡Por mí, aquí tienes tus botas de piel, pues hará mucho frío, pero el manguito me lo quedo, es demasiado lindo! No es cuestión de que pases frío. Aquí tienes los enormes mitones de mi madre, son tan grandes que te cubrirán

hasta los brazos. ¡A viajar! Por las manos, te ves exactamente igual que mi fastidiosa madre!

Gerda lloraba de alegría.

¡No soporto que hagas pucheros!- le dijo la pequeña ladrona – ¡Ahora tienes que verte muy feliz! Y aquí tienes dos panes y un jamón, no debes pasar hambre!- Amarró todo en la espalda del Reno; la niña ladrona abrió la puerta, dejó entrar a los enormes perros y con su cuchillo cortó la soga diciéndole al Reno: –¡Corre! Cuida muy bien a la niñita!

Gerda estiró su mano con el enorme mitón, le dijo adiós, y el Reno voló sobre palos y piedras a través del bosque, sobre pantanos y estepas, tan veloz como podía. Los lobos aullaban y los cuervos gritaban al cielo –¡Fix! ¡fix!.

Parecía casi como si rociaran sangre.

¡Esta es mi vieja luz del Norte!- dijo el Reno, -¡Mira como brilla! Y entonces corrió más y más rápido, día y noche. Se comieron los panes, también el jamón y ya estaban en Laponia.

Sexta Historia: La mujer de Laponia y la mujer de Finlandia

Se detuvieron frente a una casita miserable. El techo llegaba hasta la tierra, la puerta era tan baja, que la familia tenía que arrastrarse sobre la barriga, para entrar o salir. No había nadie, aparte de una vieja mujer lapona que freía pescado. El Reno le contó su historia, luego la de Gerda. Y Gerda estaba tan entelerida por el frío, que no podía ni hablar.

¡Pobre criatura!- dijo la Lapona -¡Todavía estás muy lejos! ¡Debes viajar cientos de millas hasta la frontera de Finlandia, allá se va la Reina de las Nieves para restablecerse de fatigas, noche a noche enciende la luz azul del Norte. Voy a escribir unas palabras en una piel de lobo de mar, papel no tengo, y te las doy para la mujer de Finlandia, allá arriba, ella puede darte mejor información que yo!-

Cuando Gerda hubo entrado en calor, después de comer y beber, la mujer lapona escribió las palabras, pidiéndole a Gerda las cuidara muy bien. Luego, la ató fuertemente sujeta sobre el Reno, y este saltó en el aire hacia la noche, y reverberaba la más bella luz azul del Norte. Llegaron hasta la frontera de Finlandia y tocaron sobre la chimenea de la casa de la mujer finlandesa, pues no había ninguna puerta.

Al entrar era tan fuerte el calor, que la mujer finlandesa andaba casi desnuda, era pequeña y muy cariñosa; a la pequeña Gerda le quitó el vestido, los mitones y las botas de piel. ¡De lo contrario se hubiera asado! Le colocó al Reno un trozo de hielo en la cabeza y luego se puso a leer en la piel de lobo de mar. Lo leyó tres veces, se lo aprendió de memoria y metió la piel a la olla hirviendo, pues le daba muy buen sabor y ella nunca desperdiciaba nada.

Otra vez contó el Reno, primero su historia y después la de Gerda. Y la mujer finlandesa parpadeaba con sus inteligentes ojos, pero no decía nada.

-¡Tú eres tan inteligente!- dijo el Reno – ¡Yo sé que tú puedes amarrar con un hilo, todos los vientos del mundo; si el marinero desata un nudo, tendrá buen tiempo, si desata el segundo, el viento será fuerte, con el tercero y el cuarto habrá tormenta y los bosques se doblegarán. ¿No quieres darle a la

pequeña un bebedizo, para que tenga la fuerza de doce hombres y pueda dominar a la Reina de las Nieves?-

-La fuerza de doce hombres- dijo la mujer finlandesa – ¡oh sí, eso sería suficiente!- De un estante en la pared, tomó una enorme piel y la fue desenrollando, había escritas letras muy raras, y la mujer finlandesa leía y el sudor de su frente goteaba.

El Reno, con mucho cariño imploraba por la pobre Gerda, y Gerda, imploraba con lágrimas en los ojos a la mujer finlandesa, de tal manera que ella siguió escudriñando, el Reno se arrinconó con un fresco trozo de hielo en la cabeza susurrándole a la mujer el secreto:

¡El pequeño Kay está ciertamente con la Reina de las Nieves, él cree que está como su corazón y sus deseos quieren, piensa que vive en el mejor lugar del mundo, pero eso le sucede porque tiene una astilla del espejo en el corazón y una arenita en el ojo; lo primero es sacarlas, de lo contrario nunca volverá a ser un hombre compasivo, clemente, y la Reina de las Nieves conservará su dominio sobre él! -¿Le darías algo a la pequeña Gerda, para que tenga el poder de vencerlo todo?-

-¡Yo no puedo darle más poder del que ella ya tiene! ¿No te fijas lo sublime que es la niña? ¿No te das cuenta, cómo personas y animales la ayudan, cómo ella, descalza, se las arregla tan fácilmente en el mundo, y sigue adelante? No debe saber, por nosotros, el poder que posee, lo alberga en su corazón, allí está, ella es una niña amada, inocente. ¡Si ella no puede llegar sola hasta la Reina de las Nieves, y quitarle la astilla del espejo al pequeño Kay, nosotros no podemos ayudarla! A dos millas de aquí empieza el jardín de la

Reina de las Nieves, hasta allá puedes llevar a la niña, déjala en el arbusto con bayas rojas que está en la nieve, no te pongas a platicar y date prisa en regresar!- Y entonces, la mujer finlandesa alzó a la pequeña Gerda y la puso sobre el Reno, que salió corriendo tan rápido como pudo.

¡Oh, no traigo mis botas! ¡No tomé los mitones!- gritó la pequeña Gerda al sentir lo frío de la nieve, pero el Reno no debía detenerse y corrió hasta llegar al arbusto de las bayas rojas. Dejó a Gerda, le dio un beso en la boca. y lustrosas lágrimas corrían por las mejillas del animal, y tan rápido como le fue posible, corrió de regreso.

Allí estaba la pobre Gerda, sin botas, sin mitones, en medio de la espantosamente helada frontera finlandesa.

Caminó hacia adelante tan rápido como pudo; se le acercaban, rodeándola, todo un regimiento de copos de nieve, que no caían del cielo –la claridad era muy intensa y reverberaba la aurora boreal- los copos al acercarse a la superficie, crecían en cuanto tocaban la tierra.

Gerda se acordó que tan grandes y bellos se veían a través de la lupa, pero ahora eran mucho más grandes, y le daban miedo, tenían vida, pues eran los centinelas de la Reina de las Nieves; se volvían figuras muy extrañas, unos, semejaban peligrosos puercos espines de gran tamaño, otros, parecían ovillos de serpientes que alargaban muchas cabezas, y otros, eran como ositos gordos cuyo pelo flotaba lejos de sus cuerpos, todos refulgían en blanco, eran copos de nieve vivientes.

La pequeña Gerda rezó el Padre Nuestro, el frío era tan tremendo que podía ver su respiración, como vapor se le quedaba en la boca: se volvía densa y más densa, pero de pronto, eran luminosos angelitos, chiquitos, que se hicieron más y más grandes, como si cuidaran la tierra; y cada uno tenía un casco en la cabeza y lanzas y escudos en las manos, eran cada vez más y más y cuando Gerda terminó de decir el Padre Nuestro, había toda una legión a su alrededor, que con sus lanzas obligaba a retroceder a los tenebrosos copos de nieve, hasta convertirlos en cientos de añicos, y la pequeña Gerda siguió adelante, segura y valiente. Los ángeles acariciaban sus pies y manos, y sintió un poco menos el frío, y con pasos fuertes y decididos, siguió hacia el Castillo de la Reina de las Nieves.

Primero veremos, cómo está Kay. En verdad, él no pensaba en la pequeña Gerda, y muchísimo menos, que ella se encontraba afuera del castillo.

Séptima historia: Lo que ocurrió en el Castillo de la Reina de las Nieves y que siguió después.

Los muros del castillo eran de nieve apelmazada, las ventanas y las puertas cortadas por los vientos; aquí había más de cien salas, de acuerdo a como la nieve se distribuyera, la más grande tenía una extensión hasta de cien millas, todas iluminadas por la poderosa luz del norte, eran tan grandes, tan vacías, tan frías y tan brillantes como el hielo. Pero aquí, jamás había ninguna diversión, ni siquiera algo así como un pequeño bailable, donde la tormenta hiciera música y los osos polares caminando sobre sus patas traseras, mostraran sus finos modales; nunca un grupito de charlatanes, o aplausos con las garras, ni tan solo un poquitito de chismorreo de cafetín, con las señoritas

zorras blancas; vacíos, inmensos y álgidos eran los salones de la Reina de las Nieves.

La Aurora Boreal reverberaba con tal exactitud, que se podía distinguir

en dónde estaba el punto más claro y más bajo. En medio de las desiertas y

gigantescas salas escarchadas había un lago glacial, fracturado en mil pedazos, pero cada trozo era idéntico a los otros, lo que constituía una soberbia obra de arte; y justo al centro se sentaba la Reina de las Nieves cuando estaba en su hogar, y ella decía estar sentada en “el espejo del entendimiento”, que era lo único y mejor que existía en el mundo.

El pequeño Kay estaba totalmente azul de tanto frío, ya casi negro, pero no se percataba, pues ella con un beso le había quitado la sensación y el temor de lo frio, y su corazón era un trozo de hielo. Kay arrastraba por todos lados, cualquier cantidad de cachos, añicos, trozos de hielo cortantes, planos, o astillados, que él acomodaba de distintas formas, pues él quería expresar algo, igual que cuando nosotros juntamos pequeñas piezas de madera y formamos figuras, y que llamamos juegos chinos. Kay colocaba figuras muy artísticas, era “el juego del entendimiento helado”. Para él, a sus ojos eran figuras sobresalientes, de la mayor importancia, pero eso se debía a la arenilla de cristal que tenía en su ojo. Quería hacer figuras que al juntarlas formaran una palabra, pero no podía saber que la palabra Eternidad era la necesaria. La Reina de las Nieves le había sentenciado: –¡Si logras reunir esa figura serás libre, y te regalare todo el mundo, y un par de patines de hielo nuevecitos! Pero él no podía.

¡Ahora salgo zumbando hacia los países cálidos!– dijo la Reina de las Nieves. –Voy hasta allá, para mirar en los negros calderos, allá donde están las montañas que arrojan fuego, el Etna y el Vesubio, como los llaman, quiero darles unos mordiscos! Eso me corresponde, les hará bien a los limoneros y a

los viñedos!- Y voló lejos la Reina de las Nieves, y Kay, seguía sentadito en aquella soledad de los inmensos y heladísimos salones deshabitados, que medían muchas millas, miraba y miraba los trozos de hielo, pensaba y volvía a pensar hasta que dio un crujido y tronó, tieso, callado, permaneció allí sentadito, podría pensarse que se había vuelto hielo.

Justo, en ese mismísimo instante, entró la pequeña Gerda a través del gran portón del Castillo, donde corrían unos vientos que cercenaban, pero ella rezó sus oraciones de la noche y los vientos se aplacaron, y parecía que cantaban una canción de cuna, y ella entró en los inmensos, vacíos, y congelados salones –¡Allá vio a Kay y al reconocerlo, volando lo abrazó por el cuello! lo detuvo con todas sus fuerzas y dijo:

-¡Kay, querido pequeño Kay, ahora te he encontrado!-

Pero Kay estaba firme, tieso, congelado. -la pequeña Gerda se deshizo en ardientes lágrimas, que al caer sobre el pecho del pequeño Kay, se escabulleron metiéndose en su corazón, y así el témpano empezó a derretirse, se removía también la arenita del espejo malísimo, él la miró y ella empezó a cantar:

En el valle florecen bellas rosas

Vayamos con el Niño Jesús.

Kay rompió en llanto; lloró y lloró, y la arenita del espejo salió dando volteretas.

Entre las lágrimas, reconoció a la niña y exclamó lleno de júbilo: -¡Gerda, querida, pequeña Gerda¡ ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y yo, dónde estoy?-

Miró a su alrededor -¡Pero qué frío hace! ¡Qué inmenso y vacío es esto!- Se detuvo de Gerda con toda su fuerza, y ella reía y lloraba de alegría. Era tan celestialmente hermoso, que hasta los trozos de hielo danzaban de gusto a su alrededor, y cuando se cansaron, dejaron de bailar, al acomodarse, formaron las letras que la Reina de las Nieves había dicho que le darían su libertad, y ella le regalaría el mundo entero y un nuevo par de patines de hielo.

Gerda besó sus mejillas y ambos empezaron a florecer, y besó sus ojos, y brillaban como ella, besó sus manos y pies dejándolo fresco y saludable. La Reina de las Nieves podía volver a casa, su rescate estaba allí, escrito con refulgentes trozos de hielo.

Ellos, se tomaron de las manos y dieron la vuelta por el inmenso palacio; hablaron de la abuela, de las rosas en la buhardilla; y a donde llegaban, los vientos se ponían en calma y el sol refulgía por todas partes; y cuando estuvieron en el arbusto de los frutos rojos, el Reno los esperaba, pero tenía junto a su pequeño, sus ubres estaban llenas y el Reno hembra le daba a su pequeño leche tibia y lo besaba en la boca. Cargaron a Kay y Gerda, llevándolos primero con la mujer finlandesa, donde se les quitó el frío en su acalorada choza, y siguieron el viaje de vuelta, hasta detenerse con la mujer lapona, que les había cosido nuevos vestidos y les tenía listo el trineo.

El Reno y su crío, los acompañaron caminando hasta la frontera del país, donde se asomaban los primeros brotes verdes, se despidieron de los Renos y de la mujer Lapona.

-¡Vivan felices!- exclamaron juntos. Y los pajaritos empezaban a gorjear, el bosque lucía nuevos retoños, y de repente, apareció alguien. Montaba un soberbio caballo, el que había tirado la carroza dorada; era una joven, con una gorra rojo brillante en la cabeza, y un par de pistolas; era la pequeña ladrona, que aburrida de estar en casa se dirigió al norte para visitar otros lugares. La joven reconoció a Gerda de inmediato, y Gerda la reconoció a ella. ¡Fue una fiesta!

Me pareces un guapo muchacho, para andar contigo!- le dijo al pequeño Kay -¡Me gustaría saber si ha valido la pena, ir hasta el fin del mundo para rescatarte!-

Gerda le acarició la mejilla y le preguntó por el príncipe y la princesa.

¡Viajan por otros países! – dijo la joven ladrona.

¿Y las Cornejas?- averiguó Gerda.

-El Cornejo está muerto- respondió – ¡La mansa novia es viuda, lleva un trozo de cordón negro en la pata, se queja lastimosamente y es todo un drama!-

¡Pero mejor, cuéntame cómo te fue y cómo lo pescaste!-

Gerda y Kay le contaron juntos.

¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!- dijo la joven ladrona.

Les dio la mano a los dos y prometió que si algún día pasaba por su ciudad, les haría una visita, y montó a caballo para recorrer el ancho mundo. Kay y Gerda caminaron tomados de la mano, mientras la maravillosa primavera

llenaba el campo de flores y verdes, y las campanas de las iglesias llamaban y ambos niños reconocieron las altas torres, y la gran ciudad en la que ellos vivían; fueron hasta la puerta de la abuela, subieron las escaleras y en la habitación estaba todo como antes, el reloj hacía ¡Tick! ¡Tack! y las manecillas le seguían el compás; y cuando cruzaron la puerta, se dieron cuenta de que habían cambiado y que ya eran personas adultas. Las rosas en el tiesto del tejado, dejaban ver sus flores al entrar por la ventana, y allí estaban las sillitas de cuando eran niños, y Kay y Gerda se sentaron cada uno en su silla tomados de las manos, olvidaron el frío, y la vacía majestuosidad de la Reina de las Nieves, como si hubiera sido una pesadilla. La abuela estaba con Dios en la claridad del tibio sol y leía la Biblia: –Serán como niños, para entrar al Reino de los cielos.-

Kay y Gerda se miraban a los ojos y por primera vez entendieron el antiguo coro:

En el valle florecen bellas rosas

Vayamos con el Niño Jesús.

Ambos eran adultos, y a la vez eran niños, niños de corazón, y era verano, un cálido y bendecido verano.

María Teresa Bermúdez

San José Tzal- Yucatán- México

Navidad de 2023

AGRADECIMIENTOS

Celia Bañuelos de Bermúdez y Salvador Bermúdez Ramírez

Frithjof Brauns Schär

Sergio Escobedo, Alicia Molina, Adriana Chalela

Gracias, con el corazón derretido.