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Relatos

El Piojo Silverio

By 7 febrero, 2023No Comments

Aunque mi nombre tiene garbo, un cierto tinte de innata elegancia y tradición, aunque se confunda a veces con el que silva o chifla, en realidad, nada tiene que ver con ello. Silverio viene de selva, porque en el latín que hablaban los romanos, los de la antigua Roma y su enorme imperio, aquellos que usaban túnicas y sandalias, llamaban silva a los bosques que ellos conocían, tupidos de frondosos árboles, malezas, sitio que servía de habitación a muchísimos animales grandes, medianos, también a los pequeños y a un sinnúmero de insectos, pájaros y demás especies.
Pasaron los siglos, y el mundo creció más allá del Mediterráneo, ese hermoso mar que se ubica entre Europa y África, cerrado por el Asia Menor; que se abre hacia el mar Atlántico por el Estrecho de Gibraltar, donde casi se juntan, nariz con nariz, África y Europa. Cuando el muy observador y talentoso marino, Cristóbal Colón, se fue navegando con sus tres Carabelas, encontró otras tierras, hallaron otras silvas. muy distintas a las que conocieron los romanos.
Parece, que me he desviado a tiempos remotos, pero si no entiende uno su pasado, tampoco entiende, y se le hace mucho más difícil, conocer su presente. Total, debo confesarles que no he podido averiguar, cuándo exactamente, los piojos, mis ilustres antepasados, empezaron a tener sus queveres con la humanidad. Unos aseguran que fue en la época de las Cruzadas, la época cuando los caballeros cristianos anduvieron de pleito con los caballeros musulmanes, batallando por rescatar los Santos Lugares, cuna de la cristiandad, defendiendo a Jesús, mientras que para los musulmanes. Alá era su profeta, y nada de que Jesús, el de Judea.
En aquellas lejanas trifulcas, de los caballeros cristianos, con armaduras y corceles, llegados de Europa para combatir a los fieles de Alá, que también tenían hermosos corceles, pero, andaban entrapajados en túnicas y turbantes, pues imagínense, que de lo contrario, el inclemente sol del desierto, los hubiera dejado totalmente achicharrados, o derretidos, dentro de aquellas piezas de hierro. Pues se ha llegado a pensar que allí, exactamente, fue dónde empezaron a hacer de las suyas, mis antepasados, los piojos. Esto que les cuento ocurría por el 1489, casi al mismo tiempo, bueno, un poquito antes, de los viajes de Colón, y los hermanos Pinzón, y otros muchos marineros, que se hicieron a la mar, aquel célebre año de 1492.
Los caballeros andantes que hicieron las Cruzadas, ya podrán ustedes imaginarse, que pasaban horas y más horas a caballo. Sudaban la gota gorda esos jinetes, se bañaban de vez en cuando, y cambiarse la ropa, no era como hoy en día; no había mamás pidiendo los calzones sucios, ni lavadoras, ni detergentes. Así que, se la pasaban muchos días en su jugo, despedían aromas que no eran precisamente agradables, se les hacían tremendas heridas con el roce de sus aditamentos, al cabalgar días enteros, o al ser heridos en batalla.
Fue quizás en esas vestimentas, sudadas y malolientes, donde mis queridos abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, choznos, y demás ancestros de la línea piojo, encontraron fantásticas viviendas, una vida muy regalada. Tenían abundante sangre fresca para chupar, ponerse rechonchos, guapos, rozagantes.
Les cuento que en nuestra familia, como en cualquier familia que se precie, existen categorías. Los de alta alcurnia son los PEDÍCULUS HUMANUS CAPILES; esos se alojan, diríamos hoy día, en rascacielos, aunque no tan alto, porque ocupan como su nombre lo indica, la cabeza del ser humano. Tienen su hogar, justo en la raíz de cada cabello. Ponen huevecillos llamados liendres, que de lejos se confunden con la caspa, pero, que no se desprenden ni a palos; hay algunos, un tanto extravagantes, que se alojan entre las cejas y pestañas, la verdad, un exceso de confianza, que apenas puedo imaginar.
Fíjense, que estos mis parientes, al picar, producen una comezón enloquecedora, pues pican y chupan la sangre. Al fulano picoteado, le salen unas protuberancias o ronchas rojas, que si el fulano se descuida, le llegan hasta los hombros, se les hacen costras y supuran, o sea, les sale pus, que se escurre lentamente… ¡guácala! Eso es señal de infección segura. Los piojos adultos tienen patitas paseadoras, y si caen en otra persona, pues, ya estuvo que se la meriendan muy a gusto. Estos no enferman, pero debilitan y ¡Dios te libre de la desesperante rasquiña!
Luego está el grupo de los PEDÍCULUS HUMANUS CORPORIS, que tiene por uso y costumbre, alojarse en el cuerpo de las personas. Me explico mejor: el piojo es un insecto anopluro, es decir, que chupa sangre, pero también es áptero o sea, no tiene alas, así que por suerte no vuelan y tampoco brincan; les basta con sus seis patitas de dos artejos, piezas articuladas, que rematan dos uñas en forma de pinzas. Con esas patitas se desplazan sigilosos, silenciosos, muy discretos, sabios, y prudentes; llevan por delante su boca entubada, especie de trompita, que les sirve para chupar la sangre del personaje que lo hospeda.
Su mero gusto es poner sus minúsculos huevitos, huevitos que se incuban en la ropa, principalmente en los pliegues y costuras. También en la ropa de cama, calientita, y si esa ropa está apestosilla, ¡Cuánto mejor! Garantiza su permanencia. Es de esta sencilla manera, como los corporis viven tan felices, pues les queda todo cerquita, nomás pasan de la piel, dónde se alimentan, a la ropa, dónde depositan a sus descendientes, mis parientes.
Y mucho ojo, pues los señalados corporis, que casi ni se ven, se dedican más que nada por las noches, a su trabajo de pique y chupe y pique y chupe, porque son rete aplicados. Al día siguiente, al personaje victimado le empieza un rascadero desesperante, que es lo peor, pues al rascarse inoculan, o sea, se mezcla en la sangre el excremento, ¡la caca de los susodichos piojos! dando por resultado una terrible enfermedad.
Al inocente, pero mugroso picoteado, les salen tremendas úlceras en las axilas, alrededor de la cintura, se les extienden por el torso. Al mismo tiempo que duele un montón, se les hinchan horriblemente esos piquetes, sienten mucho calor, o se les ponen rojos, y conforme empeoran, se les hacen vetas rojizas en toda la zona infectada, les sale pus y tienen fiebre muy alta.
La fiebre, empieza como dos semanas después de la picadura. Y los piojos, contentos de su buen desempeño, se van a buscar otro individuo, mientras la persona se ve aquejada de temperaturas agobiantes, dolor de cabeza, y una postración tal, que no tiene ganas ni de moverse. Si no se le atiende, a los tres días empieza con estupor, decían antes que estaba de pasmo: o sea, se les dificultaba pensar, se sentían asombrados, espantados, enajenados, como quien dice, se les turban los sentidos, y luego, les empiezan los delirios. Ya a estas alturas, se sienten muy perturbados, hacen disparates. De cuatro a siete días después, lo único que no tiene mal el enfermo, son las palmas de las manos y los pies. Esta espantosa enfermedad ataca cuando hay desaseo, gente amontonada, desastres naturales. Se conoce como tiphus, que igual viene del latín.
Al tifus, se le llamó también fiebre de los campamentos, pues se propagaba cuando los ejércitos duraban largo tiempo, en condiciones de poca higiene. Desgraciadamente pasa aún hoy en día, en los tristemente célebres campamentos de migrantes, a pesar de los enormes avances de la medicina, los fármacos, la higiene y la modernidad. ¡Ojo! Perros y gatos, con fama de peleoneros, como los caballeros, nada tienen que ver en este piojoso asunto.
Ya sólo nos queda enterarnos, que existe una tercera rama de mis amenos parientes. Según la ciencia, y la tradición, aunque no son tan peligrosos, que conduzcan a un montón de personas a la muerte, son los más molestos e insufribles, son tan inconvenientes, que se les dice piojos pegadizos, aunque los científicos les llaman PHTIRUS PUBIS, que aquí en confianza, se conoce como ladilla o piojo púbico… Y me imagino, que ya van coligiendo, por cual sitio del cuerpo se alojan estos minúsculos individuos, que apenas miden entre 1.1 y 1.8 milimentros, cada espécimen de esta rama.
Los piojos pegadizos causan tal escozor, que la persona corre el riesgo de perder la cordura, ante tanto picor en el culete, conocido también como asentaderas. Y como todo lo que tiene que ver con esas partes del cuerpo, que se denominaban antiguamente: partes pudendas, y que como explica María Moliner en su Diccionario: Se aplica a lo que causa pudor o vergüenza; aparte de la picazón, les daba vergüenza rascarse. Eso pasó, porque durante largos siglos, el cuerpo humano fue motivo de pecado, y esas partes pudendas, no debían ser llamativas, pues eran tremendo motivo de tentación, que es algo que se quiere hacer, aunque aparente no tener causa, motivo, ni razón. La palabra tentación se relacionaba con el demonio, el demonio tentador.
Como casi siempre ocurre, lo que está prohibido es lo que mayor atracción ejerce, y las partes pudendas, por aquello de lo prohibido, son misteriosas, guardan secretos, a veces inconfesables, y para colmo, son de lo más llamativas, por lo tanto, cualquier molestia o desasosiego, por insignificante que sea, llámese prurito, comezón, rasquiña, cosquilleo, y demás palabras que tengan que ver con picazón, aplicadas a ese sitio, aún en nuestros días, causa empacho, sonrojo, o hasta puede ser humillante.
Nuestra piel, es un lujoso traje a la medida, que nos acompaña desde el nacimiento, crece con nosotros, nos contiene, nos da protección, nos aísla, si sufre heridas o desgarrones, es capaz de sanar y renovarse, y para mayor asombro, envejece a la par que su portador. Aún más maravilloso resulta percatarnos, de que el sentido del tacto abarca la totalidad de la piel, aunque cada espacio tenga sensibilidades distintas. El sentido del tacto es el primero que despierta en el ser humano, y según parece, después de la muerte, es el último en apagarse, en dejar el cuerpo mortal.
Hay tantísimas cosas relacionadas con el escozor, la enfermedad, los piojos, ¡qué barbaridad! Y cada cosa va relacionándose con otra. Sin embargo, yo, el piojo Silverio, solamente quería comentarles sobre nuestro desempeño a lo largo y ancho de la Historia. Pertenezco a la estirpe de piojos, encargados de guardar, preservar, mantener viva la memoria de lo que hemos sido para la humanidad.
Para terminar mi cuento, les diré que después de las Cruzadas siguieron otros pleitos feroces; en 1542, en el Siglo XVI, fue la Guerra de los Balcanes, con un montonal de soldados mal comidos, mal aseados, y para remate, asustados, que también se enfermaron de tifo, aunque bien a bien no supieran qué les ocurría.
Al Siglo siguiente, en el Siglo XVII, exactamente el año de 1635, cuando Europa se enemistó en la famosa Guerra de los Treinta Años, aquella, en la que el ejército franco-holandés, comandado por el Cardenal Richelieu, puso cerco a un ejército español, integrado por cuatro mil hombres, en el llamado Sitio de Lovaina, hubo rumores, de que los piojos habíamos tenido parte importante en el asunto.
En el Siglo XVIII, gracias a la navegación intercontinental, es decir, entre los distintos Continentes, nos volvimos internacionales, y en la Nueva España, una de las colonias que pertenecían a la corona española, se vivió de intensa manera el Año del Hambre, allá por el 1786, que diezmó a la población por la malhadada enfermedad.
La ambición, que sin duda va implícita en casi todos los desastres, volvió a estar presente, en el Siglo XIX, cuando Napoleón Bonaparte y sus ejércitos, aunque bastante entumidos y hambreados, llegaron hasta Rusia en 1811. Los piojos, ante tanta mugre y miseria, hicieron de las suyas, proliferaron, y entre todos, acabaron con el ejército del chaparrito de mano al pecho, y su desmedida ambición.
Rudolf Weigl, un parasitólogo polaco, utilizando una cruza de especies caucásicas y africanas, que él llamó: Pediculus vestimenti, logró establecer las granjas de piojos; de esta manera, empezó a producir la vacuna contra el tifo y pasamos a formar parte de la comunidad científica. Poco a poco, los piojos nos fuimos convirtiendo en célebres insectos dignos de estudio. Durante siglos se pensó que el tifo no era contagioso, incluso se le llegó a confundir con la fiebre tifoidea, con la disentería, que aquejaba a los ejércitos en lucha. Aunque, si lo pensamos a fondo, el miedo habrá tenido mucho que hacer en tan tremendas circunstancias.

María Teresa Bermúdez
2023