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Personajes

Polonio de Telargas

By 6 junio, 2022No Comments

En cuanto llegó al mundo, su nariz de reperiquete, un par de ojos azorados, y esa su inquietud que no lo dejaba ni a sol ni a sombra, fueron la causa de cascadas de lágrimas maternas que no le hacían mella. Tras el fuego graneado de gritos, moquetes, y cuerazos voladores, su padre se desgañitaba vociferando encrespado: ¡Telargas! 

Entonces Polonio, muy espichadito, se escondía hasta que pasara la turbonada, porque al Polonio, las travesuras se le ocurrían de un hilo. En cuanto su progenitor se descuidaba un tantito, el Polonio ya había trabucado el molde de una dentadura por un trompo, o un fierro de aflojar dientes por una reata.

En su casa, poblada por un don bastante cascarrabias y una Angélica madre que ajustó quince embarazos, perdido entre la prole, el Polonio desde chiquillo tuvo su vocación muy clara y arraigada. Le gustaba tener chuladas que le daban contento, que sus hermanos pelaran tamaños ojos al mirarlas.

 Sus botingas de piel de culebra eran su puritito orgullo, cuando ni quince años tenía el escuincle. La travesura, el cambalache, andar elucubrando negocios de din din din,  que pensaba le darían el don don don, los traía entre ceja y ceja. Eran su mero mole.

¿Y para que quieres ser de polendas, Polonio de mis pesares? Aquí, en este pueblo rabón m´hïjo de nada le han de servir tantos lujos. Con ese sombrero galoneado, nomás alevantas risas, ¡si ni sabes montar, pues, eres un charro montaperros! Y esos desfiguros de cadenas de oro y anillos, ¡ni lo mande Dios, Polonio! Hasta desgracias te pueden acarrear, gimoteaba doña Angélica.  

Polonio se llamó igual que su padre, que su abuelo, que su bisabuelo, y a lo mejor, que su tatarabuelo. Hombres de bien, dedicados por generaciones a glorificar el nombre de la Santa que les había marcado oficio y derrotero en la vida: Santa Polonia de Alejandría, venerada por los siglos de los siglos, como patrona de los dentistas.

 Se cuenta que fue predicadora, es decir que se la pasaba sermoneando, y por ese motivo, sus enemigos los paganos le arrancaron o le rompieron los dientes, o sabrá Dios, cómo se los quitaron los romanos aquellos, que perseguían a los cristianos. Tantito peor si usaban naguas, y todavía más peor, si las predicaderas aburrían.

La conocemos, a la Polonia de Alejandría, en grandes cuadros pintados al óleo, con su palma de martirio en una mano, y digo palma, por aquello de que por allá en su lejana tierra del África, abundan las palmas, y en su otra mano, un fierro con un diente o muela enterito. 

Representación previa al martirio, seguramente, pues no la iban a enseñar con la dentadura rota a pedradas y toda ella sangrante y por ningún lado, después de que los perversos aquellos, fueren quienes hayan sido, la dejaron en agonía de santidad, hasta con sus pecados perdonados. 

También relatan, que la Virgen María se le apareció a la Santa, antes de que recibiera el honorable nombramiento, y  dispuso:

-Por los nueve meses que anduve con mi hijo en el vientre, que se te adormezcan los dientes.  

¿Querría la Virgen María, que Polonia de Alejandría no sufriera tantísimo?

   Al Polonio tampoco le hacía gracia tanto sufrir, tal vez lo aconsejó la Virgen. Polonio de Telargas, lo mismito que sus ancestros, en cuanto aparecían gimientes de cachete hinchado recomendaba con parsimonia, en el tono académico que le imitara a su padre, la manera de prevenir los malestares y  el remedio de futuros percances: 

-cortarse las uñas en días sin R, tomar vino con una moneda adentro, o frotarse polvos de lombriz tostada en las encías… 

Obedeciendo estas indicaciones, el dentista no haría uso de las benditas pinzas de Santa Apolonia, que los dejaban chimuelos, con las encías en calidad de reliquia.

 Los susodichos sacamuelas, querían evitar a sus pacientes las violentas bocanadas de aire frío que en un descuido, les podían entrar de sorpresa por el orificio de la extracción dejándolos cuchos, de cuerpo y de alma.

Polonio de Telargas no se amilanaba ante ningún trance. Mucho menos cuando su padre entre maldiciones y cintarazos disponía: ¡Telargas de mi vista! ¡Jijo de tu mal dormir! ¡Prohibido entrar en mi consultorio! ¡Cuidadito y te vuelvas a pasar de lanza!

    Espabilado el Polonio, conforme crecía a cualquier oportunidad le pescaba el modito. Si algún cariacontecido, que al señor dentista nunca antes hubiera visto, Polonio lo ponía muy quieto en el sillón de las torturas y le sacaba de un jalón las fregadas piezas, dejándolo como a su Santa protectora.

Cualquier cristiano, sin percatarse de lo expuesto que estaba a un mal mayor, le pagaba los consabidos honorarios: blanquillos, aguardiente, una servilleta bordada, una moneda, que en un abrir y cerrar de ojos, el mocoso trastocaba por trebejos que fueran más de su agrado o necesidad. Todititas sus ganancias las atesoraba en su sitio secreto; hacía su guardadito esperando el momento adecuado que le deparara la vida.

Para tremendo desconsuelo de su madre, y descansado alivio de su padre, al envaronar a Polonio se le amplió el horizonte. Abandonó el nido libre como ráfaga de ventolina, se volvió hombre de negocios, con cuanto hay y dónde quiera, por su cuenta y riesgo, sin temor de Dios, ni del infierno. 

Su mayor gusto eran las agüitas enfrascadas que teñía con primor: azul para el buen dormir, roja para el amor ardiente, verde para atraer la suerte. ¡Claro, combinadas, llevándose los tres frascos a la vez, surtían mejor efecto!

Con este arguende anduvo engatusando paisanos. A un riquillo le vendió un tónico original, asegurándole que le conseguiría los favores de la mismita María Félix. El hombre, en pago, le entregó un caballo cazcorvo. 

Para que el rocín no se entumiera en el reducido patio de su nuevo domicilio, Polonio fue a conchabarse a un su tío, jockey retirado, sin oficio ni beneficio. Diario lo sacaba a pasear el tío dando de qué hablar al vecindario. Y el Polonio de a poquito se volvía famoso. 

 A las cuantas semanas, Polonio cambalachó el cuaco de torcidas patas, por una mesa de billar. Pieza finísima, elegante, de buena madera, con su tapete color verde para traer la suerte, tan suave al tacto, tan lisito, que a Polonio lo enloquecía. Porque lo cierto es que a él, le gustaba lo mero bueno. 

Tanto así, que esa noche mal durmió sobre la mesa. Tuvo pesadillas de cintarazos, gritos desaforados, lágrimas, moqueos, hasta soñó a Santa Polonia advirtiéndole que no sacara más dientes. El agradable roce de ese paño que era de su color consentido, le permitió un agradable despertar.  

Polonio pelaba los ojos, se picaba las narices, y soltaba su convencedora verborrea, allá lejos de tanto pariente chimiscolero, en una ciudad cosmopolitana, decía Polonio, no en un refundido pueblo bicicletero. La geografía y el orbe entero se ensanchaban. El mundo se le volvió una canica.

Pronto echó de ver el Polonio, que en otros rumbos había mejores propuestas, así que acto seguido mudó el domicilio, de ciudad, a ciudad capital del Estado. ¡Sí, señor!  Entre dicho y hecho creyó tocar la gloria. Orondo y farolón se paseaba por calles, paseos, asistía al teatro, al cine. Quería conocer y ser conocido.

Ni tardo ni perezoso empezó a rondarle. Se compró un negocio establecido con fandango y parrandeo. Unos cuantos cuentos y pasos magistrales de su arte evolucionista, lo instalaron dueño de un restaurante de mucha pomada y empañado relumbrón, quizás algo venido a menos. 

Se conocía como el Rendez-vous, y ocupaba un buen lugar en pleno centro de la urbe. En el traspaso iba todo incluido, desde la desportillada vajilla hasta el cocinero de Pénjamo con bigotito francés, lo mismo las cucarachas que las cochambrosas hornillas, y una asidua clientela. 

Polonio estrenó tacuche para lucir muy catrín, zapatos recién boleados, clavel reventón en la solapa. No le cabía el gozo en el cuerpo cuando se sentaba en aquella mesita tan coqueta, con mantel y flores, atendido por la mesera más bonitilla, muy pintadita y de falda encogida, como él decía.

Aquello del Rendez-vous, el maitre, y la carta con los nombres en francés, ya le daban su toque de postín. Polonio estaba seguro, de que muy pronto se le ocurriría alguna novedad nueva, que atrajera comensales como en los buenos tiempos. 

Con lo citadino, a Polonio se le fue acomodando lo refinado. En el trastrueque del restaurante, estaban incluidos los músicos del conjunto de cuerdas Chevalier,  famosos por interpretar románticas melodías, que el antiguo propietario se ocupaba de traer personalmente desde París y otras capitales europeas.

 Para cuando Polonio ocupó el negocio, La vie en rose, y la extraordinaria Patachoux, ya no embelesaban a los parroquianos. Los integrantes del Chevalier, se habían detenido e inmortalizado en esa gloriosa época, pasada de moda, que la juventud ignorante y desbalagada no entendía, porque no dominaba el francés.

Si no hubiera sido por los achaques y los terribles calambres que los aquejaban, a los músicos en conjunto, ajustar el milenio les hubiera parecido un soplo. Gozaban de buena salud, eran atentos, coquetos, a sus añitos no perdían el infalible encanto de la seducción.

  Tacho, el más galán, primer violín, fundador sesenta años atrás, y director vitalicio del ensamble, intentaba disimular la pena negra de la viudez; sin embargo, los melancólicos sonidos de su instrumento hacían sangrar las entretelas de los oyentes. 

De los celebrados Chevalier, que en sus épocas de oro ajustaban la docena, aparte de Tacho, sólo quedaban tres: 

Otón decano del grupo, a los 97 cumplidos, los reumas no le impedían arrancar hermosos arpegios al piano de media cola, que él mismo afinaba. Sus manos, al acariciar las teclas con tanto sentimiento e inspiración, le deshacía nudos de enfado persistente al auditorio, que exhalados en melodiosos suspiros creaban una atmosfera soñadora, crepuscular. 

Luisito, el del peluquín, tan flaco y corto de estatura, soterrado en su contrabajo, lo tocaba admirablemente, a veces sonámbulo. Poseía el don de dormir sin cerrar los ojos, sus pesares, pesadillas, ensoñaciones, inspiraban tanta emoción y ternura a sus notas, que hasta las meseras, secándose furtivos lagrimones, al pasar lo apapachaban.

 Por último, Mardonio, segundo violín. A resultas de callos y juanetes que le contorsionaban los pies, sólo alpargatas podía usar. Con inmensa tristeza abandonó aquellos exitosos paseos, entre las mesas de parejas amarteladas en el téte a téte. Sus mágicas cuerdas les arrancaban suspiros, sollozos, aplausos, y buenas propinas.

Polonio los apreciaba de corazón, lo dificultoso era que al escucharlos tocar, un nudo de tristeza apergollado en el galillo le convertía los ojos en afluentes y sollozaba de nostalgia. La atmósfera del Rendez-vous era un naufragio entre la pesadumbre, el duelo, y la sala de una casa mortuoria. 

Durante cada entreacto, los cuatro virtuosos se resarcían del ajetreo tras bambalinas. Otón, mitigaba el suplicio de sus reumas, con un remedio color verde esmeralda, que su mujer religiosamente le vertía en una preciosa garrafa. Se daba sus masajitos para aguantar las dolencias, convidándole a Mardonio alivio para sus pies. 

Nomás ver la garrafa, Polonio de Telargas, rememoró sus agüitas: -la verde para atraer la suerte- la probó y fue lo mismo que enamorarse del brebaje. A eso de las dos de la madrugada sólo quedaban clientes de confianza. Unos cabizbajos, otros deprimidos, mientras los demás sufrían el agobio del tedio y la rutina. 

Polonio peló los ojos, arriscó las narices, y acomodó en una charola las copitas necesarias que fue llenando hasta el borde. El elíxir, de llamativos destellos luminosos fue distribuido una, y otra, y otra vez al tiempo que Polonio aclaraba solemne, que era cortesía de la casa. La euforia, el alborozo, sonoras carcajadas, traspasaban las paredes del Rendez-vous.  

Mardonio y su violín hacían piruetas sobre las mesas, sin derramar ninguna copa. Otón ejecutaba un mambo sabrosísimo en el piano, estirando cuanto podía los dedos de los pies. Luisito, con el peluquín alborotado y roncando a tono, se echaba de resbaladilla por el contrabajo, mientras  don Tacho abría pista tomando por la cintura a la mesera más voluptuosa del lugar. 

Sin mayor trámite, los asistentes pasaron del tedio a la hilaridad, la risa que les brotaba a torrentes inundó toditito el local. Al día siguiente Polonio consideró que las pérdidas eran mínimas, comparadas al jolgorio y felicidad que habían disfrutado él y sus asiduos visitantes. Asumió el pago de las cuentas no cubiertas, a cambio del gusto de verlos alegres.

 El tintineo de monedas que caían sin parar en la caja registradora del Rendez-vous, a partir de aquella memorable madrugada, lo colmó de contento. Su calculada cortesía había tenido respuesta y sus bolsillos se rellenaban a tal velocidad que hasta una cuenta de banco le coronó el desplante.

La mujer de Otón preparaba un titipuchal de garrafas, que contenían la verde pócima. En un corto tiempo fue tal la demanda, que mejor le cambalachó su receta a don Polonio por una charchina. La doña dueña de la charchina, noche a noche transportaba cómodamente al cuarteto de virtuosos, a su querido Rendez-vous. 

La clientela en colas interminables, aguardaba con paciencia el ingreso. Polonio adquirió el don, tan rápido como pudo, inauguró una flamante brebajería clandestina, que elaboraba bajo las más estrictas normas de higiene y calidad, cantidades industriales del mágico brebaje.

   

María Teresa Bermúdez

PRIMAVERA 2022