Recio lloraba mi niña, muy recio. A eso del mediodía, y luego otra vez, a eso de las doce de la noche volvía a llorar, tan fuerte, que hasta los vecinos me decían que la escuchaban. Cuando ya tuve aliento me arrimé muy despacito hasta donde el Tomás la había dejado.
Ese Tomás, el mismito Tomás Moxó que me doblaba los años. Yo andaba por ái de los trece y él quesque ya pasaba la treintena. El Tomás que conocí en ca´mi tía, al que hartos le sacaban la vuelta allá en el pueblo, porque asegún que se andaba de tuteo con el demonche. Yo, dizque nunca le tuve miedo, yo, hacía la cruz y sanseacabó. Aunque buenas tembladeras que me entraban cada vez que se sentía su presencia. Ni sé qué desmaña tenía yo en mi cabeza, que conociendo lo que hablan de sus tratos con el chamuco, y sus muinas aparejadas con golpes, en todavía me fui con él.
Ni sé por qué al Tomás le renacía a cada rato la ira. Contaban que porque los hermanos le quitaron su tierra; ¡a saber! Y de allí en delante, ¡ánimas benditas! Nomás se le empezaban a remontar las cejas cada vez más pá arriba, tanto, tantísimo, que le tiraban el sombrero. Sus ojos se le pintaban colorados, igualitos a dos carbones ardiendo, hasta se les veía que sacaban chispas. Rezongaba como mugidos, abría tamaña boca para soltar el alarido, y volaban los guantones y patadas.
Así mesmamente se puso esa mañana. Yo andaba con mis hijos trabajando en la labor, y cargaba una panza que ya mero ajustaba los siete meses. Cantaba y sudaba, picoteada por el solazo, cuando se me apareció el Tomás Moxó, bien servido de copas y enojos. Ya le conocía sus rebufes. Mejor me encuevé entre los huecos de los surcos para cubrir a mi niña.
Por fuera sentía en el cuerpo la humedá del sudor y de los escupitajos del Tomás Moxó. Por dentro, me empezó a agarrar una secura que me tenía engarrotada. Ni podía gritar, ni las lágrimas me salían. Con eso tuvo el Tomás para que se le arreciara la corajina. De un jalón me voltió para verme la cara, para ver qué tanto me dolía, para atizarme más puntapiés en la barriga. Como si se los diera él mismo. Como si yo lo tuviera en mi vientre. La boca se me puso amargosa, daba mucho asco ese olor a huevo podrido, cuando el Tomás Moxó se volvía un furión. La secura se me empezó a pasear, me subía y me bajaba por todo el cuerpo.
Alevanté un tantito la cabeza y de a poco fui mirando los ojos de mis hijos, hechos bola unos con otros, venteando el tufo del espanto. De primeras, tantié que no se me iba a malograr la criatura, porque sólo sangré muy poquito. El Tomás se volvió a la cantina. Mis niños me ayudaron a recostarme. Anduvieron muy comedidos, se atendieron unos a otros. A mí no me dejaban levantar y me dieron té de tila. Por miedo, ni quien se apareciera, cuanti menos la autoridá.
El calorcito del sol tempranero me recordó. Pero al rato, ¡Virgen Santísima!, me agarraron aquellos dolores. Alcancé a gritarles a mis chiquillos que fueran a buscar a su padre. Cuando él llegó, yo nomás sentía el pálpito de esa bolsa con mi niña dentro, tirada junto a mí. Dentro de esa bolsa que yo tenía para ella, para que se acunara, creciera contenta. Y otra vez, para no sentir el dolor, me quedé seca. Y otra vez, sentí bien adentro esa secura que me manaba del alma.
El Tomás Moxó tuvo harto miedo al verme. Temblaba como si tuviera las tercianas, se agachó a tomar la bolsa. Apretando los dientes, se fue al patio. Con sus dedos tiesos, engarrotados como ganchos, se puso a rascar la tierra; parecía un fierro colorado retorciéndose. Con harta ira aventó la bolsa con mi niña al boquete, le echó puños y puños encima. Un rato, se estuvo muy quieto. Trabajosamente pudo levantarse y echarse a andar con el solazo de frente. En esa condición ni las patadas en la barriga, ni la granizada de golpes que me habían llovido, me dolían. Me dolía mi niña que no pude cuidar.
Cuando ya tuve algo de aliento, me arrimé muy despacito hasta donde el Tomás la dejara. Mientras sufría todas estas penas y quebrantos, removí con mucha atendencia ese barro suave y caliente, abrigo de mi niña. Con una botella de agua bendita, quise darle el Sacramento, para que ya no llorara, para que pudiera apaciguarse. Desenterré la bolsa, y al abrirla vi que era una mujercita. Con el amor que me quedaba pude lavarla, le eché el agua bendita diciéndole que se llama María de Jesús. Los vecinos no volvieron a escucharla. Sólo en mi cabeza recio lloraba mi niña, muy recio.
María Teresa Bermúdez
Primavera 2022
Este relato es parte de la historia de Susana.
Mujer valerosa, inteligente, con manos de hada, y un corazón tan bueno, como los tamalitos que hace.
Crió, les dio cobijo, formó a sus diez hijos. Para ella se edificó casa.